Se está pasando a considerarlo un acto libérrimo que merece respeto y, sobre todo, que le dejen a uno en pazEl otro día el ensayista y profesor universitario Antonio Escohotado, que tiene 73 años, decía que su vida ya estaba cumplida, y que en cinco años se planteaba quitársela. Esta mañana en Onda Cero, Fernando Sánchez Dragó no sólo ha compartido esta opinión, sino que ha sugerido que también él ha pensado últimamente suicidarse.
De hecho, ha añadido que cada uno haga con su vida lo que le dé la gana. Hemos pasado del aviso de suicidio como una muestra de dolor que pone en marcha gestos de ayuda hacia la persona que padece aislamiento, dolor físico o desesperación, a un acto libérrimo que merece respeto y, sobre todo, que nadie se inmiscuya, que le dejen a uno en paz.
La reflexión que suscitan ambas opiniones es que un ejercicio de libertad sin asideros, es una decisión encerrada en sí misma y profundamente egoísta. El suicidio premeditado es una propuesta individualista que pretende exigir, además, la insensibilidad de los otros, porque lo normal es que todo suicidio lleve aparejado el dolor de quienes aman a aquel que se quiere quitar la vida. Es decir, la libertad del suicida en potencia quiere ser tan descomunal que atenta contra ese instinto que llevamos todos dentro de ayudarnos en situación de necesidad.
Y estas cosas que se sueltan en los medios provocan cierta insensibilidad, nos acostumbran a entender el cuerpo social como una comunidad de individuos asilados, sin vínculos, sin proyectos en común, con una redefinición del “yo” como isla y de “lo propio” como estrictamente mío.
Por Javier Alonso Sandoica. Artículo publicado originalmente por Adiciones