Con lo que está pasando en el país, ¿a qué tanta prisa por legalizarlo, pregunta monseñor PorrasPareciera que no existen serios problemas para mejorar la convivencia social, disminuir la conflictividad y violencia en el país, para dedicar esfuerzos a estar a la moda en nombre de la igualdad. Al parecer se torna prioritario discutir y aprobar una ley que equipare las uniones de personas del mismo sexo con las de la unión de un hombre y una mujer, en matrimonio y familia.
Mientras las estadísticas señalan una “desafección” por darle carácter legal, civil o religioso, a la unión estable de hombre y mujer; más aún, cuando se favorece de diversas maneras el “para qué casarse”, “con vivir juntos basta”, nuestros legisladores se enfrascan en aprobar una ley de “matrimonio igualitario” entre homosexuales y/o lesbianas.
Se argumenta, entre otras, que la Iglesia se opone a ello, por retrógrada y fuera del mundo contemporáneo. Pero no es así. Que los gobiernos legislen sobre todo lo que afecta la vida social, es un imperativo. Que se reglamente la prostitución o el consumo y venta de licor, no indica que se considera algo bueno, sino que es una realidad social que hay que canalizar para salvaguardar los derechos de todos. Que exista una reglamentación para las parejas que decidan convivir juntos, es conveniente, pues hay asuntos que tienen implicaciones jurídicas, como las propiedades u otro tipo de transacciones.
Pero equiparar el matrimonio entre un hombre y una mujer, con la unión de dos personas del mismo sexo, con los mismos derechos y obligaciones, es sacar las cosas de su justa medida. La igualdad no significa uniformidad. Si todos somos ciudadanos con iguales derechos y obligaciones, ¿por qué un diputado gana más y tiene mayores privilegios que la mayoría de la gente?
La Iglesia respeta, ayuda y acompaña con dignidad, cariño y misericordia a quienes optan libremente por convivir con otra persona del mismo sexo. No lo aplaude ni bendice, simple y llanamente, porque no ha lugar. Hombre y mujer son iguales en dignidad y derechos. Pero son distintos en su genética, afectos y sentimientos. Estamos hechos como humanos para “amarnos carnalmente” en la complementación de los sexos. Estamos hechos para “amarnos los unos a los otros”, en la amistad, la ayuda, el servicio, la colaboración. Esto es legítimo. Pero el amor fraterno, o entre padres e hijos, o entre hermanos, no se dignifica por el ejercicio de la “sexualidad copular”.
Muchos de los problemas de nuestros jóvenes tienen su raíz en la falta de hogar, en la ausencia al unísono de lo masculino (paternidad) y lo femenino (maternidad). Todo ser humano requiere para su crecimiento armónico del referente masculino y femenino para que su afectividad se desarrolle integralmente.
Más urgente y necesario es que los venezolanos podamos convivir sin matarnos, en que nuestras adolescentes no sean madres solteras, en que nuestros varones no crean que son más hombres porque conquistan y “montan” a una mujer; en que el cariño y respeto de padre y madre nos inculquen los valores y virtudes del amor sincero. Si nos preocupamos por los más pobres, ¿la aprobación del matrimonio igualitario, será un incentivo positivo para esas mayorías?
Seamos más sensatos y démosle a cada cosa su lugar e importancia; y que los legisladores oigan primero el clamor de las mayorías sufrientes que el de algunos grupos que gozan del privilegio de reclamar derechos que contradicen o están al margen de lo natural y auténtico. El amor verdadero de hombre y mujer, forjado en el dolor y el gozo, en la prosperidad y en la adversidad, en las buenas y en las malas, es el mejor camino para una Venezuela más fraterna y solidaria.
Mons. Baltazar Enrique Porras Cardozo, arzobispo de Mérida. Artículo publicado originalmente por Reporte Católico Laico