La renuncia de Benedicto XVI y la capacidad de decisión
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En la vida nos enfrentamos a decisiones importantes. Tenemos que optar y elegir. En todo es lo prudente hacer la voluntad de Dios, porque es lo que le da sentido a la vida. Ante nosotros, se encuentran la vida y la muerte. Lo que decidimos es importante, y no siempre es fácil hacerlo bien.
Esta semana hemos cumplido un año de la renuncia de Benedicto XVI. Algunos han dicho que él afirmó: «Me lo dijo Dios». El Señor hizo crecer en su corazón «un deseo absoluto de permanecer a solas con Él, recogido en la oración». Dios guió sus pasos en la decisión más difícil de su vida.
No es fácil decidir. Menos aún cuando se juegan tantas cosas en una decisión, cuando tantas personas dependen de lo que decidamos. Decidir cuando parece obvio el camino resulta sencillo. Sin embargo, tomar decisiones cuando todo parece indicar lo contrario, es un salto de fe.
En la vida religiosa es también fácil caer en la masificación. Hace falta mucha madurez y autonomía, libertad interior y espíritu de Dios, para tomar decisiones arriesgadas. Decía el Padre José Kentenich: «Donde no hay decisión por uno mismo, donde no se da oportunidad para tomar decisiones por uno mismo, somos nosotros mismos la causa de todas las tendencias de masificación»[1]. Nos masificamos cuando no nos decidimos y simplemente nos dejamos llevar por la corriente, aunque esa corriente sea buena.
Día a día tenemos que tomar decisiones. Estamos ante la muerte o la vida. El camino que tenemos que seguir es el que Dios quiere, pero no sabemos muy bien si Él lo quiere o somos nosotros los que lo deseamos. Nos toca entonces elegir uno u otro.
Optamos incluso cuando no optamos, simplemente cuando dejamos pasar el tiempo y vuela nuestra oportunidad. Decía el Padre Kentenich: «Una de las notas más características del hombre actual es su falta de capacidad personal de decisión»[2].
Cuesta tomar decisiones. ¿Cómo decidimos? ¿Hablamos con Dios, le consultamos? ¿Decidimos de acuerdo a lo que más nos conviene? ¿O miramos el bien del otro, su felicidad?
A veces decidimos pensando que lo más difícil seguro que es lo que Dios quiere. No siempre coincide. Es difícil acertar.
Al mismo tiempo, una vez tomada la decisión, nos cuesta llevarla a la práctica. Es un acto de voluntad, del corazón que se compromete con la vida. Como decía el monje benedictino Menapace: «Nos cuesta mucho entender que la vida y el cómo vivirla depende de nosotros, depende sólo del cultivo de la voluntad. Si no me gusta la vida que tengo, deberé desarrollar las estrategias para cambiarla, pero está en mi voluntad el poder hacerlo».
De nosotros depende tomar las decisiones importantes y las que no importan tanto. Pero incluso ésas aparentemente poco trascendentes van marcando nuestro camino.
Seguir a Dios, escuchar su voluntad, obedecer sus deseos. Parece fácil. Es optar por la vida y dejar de lado la muerte. Para ello tenemos que mirar nuestro corazón, beber de la fuente que brota en el alma. Amar lo que Dios ama en nosotros. Amar nuestra voluntad sólo porque se corresponde como Dios quiere, como decía san Francisco de Sales: «Preocúpate de no amar la voluntad de Dios porque está de acuerdo con la tuya, sino por el contrario, ama la tuya solamente porque corresponde a la de Dios».
Amar su voluntad es el camino. Tenemos que detener los pasos y hacer silencio. Decía Eloy Sánchez Rosillo: «Mira dentro de ti, con esperanza, sin melancolía. No conoce la muerte la luz del corazón. Contigo vivirá mientras tú seas: no en el recuerdo, sino en tu presente, en el día continuo del sueño de tu vida». Amar al Dios que habita en lo profundo del alma. A veces el camino que nos marca no coincidirá con nuestros deseos. Pero Dios hará que amemos lo que Él ama. Así se despierta la capacidad de ver lo bueno de la vida, de apreciar la belleza en medio del polvo y la alegría en momentos de dolor.