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El inicio del camino: ¿Vienes conmigo?

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Carlos Padilla Esteban - publicado el 26/01/14

Uno intuye cuál es su misión, su sueño, su estilo de darse y, de repente, comienza el camino

El camino de Jesús comienza con la invitación a la conversión y con la sanación de enfermedades y dolencias: «Entonces comenzó Jesús a predicar diciendo: – Convertíos, porque está cerca el reino de los cielos. Recorría toda Galilea, enseñando en las sinagogas y proclamando el Evangelio del Reino, curando las enfermedades y dolencias del pueblo». Mateo 4, 12-23.

Cuenta cómo empezó Jesús su vida pública. 30 años sin saber nada, oculto en Nazaret. Siempre es una aventura comenzar a caminar. Sacar por fin todo lo que está en el alma. Uno intuye cuál es su misión, su sueño, su estilo de darse y, de repente, comienza el camino. Comienza a desplegar hacia fuera lo que hasta ahora sólo estaba en su corazón.

Jesús tendría, como todos cuando empezamos algo, mucha ilusión de darse, de realizar la misión para la que había venido al mundo. También tendría la incertidumbre. No sabía cómo iba a ser, qué pasaría. Comenzó profundamente atado al Padre.

En pocas líneas, sin muchos detalles, el Evangelio nos cuenta dónde vivía Jesús, lo que hacía durante el día y cómo llamó a algunos a seguirle. Son sus comienzos. Lo cuenta muy sencillamente, como para situarnos. Recorría Galilea. Dejó Nazaret y se fue a la ciudad más cercana, a la orilla del lago Tiberíades.

Para Él sería muy familiar el paisaje de las barcas y la pesca, el lago y los pescadores. Era lo más cotidiano. Se trataba de su lugar para rezar, la montaña, el lago. Es bonito saber dónde vivía y dónde comenzó a dar sus primeros pasos. Jesús quería estar en la vida, en medio de los hombres. Dejó su lugar de infancia y comenzó en un nuevo lugar. María lo seguiría de cerca.

Jesús pasa en medio de los hombres, en medio de la cotidianeidad de su vida, en el trabajo, en sus problemas. Pasa predicando, curando, haciendo el bien. Con Él comienza el Reino de Dios entre los hombres. Y el signo visible para reconocer su presencia es la curación de enfermedades y dolencias.

Decía el Papa Francisco: «Un corazón misionero sabe de esos límites y se hace ‘débil con los débiles, todo para todos’ (1 Co 9,22). Nunca se encierra, nunca se repliega en sus seguridades, nunca opta por la rigidez autodefensiva. No renuncia al bien posible, aunque corra el riesgo de mancharse con el barro del camino».

Sí, Jesús viene a calmar el sufrimiento del alma. El sufrimiento más oculto y el reconocido. Se involucra con los hombres. Le importan sus vidas, su dolor, sus sufrimientos. Corre el riesgo de mancharse con el barro del camino. No se queda escondido, protegido, seguro. No, se expone. Es la misión de Jesús, es nuestra misma misión, seguir sus pasos.

La vocación de los primeros apóstoles siempre nos conmueve. «Pasando junto al lago de Galilea, vio a dos hermanos, a Simón, al que llaman Pedro, y a Andrés, su hermano, que estaban echando el copo en el lago, pues eran pescadores. Les dijo: -Venid y seguidme, y os haré pescadores de hombres. Inmediatamente dejaron las redes y lo siguieron. Y, pasando adelante, vio a otros dos hermanos, a Santiago, hijo de Zebedeo, y a Juan, que estaban en la barca repasando las redes con Zebedeo, su padre. Jesús los llamó también. Inmediatamente dejaron la barca y a su padre y lo siguieron».

Jesús no quiere estar solo. Quiere compartir su misión, formar una comunidad, caminar con ellos. Los necesita y llama a algunos. Son los que van a acompañarle toda la vida. ¿Por qué los elige a ellos? Son dos parejas de hermanos. Los cuatro primeros.

En Lucas dice que se pasó toda la noche orando antes de elegirlos. Era un momento importante en su vida y necesitaba hablarlo con su Padre. De la montaña al lago, así era su vida en su comienzo.

Mateo nos dice que Jesús los vio. Siempre es Dios quien nos ve primero. Pasamos la vida queriendo encontrarnos con el Señor en nuestra vida. Nos gustaría verle acercarse a nuestra vida, tocar nuestra barca, invitarnos a seguir sus pasos. Jesús sólo pide lo que podemos dar. A los apóstoles les pide seguir pescando. Les invita a seguir haciendo lo que ya hacen.

Jesús viene a los discípulos, a su vida, a su mundo. Va hasta nuestro rincón, a nuestra vida cotidiana, a nuestro trabajo. Se acerca y nos mira. ¿Qué vería en ellos? Es un misterio. ¿Qué ve en nosotros? Seguramente vio su sencillez, su verdad. Eran sólo pescadores que no sabían nada de leyes. No hablarían especialmente bien, ni serían quizás tan religiosos. Pero Dios se fija en su corazón sencillo y pobre.

Mira a aquel que cumple su trabajo fielmente. Ese trabajo pequeño y necesario. Mira al que no se cree nadie especial y está abierto, porque no cree que lo sepa todo. Se acercó y los miró. Estaban pescando. En su barca. Estaban en medio de su vida, de lo que hacían todos los días.

Jesús llega así en lo cotidiano, en la normalidad del día a día. No lo esperaban, no lo buscaban en ese momento. No es lo mismo que el relato de Juan en el que Andrés y Juan buscaban al Maestro para saber dónde vivía. Aquí es diferente. Estaban pescando y Cristo irrumpe. Se hace parte de sus vidas. Y les abre horizontes nuevos.

Jesús les llama a un mar más grande, a una pesca más profunda. Les llama a seguirle y dejar atrás sus miedos. Les pide que vayan tras sus pasos, con Él, sin explicarles hacia dónde. Les cambia el fin de su pesca, les amplía los horizontes. Les muestra que su vida y su misión pueden ser mucho más grandes.

¿Qué entendieron los discípulos aquella tarde? ¿Qué vislumbraron en medio de la oscuridad de la llamada? ¿Cómo llegaron a fiarse? No les da un programa de lo que van a hacer, de qué van a vivir. No les cuenta en qué va a consistir su vida a partir de ahora. Sólo les dice que le sigan. Que estén con Él.

Es la llamada que nos hace Jesús a cada uno de nosotros. Nos mira en nuestra vida, se acerca a lo más cotidiano y rutinario, a lo diario, a nuestro lago.

Y ahí nos pregunta si queremos estar con Él. Nos promete que le dará sentido a todo, que nuestra vida tendrá más profundidad. Sencillamente pregunta: «¿Me sigues?» Quiere que vayamos con Él, y nos hará pescadores de hombres.

Ese «venid conmigo» es la clave. Ellos se fiaron. Se lanzaron sin mucha lógica, porque confiaban en Él.

Hay personas que nos dan confianza, que tienen algo que cuando nos piden cualquier cosa nos fiamos a ciegas, sin preguntar. Sin hacer cálculos. La confianza y el fiarse es la mejor manera de empezar a recorrer cualquier camino.

¡Cuánto desconfiamos de los otros, de las propuestas de los demás! Sospechamos de sus intenciones y del interés que persiguen. Nos cuesta pensar que alguien nos pueda mirar con un corazón limpio, nos cuesta creer en la inocencia. Nos cuesta confiar. Nos reservamos algo, por si acaso.

Impresiona que estos cuatro hermanos dejaran sus redes inmediatamente y le siguieran. Es la verdadera vocación. Jesús, el Mesías, quería que ellos, que no sabían nada, estuvieran con Él. Jesús creía en ellos, en sus capacidades, en sus fuerzas, más que ellos mismos. Se fiaba de su fidelidad, de su inocencia. ¿Hay alguien en mi vida que me mire de esta forma? ¿Alguien que confíe tanto en mí?

¿Yo estaría dispuesto a hacer cualquier cosa que esa persona me pidiera? ¿Miro yo a alguien con esa misma confianza? ¿En quién pongo mi confianza? Los discípulos vieron en Jesús esa autoridad y se fiaron y su vida cambió para siempre.

Cuando escuchamos que los discípulos lo dejaron todo inmediatamente nos conmovemos. Nos sorprende la prontitud, la inmediatez de la respuesta. ¿Seríamos nosotros capaces de dejarlo todo? ¿Estaríamos dispuestos a renunciar a nuestros hábitos, a nuestros gustos, para seguir sus pasos? Surgen las dudas. Nos hemos acomodado. Nos da miedo arriesgar y perder. No estamos tan convencidos de la victoria final.

Decía el Papa Francisco en la Exhortación apostólica: «Es la conciencia de derrota la que nos convierte en pesimistas quejosos y desencantados con cara de vinagre. Nadie puede emprender una lucha si de antemano no confía plenamente en el triunfo».

El fundamento de nuestra misión es la unión con Cristo. Eso es lo que nos hace confiar en la victoria final. Jesús nos recuerda que cada día se acerca a nosotros, a ese lugar donde estamos, nos ve, nos llama, nos pide que vivamos con Él. Su llamada siempre implica dejar nuestras redes cuando le seguimos. Cada uno sabe qué redes. No quiere decir que nuestra vida, la de todos, tenga que cambiar hacia fuera. Quizás en algo.

A lo mejor ese «ven conmigo» para mí es vivir internamente pegado a Él y despegado de otras redes que me atan. Miedos, complejos, egoísmos, quejas, mediocridad, falta de amor, de alegría. Redes cargadas de indiferencia, de bienes materiales, de seguridades. ¿Qué red es la que tengo que dejar para seguir a Jesús?

Jesús nos invita a vivir con Él, a caminar a su lado. Eso es lo que Jesús les pide a los discípulos. Les pide que den el primer paso. El resto no lo sabían. Jesus está con nosotros, y por eso es posible anunciar, salir, ponernos en camino y llegar al lugar al que nos invita a ir. Con Él ardían sus corazones, con Él nuestro corazón cambia.

El Padre José Kentenich nos decía: «Que cada día sea para ustedes una brasa ardiente que queme todo lo mundano y mediocre que hay en el alma y desarrolle todo lo eterno y divino para ser de este modo una llama ardiente»[1].

Quisiéramos vivir nuestra relación con el Señor como expresa la oración de esta persona: «Señor de mis miedos y mis sueños. El dueño de mi camino. El hacedor de mis pasos. Señor, a veces esquivo, a veces paciente. A mi puerta. Esperando. Dame la luz de tus ojos, la paz de tu risa fácil. El fuego que arde en tu alma. Dame ser manso y humilde. Dame ser capaz del cielo. Trepador de las alturas. Déjame acariciar tus vientos. Entonar tus melodías. Déjame ser el agua que calme tantos incendios. La sombra que dé paz a los sedientos. Déjame andar descalzo. Desnudo de tantos derechos. Vacío de mis prejuicios. Libre de mis pretensiones. Déjame ser tuyo siempre, mi Señor». El camino lo recorremos a su lado, confiando.

Jesús les dice a los discípulos que su vida será más grande y eso les apasiona. Les hará pescadores de hombres. ¿Por qué no les propuso el Señor algo más concreto? ¿Qué significaba pescar hombres? Lo siguieron, se fiaron, lo dejaron todo.

Dejaron la barca y las redes. Era lo que ellos dominaban. Dejaron el mar, ese lago inmenso y enigmático. Se aventuraron en la profundidad de la tierra. El mundo es vasto y su misión era grande, tal vez demasiado grande para sus fuerzas.

Ellos sabían pescar peces. Conocían el mar y sus leyes. Sabían de la noche porque muchas noches habían estado bregando con las aguas. Conocían los cielos y sabían cuándo llegaba la tormenta. Sabían hacer silencio para que no se alterara la paz de la noche y de la pesca. Sí, conocían su oficio.

Pero ahora el Señor les pedía abandonar todo lo que conocían. Como si tuvieran que volver a comenzar. ¡Qué difícil! Normalmente pensamos que Dios va a utilizar siempre nuestros conocimientos. Pero ahora, la pesca de la que habla el Señor es otra. Pescar hombres se hace sin barca y sin redes. Extraña pesca. Utilizará, eso sí, la paciencia que tenían para saber esperar la pesca cada día, su perseverancia, su fe. Y esa pasión por la meta que encendía sus ojos.

Jesús les pide vivir con Él y ellos dicen que sí, que están dispuestos. Dejan sus redes y lo siguen. El seguimiento implica un camino. Jesús es el caminante, el peregrino. Ellos le siguen, allí donde Él vaya.

Pienso en los que se han consagrado a Dios, han cambiado su vida radicalmente, su pesca, y lo han dejado todo por una llamada más fuerte. Han comenzado a seguir a Jesús para ser sus manos y sus pies.

Son aquellos que renuncian al anhelo de formar una familia para estar a solas con Jesús, renuncian al derecho de tener una vida propia para servir otras vidas de forma desinteresada y pescar hombres.

Hacen falta muchos hombres que quieran ser pescadores de hombres, servir a otros, partirse como Cristo. Son aquellos que no se reservan nada.

Tenemos que rezar por todos los consagrados, por su fidelidad, para que esa primera llamada la guarden en su corazón para siempre y para que otros muchos se unan si es ése su camino.

Pienso no sólo en ellos, sino en todos. Porque, sea cual sea nuestra vocación, hay algo muy verdadero en esta primera llamada tan sencilla: «Ven conmigo», y en la respuesta, tan fuerte: «Lo dejaron todo».

Es importante renovar este sí cada día y acordarnos de que Dios nos ha elegido para pescar hombres. Nos ha llamado por nuestro nombre como nos recuerda el Papa Francisco: «Dios siempre habla personalmente, por el nombre, nunca a las masas».

Con Él no tenemos nada que temer. A su lado podemos ganar hombres para Dios. Porque pescar hombres para Dios es fascinante.

Se trata de ser pacientes y misericordiosos, de aguardar en sus vidas a que abran a Dios su corazón. Se trata de poder calmar sus heridas y sanar esas almas que sufren. Y lo hacemos desde nuestro lugar, desde nuestra barca. Desde el corazón de Dios porque ahí es donde Él nos hace capaces para amar, para dar la vida.

Podremos así dar de beber a los sedientos y de comer a los que sufren hambre con nuestras manos débiles. A su lado los caminos se harán cortos y la mies abundante dejará de ser inabarcable. A su lado lo imposible será posible y la vida se llenará de luz aunque sea de noche.


[1] J. Kentenich, Cartas del Carmelo, 1942

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