Cuando Ania descubrió que estaba embarazada y quedó con su novio para ver qué hacían, él ya lo tenía todo calculado
Ania estaba lejos de casa, en un viaje de trabajo, cuando se hizo la prueba de embarazo. Al ver que salía positivo, «empecé a temblar. No sabía si llamar al chico con el que estaba saliendo para decírselo, o esperar a volver. Al final le llamé, y él se quedó sin palabras. Sólo me dijo que nos viéramos cuando llegara a casa».
Quedaron el mismo día que ella volvió a su ciudad, y él había cambiado. «Estaba muy nervioso, fumaba un montón. Cuando nos pusimos a hablar, lo que me dijo fue: No te quiero, y he hablado con mi abogada para que hagamos un aborto. Ya había pedido fecha y hora en una clínica, para el día siguiente. Al oír esas palabras tan frías me eché a llorar. Le dije que no quería hacerlo, que era mi hijo. Pero no sabía qué podía hacer yo, pensando en mi situación».
No podía acudir a su familia, porque «tenía una relación muy mala con mis padres; no me iban a dejar quedarme en casa». En ese breve espacio de tiempo, se le pasaron mil cosas por la cabeza: «Te entra miedo, no sabes qué hacer ni cómo reaccionar. Al final, le dije que si realmente quería hacer eso, lo organizara todo él, porque yo no podía».
O firmas, o te largas
La noche antes del aborto «fue la más larga de mi vida. Tenía muchísimo miedo, me sentía muy sola, y no podía contarle a nadie lo que me estaba pasando. Pero no era capaz de decirle que no». Cuando llegó el día, Ania comenzó a llorar durante el camino hacia el centro abortista, y ya apenas paró durante el proceso. Lo recuerda con todo lujo de detalles: «Pasamos a la sala de espera. Yo estaba temblando de miedo. No estaba segura de lo que estaba haciendo, pero ya no me podía echar atrás. En la sala había más chicas, y una me impresionó mucho porque tenía bastante barriguita. Yo sabía que dentro había una persona, y que esa chica había venido a lo mismo que yo».
El siguiente paso fue la consulta del médico: «Me hizo sentar para hacerme una ecografía. Lo hizo sin ninguna delicadeza. Grapó la foto en la hoja donde yo tenía que firmar, y al verla me puse otra vez a llorar. Estaba viendo a mi bebé. El médico me dijo: O firmas, o te largas. Era extremadamente frío, su cara no expresaba ningún sentimiento. Ni leí el papel, pero mientras lo firmaba pensaba Dios mío, qué estoy haciendo, por qué lo estoy haciendo».
«Sólo quería quitarse al hijo de encima»
Una enfermera «me hizo pasar a otra habitación y me dijo que me tranquilizara, que no me iba a doler». Allí se quitó la ropa, se puso el camisón de hospital, y se la llevaron a la sala de abortos. «Sólo me había quedado con la cruz de la Primera Comunión. La cogí, le pedí perdón al Señor, le dije que tuviera compasión de mí. Así, con la cruz en la mano, me quedé dormida».
Se despertó en la habitación donde se había cambiado de ropa. «Al saber que ya lo habían hecho, mi llanto fue desgarrador. Y lo peor de todo es que, mientras yo estaba así, mi novio estaba hablando por el móvil, como si fuera algo normal. Tenía todo tan controlado… que me pregunto si quizá no era su primera vez». Después de salir del centro abortista, «desapareció y no lo volví a ver. No le importó cómo me sentía, sólo quitarse al hijo de encima. Un día, me lo encontré, y me trató como si no hubiera pasado nada».
Una religiosa que «lloraba conmigo»
Ania, ya sola, empezó a caminar por las calles «como una zombie. No pensaba, no sentía nada. Sólo andaba. No era capaz ni de llegar a mi casa. Terminé yendo a un convento, donde conocía a la superiora. Me abracé a ella llorando, y le conté que acababa de abortar. Ella lloraba conmigo, y me dijo que sentía mi dolor, que Jesús me amaba y estaba conmigo. Cuando me tranquilicé, me explicó que tenía que confesarme en la catedral», porque el aborto era un pecado muy grave. «Ella misma me acompañó al día siguiente».
Desgraciadamente, no encontró el consuelo que estaba buscando. «El sacerdote no me dijo nada que me diese fuerzas o me inspirara, sólo Reza esta oración, ya estás perdonada. Pensé: ¿Para eso he tenido que venir a la catedral?» Aunque la joven sabía que Dios la había perdonado, «conmigo misma no estaba bien».
Durante cuatro años, «lo que hice fue intentar no pensar en el tema. Lo tapaba con otras cosas: con un montón de trabajo, con el alcohol, teniendo relaciones con chicos… Si veía un bebé me lo recordaba por un momento, pero enseguida desconectaba».
Ante la Virgen embarazada
Así fue tirando hasta 2012, cuando Ania decidió apuntarse a una peregrinación a Medjugorje. Durante uno de los viajes, «me sentí muy identificada con una mujer que dio testimonio sobre su aborto y lo mal que lo había pasado. Fue como si se me volviera a abrir la herida. Me eché a llorar, hablé con uno de los sacerdotes y con esta mujer, que me recomendó que cuando volviese a Madrid hablase con la gente de Proyecto Raquel», el itinerario que la Iglesia ofrece a las personas que sufren síndrome post-aborto.
Al final, también ella se sintió con fuerzas para coger el micrófono en el autobús y hablar de su experiencia, e incluso «del odio que había llegado a tener a Dios». Otro momento clave de este viaje fue la parada que hicieron en el monasterio de Iesu Communio, en La Aguilera: «Todo el mundo pasaba a orar sobre una imagen de la Virgen». Ella también se acercó, y «cuando llegué resultó que la imagen representaba a la Virgen embarazada. Me arrodillé ante ella y rompí a llorar por el dolor de saber que yo ya no tenía a mi hijo. En ese momento, sentí que alguien me acariciaba la cabeza y me decía: No te preocupes, que tu hijo está conmigo».
Dicen que no duele, pero sí
Al volver a Madrid, entró en Proyecto Raquel. Ahí, ha aprendido a reconocer la gravedad de la herida que llevaba dentro, y a ir superando el dolor. Ahora, puede hablar de ello y quiere hacerlo, aunque «cada vez que doy testimonio se me abre la herida». Lo hace para que otras mujeres que se encuentren en su misma situación «se den cuenta de que no están solas», y animarlas a que no aborten. «Cuando te dicen que no te va a doler, sólo te hablan de ti, no piensan en tu criatura. Pero lo que más duele es la herida psicológica».
En su situación, «es muy doloroso» cuando oye a la gente defender el aborto. «No se dan cuenta de lo que llevan dentro realmente, no saben que es una persona, que tiene espíritu y que de lo primero que se forma es su corazón. Lo ven como un objeto». Y, por supuesto, no aguanta que se hable de derecho al aborto. «Yo aborté porque no veía ninguna salida, era lo que se esperaba que hiciera. Nadie me dio ninguna información» sobre lo que iba a sufrir después, ni sobre las entidades que le ofrecían ayuda.
Ahora, Ania a veces colabora haciendo rescates en la puerta de un centro abortista. Y ha comprobado que hablar de derecho al aborto ha hecho que «las chicas aborten mucho más, a veces van como al supermercado. Lo tienen tan asumido que, cuando les ofreces ayuda, simplemente te dicen: Es que no quiero tener al niño. Otras no quieren, pero van obligadas por su padre o por su novio. La sociedad se lo toma como algo rutinario».
Artículo de María Martínez Lopez publicado por Alfa y Omega