Partamos de una primera verdad: los sacerdotes somos hombres célibes, pero no estamos solteros, tenemos responsabilidades conyugales
Cuando comparto que estoy haciendo una licenciatura en Matrimonio y familia muchas personas suelen reírse y me preguntan qué sabemos los curas sobre el matrimonio si no estamos casados. ¿Cómo osa un sacerdote hablar de aquello de lo que no tiene experiencia? Parto entonces de esta primera verdad: los sacerdotes somos hombres célibes pero eso no significa que seamos solteros, de hecho no estamos dispuestos ni libres para ninguna.
Para entenderlo quiero empezar con lo siguiente: nuestro ministerio sacerdotal no es nuestro ministerio sacerdotal, es el ministerio de Jesús, Sacerdote eterno, el único y verdadero sacerdote de la nueva Alianza. Lo que nosotros somos y hacemos no es una mera representación de su acción evangelizadora sino una participación directa de su gracia santificante, que nos ha dado, en su nombre, la potestad para someter el Maligno, perdonar pecados, santificar el amor, ungir enfermos y enseñar la belleza de su palabra. Suena algo engreído, ¿cierto?, pero esa es la belleza y la grandeza del ministerio que se nos ha confiado. No nos arrogamos privilegios ni atributo alguno, sólo tenemos responsabilidades por las que tendremos que responder ante el Señor.
Ahora bien, el apóstol Pablo, en Efesios 5, 25-26 nos dice: Maridos, amad a vuestras mujeres, así como Cristo amó a la iglesia, y se entregó a sí mismo por ella, para santificarla, habiéndola purificado en el lavamiento del agua por la palabra. Este texto nos muestra claramente la relación esponsal que Cristo tiene con la Iglesia, de la que es cabeza y ella su cuerpo, haciendo de los dos una sola unidad por el amor; Cristo es Esposo de la Iglesia luego, si somos presencia de Cristo en la tierra somos esposos verdaderos de ella. No nos encontramos ante una mera ficción sino ante una realidad de carácter teológico que se comprende cuando al corazón entran aquellas mismas palabras de Jesús que había dicho: “hay quienes se hacen eunucos a sí mismos por el Reino de los cielos”. “El que tenga oídos para oír, que oiga…”
Desde esta perspectiva es que se logra comprender de qué manera un sacerdote es verdadero esposo que tiene responsabilidades conyugales, que engendramos hijos en el bautisterio y sabemos perfectamente lo que significa escuchar aquellos que “lloran” a medianoche pidiendo ayuda a su padre, sabemos lo que es educar en las diferencias y tener que perdonar a los que se alejan de casa. Pero también sabemos de infidelidades, esas que salen a la luz pública cada tanto, mostrando la miseria de un corazón que también intenta amar y que es frágil como los demás.
Como esposos sabemos el peligro que encierra una rutina en el amor y el deseo que asalta el corazón de buscar aventuras que nos saquen de nuestro permanente devenir. Sabemos lo que significa acostarse enojado con ella y querer cambiarla permanentemente porque no siempre encanta con su presencia. Hay días en que la vemos fea, desaliñada, pero hemos aprendido a amarla tal cual es y buscamos enamorarla permanentemente para no tener nunca que dejarla y buscarnos amantes furtivas.
Quien cree que no tenemos algo que enseñar sobre el amor conyugal no tiene idea lo que significa ser sacerdote y el cura que cree que es soltero, tampoco. Somos “esposos célibes”, dos palabras que encierran entre sí una aparente contradicción, pero que son las que permiten asimilar este misterio de amor.
Además, como esposos, tenemos una palabra oportuna, de aliento e iluminadora para aquellos otros cónyuges que necesitan luz en la oscuridad para saber enfrentar el demonio de la rutina y del hastío; para aquellos que no ven a su problema otra solución que el divorcio con la enorme frustración y derrota de no haber sabido amar para siempre y la inevitable lucha para buscar la justicia que les permita “repartir” a sus hijos como se reparten los enseres de la casa.
Sabemos del amor conyugal, sabemos de amores y de infidelidades, sabemos de lo que hablamos cuando lo hablamos.