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Si no eres humilde, no te conoces de verdad

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Centro de Estudios Católicos - publicado el 02/03/14

La humildad aporta la luz de la verdad, enseñando a reconocer el propio pecado sin caer en la desesperanza, asumiendo el camino de la reconciliación

Aquello que destaca la humildad es que para crecer en la perfección necesitamos conocernos. Precisamos aprender el “hábito” de estar al tanto de la verdad, que constituye un camino progresivo de renuncia a la ceguera y al engaño.

Es fundamental reconocer las propias limitaciones, permaneciendo a pie firme en las tribulaciones, perseverando hasta el final, pidiendo en oración el auxilio de Dios.

El combatiente necesita del Padre Amoroso que presta oídos a los humildes (Sal 101). El humilde “dobla las rodillas ante Dios” (Ef 3,14), mostrando fragilidad y pequeñez.

La humildad ayuda a mantenernos en la verdad, librándonos además de incontables errores. El que se tiene a sí mismo en menos o en más de lo que realmente es y puede, no es humilde, pues carece de la más adecuada percepción de quién es.

La humildad aporta la luz de la verdad, enseñando a reconocer el propio pecado sin caer en la desesperanza, asumiendo el camino de la reconciliación. Constituye algo sintomático que los santos sean los primeros en reconocerse como los mayores pecadores del mundo.

Evagrio Póntico había enseñado que “la raíz de todos los males es el orgullo, mientras que la causa de todos los bienes es la humildad”. En palabras sencillas, arranca las máscaras que impiden a la persona ver su propia realidad, distinguiendo la careta de la soberbia.

En su “Guía de Pecadores”, fray Luis de Granada afirmaba: «El principal fundamento de la humildad es el conocimiento de sí mismo; así la soberbia es la ignorancia de sí mismo»1. Fray Luis recomienda: «Mayor cuidado debes tener de mirar lo que te falta que lo que tienes y las virtudes que el otro tiene que las que tienes tú»2.

La soberbia, lo contrario a la humildad

Lo contrario a la humildad es la soberbia, que Juan Casiano denominaba «el primero de todos los vicios (entre los capitales)»3. El orgullo o soberbia constituye el mal más antiguo que acompaña al hombre; la vanidad está en la raíz de la primera caída, del pecado original.

La soberbia «es un espíritu terrible, el más salvaje de todos los precedentes. Combate sobre todo a los más dotados, y trata de derrocar principalmente a aquellos que han alcanzado el ápice de la virtud (…) Así, la soberbia no destruye solamente una parte del alma, sino el alma entera», afirmaba Casiano4.

Si la humildad es “andar en verdad”, la soberbia es caminar en la mentira, o la falsa percepción de uno mismo, la “hinchazón del espíritu”. San Agustín constata que la soberbia es el primer pecado que aleja al hombre de Dios: «El pecado es amor de sí mismo hasta el desprecio de Dios», insistía el obispo de Hipona5.

El altanero se atribuye a sí mismo sus grandes cualidades, olvidando al Dador. Es imagen de Dios, pero se transforma en ídolo. También padece de otro defecto: considera grandiosas las cosas que, a ojos de Dios y desde la perspectiva de la eternidad, no tienen valor trascendente, como, por ejemplo, los éxitos temporales y presuntuosos, y los encantos sensuales. Así confundido, vive tropezándose.

La soberbia constituye un serio desorden interior en la dirección del autoengaño. El soberbio vive en una irrealidad imprudente respecto a sus capacidades, cualidades, expectativas y relaciones con los demás.

En último caso la soberbia se explica por el misterio del mal, la fuerza oscura que rechaza todo llamado de Dios, hasta intentar equiparar o superar su omnipotencia: “¡Subiré sobre las alturas de las nubes; me haré semejante al Altísimo!” (Is 14,14). Fue el pecado que determinó la caída del Demonio.

San Pablo indica que el soberbio es poco capaz de realizar la siguiente reflexión:

«¿Qué tienes que no hayas recibido? Y si lo recibiste, ¿por qué te glorias como si nada recibieras?» (1Cor 4,7). Lo contrario a esta actitud es el abajamiento. «Si eres grande y honrado, y con todo eso te humillas, alcanzarás una muy rara y muy grande virtud», afirmaba fray Luis de Granada6.

Aquella falta de sentido de la realidad está muy bien definida por Santo Tomás, quien designaba a la soberbia como «la vana voluntad de elevarse por encima de lo que se es»7; añadiendo, «mientras que los vicios alejan de Dios, solamente el orgullo se opone a Dios»8.

El maestro dominico del siglo XVI Melchor Cano enlazaba la soberbia con la ambición: «El deseo de honores se denomina vanagloria; la excesiva confianza de sí mismo se llama presunción; las palabras grandiosas, jactancia; el contentamiento de sí mismo, vanidad y ufanía»9.

Luchar contra la soberbia cuesta; la mansedumbre puede significar incomprensión. «No es fácil (ser humilde) porque realmente te dan bofetadas», reconocía el Papa Francisco en una homilía. Sin embargo, el que se hace humilde, el que es magnánimo, «agranda el corazón»10.

¿Alguien puede estar libre de soberbia?

La soberbia ataca a todas las personas, aunque se arraigue particularmente en algunos. Podría mencionarse a quienes viven en el lujo desmedido. También los pusilánimes que temen el desprecio. El orgullo y la arrogancia se alimentan del hambre desordenada de alabanzas, de reconocimientos y de triunfos mundanos.

La soberbia asalta a los que se creen particularmente ingeniosos o cultivados, porque tienden a colocarse por encima de los demás. También están los caprichosos y engreídos, mal habituados a hacer su voluntad y satisfacer sus apetitos.

Podemos acudir a un juicio de E.J. Cuskelly: «La soberbia es la pretensión del hombre por una autonomía ilimitada. Es el repliegue sobre sí mismo dentro de su propio universo, haciendo uso de sus propios caprichos y deseos, la ley suprema de su universo. De esta forma se crea un concepto irreal de sí mismo; es el pecado de auto-justificación»11.

Reflexionando sobre el pasaje del Eclesiástico, «haz, hijo, tus obras con modestia, así serás amado por Dios. Cuanto más grande seas, más debes humillarte, y ante el Señor hallarás gracia» (Ecle 3,17-18), el beato Juan Pablo II aprovechaba para recordar que «el cristiano vive a “contracorriente” de la mentalidad que alienta las ambiciones mundanas, aunque signifique atropellar al prójimo»12.

En contraste, en el Reino de Dios «se premia la modestia y la humildad»13. Habiendo recorrido coherentemente el camino de la humildad, Jesucristo enseña: «Todo el que se ensalce, será humillado; y el que se humille, será ensalzado» (Lc 14,11).

La persona posee una sublime capacidad de hacer el bien con la ayuda de la gracia divina. Son maravillosos también los dones naturales de conocer, trabajar, crear y transformar la tierra. La magnanimidad conduce por la senda del coraje, de la nobleza que suscita las grandes obras.

Como destacaba Jean-Louis Brugues, la humildad aporta «una autoestima de lo que somos capaces de emprender. Por la magnanimidad nosotros damos la medida plena de lo que somos. Ella moviliza todos nuestros recursos»14.

A manera de conclusión podemos afirmar que la rebelión que vale la pena es aquella que renuncia a seguir las “reglas” de la soberbia y de la ambición desmedida, porque, aunque quizá traigan una satisfacción momentánea, hay que preguntarse… ¿a qué costo?


Por Alfredo Garland
Artículo publicado originalmente en el Centro de Estudios Católicos

Tags:
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