La vida consiste en luchar siempre, siguiendo sus deseos, obedeciendo su voz
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Una persona comentaba de pasada algo que me llamó la atención: «Aquello que no me cuesta, no vale». Me dio qué pensar esta afirmación. ¿Lo que no nos cuesta no vale nada? ¿A los ojos de Dios no vale nada hacer algo que nos agrada? Me sorprendió.
Es cierto que en ocasiones se nos mete en el alma esa forma de pensar y nos convencemos de que sólo lo que nos cuesta es meritorio. Despreciamos así aquello que nos gusta, lo que nos agrada, lo que no nos exige nada. Nos parece que no tiene valor.
Tal vez lo hacemos así porque aplicamos nuestra propia experiencia. Pensamos que el amor más grande es el que es capaz de sacrificarse y renunciar. Vemos más meritoria una vida llena de esfuerzos, sufrida, sacrificada, que una vida aparentemente más fácil. Pensamos que el cielo del primero será mejor, de cinco estrellas.
Es verdad que el amor que se sacrifica y renuncia es grande, muy grande. Pero no es labor nuestra comparar amores y juzgar santidades.
Estamos siendo muy generosos cuando renunciamos y nos sacrificamos por amor, cuando damos la vida gota a gota por ese Dios que nos ama y por esas personas a las que amamos. Pero siempre y cuando lo hagamos obedeciendo a Dios, siguiendo sus pasos. Ese sí sacrificado es muy loable.
Pero también hay momentos de paz y de luz, en los que amamos y somos amados, en los que vivimos la vida con alegría disfrutando cada momento, cada conversación, cada risa. Sí, hay momentos de luz que son muy valiosos a los ojos de Dios.
Porque a Él le agrada todo lo que hago por amor, me cueste o no me cueste. Se conmueve ante la entrega diaria con alegría. Aunque a veces pensamos que el que más se esfuerza y sacrifica es el que más ama. Y si hay que elegir entre dos bienes elegimos el que más cuesta, porque pensamos que a Dios le gusta más.
El Dios de Jesús, ese Dios del que nos habla en las Bienaventuranzas, ese Dios al que seguimos y amamos, ese Dios que nos habla en el Sermón de la Montaña, es un Dios que se alegra con nuestra vida y quiere siempre nuestro bien.
Es el Dios que nos enseña a vivir y a disfrutar la vida, que nos hace alegrarnos en las pérdidas con las pequeñas ganancias y nos alegra la vida incluso en el dolor.
Tiene que ver con lo que decía una persona al referirse a la actitud que deberíamos tener en nuestra vida: «No llores por lo que perdiste, lucha por lo que te queda. No llores por lo que ha muerto, lucha por lo que ha nacido en ti. No llores por quien se ha marchado, lucha por quien está contigo. No llores por quien te odia, lucha por quien te quiere. No llores por tu pasado, lucha por tu presente. No llores por tu sufrimiento, lucha por tu felicidad. Con las cosas que a uno le suceden vamos aprendiendo que nada es imposible de solucionar, sólo sigue adelante».
Pero tenemos la tentación de vestir a Dios con nuestra forma de pensar. Lo maniatamos a nuestra manera y así no nos abrimos a la gracia de un Dios que es amor y se alegra con la entrega sencilla de sus hijos.
Dejamos de creer en un Dios que quiere nuestro bien, nuestra felicidad y plenitud y no desea que nos ahoguemos en las dificultades de la vida. No quiere que veamos toda nuestra vida como un muro infranqueable, como una batalla en la que nunca venceremos.
Al fin y al cabo el camino de la vida, aunque a veces no lo parezca, es más sencillo de lo que pensamos. Consiste en luchar por lo que nos queda, por lo que está vivo, por las personas con las que caminamos, por el presente y el futuro, por la felicidad que es una gracia. Luchar siempre, siguiendo sus deseos, obedeciendo su voz.