Dos películas que proponen el ejemplo del perdón, antídoto de cualquier atisbo de rencor
El cine esta, por un lado, en la agenda generalista de los medios por la gala de los Goya la semana pasada; y por otro, en la más restrictiva agenda de la información religiosa por dos películas que cuentan historias del martirio de la persecución religiosa en España de los años treinta.
La primera, “Un Dios prohibido”, sobre los mártires claretianos de Barbastro, por haber obtenido el premio Bravo de Cine de la Conferencia Episcopal. La segunda, “Bajo un manto de estrellas” sobre los mártires dominicos de Almagro, que se ha estrenado, con gran éxito, el jueves pasado. Dos magníficas películas realizadas con reducidísimos costes que ni han tenido un euro de subvenciones ni, por su puesto, siquiera se las menciona en el hermético mundillo oficial del cine español.
En ese hermético mundillo, como muy bien ha escrito el crítico de cine Juan Orellana, “la Gala de los Goya ya se ha consolidado como un acto político de la gente del cine de izquierdas -los otros no cuentan- que aprovechan el micrófono y la servidumbre de la televisión pública, para reivindicar que la cultura es de izquierdas y para demonizar al que piense lo contrario”. Y es que, añade Orellana, “allí se habla poco de cine, menos de autocrítica, nada del sentido profundo del séptimo arte, y se celebra a lo grande el estamos encantados de habernos conocido”.
De la recién estrenada película “Bajo un manto de estrellas”, que ha contado con el asesoramiento de dos sabios sacerdotes, el también historiador Jorge López Teulón y el también periodista José Antonio Martínez Puche, se les puede decir lo mismo que el jurado de los Bravo han dicho de la película premiada este año “Un Dios prohibido”: que “evita fáciles maniqueísmos y propone una lectura de fe superadora de miradas ideológicas”.
Esas miradas que, pienso yo, hastían el oscurantista cine histórico español, que no se permite ni siquiera una toma donde brille la claridad del sol o donde alguien este contento, si narra historias ocurridas desde los años treinta a los ochenta.
De estas dos valientes, testimoniales, y desideologizadas películas que nos narran la heroicidad del martirio, antes que el drama; y proponen el ejemplo del perdón, antídoto de cualquier atisbo de rencor, vale la máxima elemental para saber si una película es buena: “lo es si al salir del cine uno recobra las ganas de ser mejor persona”.