… también le gusta a DiosHay cosas que no me cuestan nada, que las hago con alegría, sin esfuerzo, sin tener que renunciar, pero creo que es imposible que no valgan para Dios. El amor que tengo, y que me desborda muchas veces, le agrada a Dios, eso seguro.
Es ese amor que me lleva a buscarle en la vida, en el mundo, en los sueños, en las personas. Ese amor que es fuego y paz, viento y marea, calma infinita y brisa. Ese amor que no me deja indiferente porque el amor no es una paz mortecina, sino más bien las aguas de un río que llevan al mar, un torrente de montaña, un río en crecida.
Es el amor que se hace cotidiano y sorpresivo, silencioso y lleno de música. Es el amor que surge al pasar un buen rato con personas queridas, al reírnos sin pausa de cualquier cosa, a carcajadas, al soñar con las cumbres no conformándonos con lo de siempre, a descender a los valles buscando el reposo del alma. Es un amor que agrada a Dios, eso seguro, aunque parezca que no nos cuesta.
Pensaba en los niños pequeños. Esos niños que ríen y aman, viven y desean. Muchas cosas las hacen con alegría, no les cuestan, y seguro que a sus padres les parecen fascinantes y les alegra que sus hijos estén felices haciéndolas.
También se alegran sus padres cuando se esfuerzan por algo, por supuesto, cuando luchan hasta el cansancio por lograr algo importante. Claro, el esfuerzo es digno de elogio. Sin embargo, en esas tareas hechas sin esfuerzo, ven los padres a su hijo disfrutar de la vida y se conmueven y aumenta su amor y el corazón se alegra.
Si así nos comportamos los hombres, que somos pobres y limitados, ¿cómo será entonces el amor de Dios Padre? Lo que no nos cuesta le conmueve. También se alegrará con nuestra lucha diaria, con nuestros esfuerzos por trepar alturas, con nuestras fatigas por alcanzar lo que soñamos. Pero seguro que disfruta mucho cuando hacemos con placer lo que nos agrada, cuando vivimos la vida con una sonrisa y amamos.