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El Greco, un místico con los pinceles

El Greco – es

© Public Domain

Enrique Chuvieco - publicado el 18/02/14

En el cuarto centenario de su muerte, España celebra a uno de sus grandes... ¡inmigrantes!

“Hombre de hábitos e ideas excéntricas, tremenda determinación, extraordinaria reticencia y extrema devoción”. Así definía a El Greco uno de sus contemporáneos. Era el 7 de abril de 1614 cuando moría a los 73 años en Toledo (España) Doménikos Theokópoulos (hasta 1619 no comenzamos a saber que le llamaban por su apodo, gracias a Mancini).

Con el genial pintor cretense, recorren el mismo cauce, aunque en distintas expresiones artísticas, un nutrido grupo de representantes de la mística española (santa Teresa, san Juan de la Cruz, san Juan de Ávila, san Pedro de Alcántara, Luis de Granada, san Ignacio de Loyola…), fundida, en ocasiones, y zaherida, en otras, por la Contrarreforma, esa posición casi en solitario española contra el cisma protestante.

Uno de los máximos exponentes de la corriente artística del manierismo cuando su genio explotó en España, el Greco había nacido en 1541 en Candía (actual Heraclión) en la isla de Creta, en aquel tiempo bajo el dominio veneciano. Pronto empezó su pasión por la pintura haciendo iconos. A los 22 años, ya ostentaba este oficio como “maestro Domenigo”.

Tras su paso por Venecia y Roma, donde consiguió encargos, contactos con el mundo artístico de ambas ciudades y algunos reconocimientos, recaló en Madrid a los 35 años, con la intención de trabajar en El Escorial, como había ocurrido con otros artistas italianos, llamados por Felipe II para decorar el monasterio, uno de los grandes iconos del catolicismo de la época para frenar la Reforma luterana.

Para aquella finalidad resultaron infructuosas las gestiones del cretense, no así las que alcanzó para trabajar en Toledo, donde se desplazó un año más tarde. Había llegado a la capital religiosa de España y una de las ciudades más pobladas de Europa que ya reunía en 1571 a más de 62.000 almas. Gracias a su amistad con distintos personajes importantes, enseguida consiguió sus primeros encargos para varias iglesias. Poco a poco fue creciendo su fama y se desquitó del ostracismo que sufrió en su desembarco en Madrid, al pintar varios años más tarde El Martirio de San Mauricio (1580-82) para El Escorial, encargo de Felipe II, que, según cuentan las crónicas, no gustó al monarca.

“Una extraña manera de pintar”

Aunque existe controversia entre los estudiosos sobre las motivaciones personales de El Greco, según la experta rusa Yelena Kaluguina, la práctica generalidad de los investigadores interpretan la obra de Doménikos dentro del humanismo cristiano, fruto de su vivencia espiritual y del clima religioso propio de la Contrarreforma en España. Atribuyen su estilo a la estética espiritual manierista que había adsorbido en Italia y que eleva a su máxima expresión en el contacto con la mística española en sus variadas expresiones.

Según Kaluguina “el origen de la interpretación mística de su obra está relacionado con su extraña manera de pintar, expresada en deformaciones, alargamientos desproporcionados y en la curvatura de las formas”. Siglos más tarde, algunos creyeron que estas características obedecían a un supuesto desequilibrio mental y a la singularidad de su percepción visual.

Más allá de estas interpretaciones, imposibles de demostrar, anudadas con la intuición popular relativa a “la locura de los genios”, el Greco aborda con dualismo sus lienzos en base a la temática de la obra a realizar: en los encargos naturalistas, se nos revela como un consumado maestro en la técnica del sistema figurativo del Renacimiento, mientras que cuando acometía temas religiosos se transformaba y su genio se desbordaba en ese lenguaje pictórico extraño para bastantes de sus coetáneos, no así para los eclesiásticos que le nutrían de trabajo.

Estas dos tendencias pictóricas se reúnen en su obra maestra, El entierro del Conde de Orgaz, pintado para la iglesia de Santo Tomé entre 1586 y 1588. “Aquí se hallan confrontados dos mundos –afirma Kaluguina-, el “terrestre” y el “celeste”, en reflejo del dualismo de la concepción del mundo propia al hombre del siglo XVI (…) En un plano horizontal, es estática, minuciosamente dibujada y pintada en densos tonos oscuros de matiz dorado. El mundo del más allá, plasmado en la parte superior del cuadro, parece una visión etérea, en constante transformación. Las formas incorpóreas, de contornos inacabados, están artificiosamente estiradas y presentadas en complicados escorzos que dan una impresión de movimiento incesante.”

La luz celestial

Estos dos mundos están unidos en un mismo plano y los elementos y personajes interactúan con sus miradas al cielo, la elevación del alma del conde por parte de un ángel o con las nubes curvándose hacia la tierra.

Según la autora rusa, “es una idea de gran importancia para la comprensión de las doctrinas místicas, porque los contemplativos aspiraban, aún en vida,  a alcanzar esta unión con Dios en  el amor. (…) El “mundo superior” del Entierro del conde de Orgaz puede compararse con la visión mística del Paraíso de  Santa Teresa.”

El estilo de El Greco en el tratamiento de la luz es lo que más le acerca a los místicos, como ocurre en su cuadro La Anunciación, como observa la estudiosa rusa: “El cuadro  parece envuelto en fuego. La luz celestial que envuelve a la Virgen se asemeja a una lluvia de llamas que inflama, con el Amor Divino, el alma de María, que, arrodillada, parece petrificada en el éxtasis. El arbusto de rosas ardiendo simboliza la unión del alma con el fuego Divino. Esta imagen puede compararse incluso con la famosa visión del ángel y la lanza de fuego de Santa Teresa, (…). Para describir la unión del alma con Dios, los místicos españoles utilizaban con frecuencia la metáfora del “fuego-llama”, de la luz y de los colores de brillo deslumbrante.”

Doménikos Theokópoulos encontró en España, y concretamente en Toledo, los cauces vitales para regalar su don al  mundo, porque conectó con el espíritu de la Contrarreforma en su afán más espiritualista y –aún siendo incomprendido- prendió su arte en eclesiásticos que le encargaron obras para mantener a su familia (tuvo un único hijo con Jerónima de las Cuevas, con quien no llegó a casarse).

Tenía 73 años cuando moría en la ciudad que encauzó su expresión creadora. Fue enterrado en Santo Domingo el Antiguo. Unos días después, Jorge Manuel, su hijo, inventarió los pocos bienes de su padre, incluyendo las obras terminadas y en ejecución que se hallaban en el taller.

A 400 años de su marcha, que se cumplirán el próximo abril, España lo vuelve a homenajear. Su vida, llena de orgullo e independencia, siempre tendió al afianzamiento de su particular y extraño estilo, evitando las imitaciones. Fray Hortensio Félix Paravicino, predicador y poeta del siglo XVII español, escribió de él, en un conocido soneto: “Creta le dio la vida, y los pinceles/Toledo mejor patria, donde empieza/a lograr con la muerte eternidades”.

Los actos programados del Cuarto Centenario se encuentran en http://www.elgreco2014.com/

Tags:
artecristianismoinmigrantes
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