Jesús de Nazaret es el personaje más estudiado de la Historia, tanto por cristianos como por no cristianosJuan Arias, un veterano periodista español afincado en Brasil, manifestaba recientemente que muy poco o nada sabemos de Jesucristo: “¿De la verdad histórica de Jesús? ¿Y la Iglesia? Muy poco, casi nada. No sabemos dónde y cuándo nació” (El País, 18 dic. 2013). En este sentido Arias se desliza en un equívoco. Ciertamente el Señor Jesús constituye el personaje más estudiado en la historia, tanto por cristianos, como por personas ajenas a la fe que se inició hace más de dos milenios con la Encarnación-Reconciliación del Hijo de Dios en una aldehuela vecina a Jerusalén.
Según los relatos evangélicos, Jesús de Nazaret nació “en los días del rey Herodes” (Mt 2,1; Lc 1,5.26). Ahora bien, Herodes I el Grande murió en el año 750 de la fundación de Roma, es decir, unos cuatro o cinco años antes de la Era Cristiana, ya que el cómputo establecido en el siglo V por Dionisio el Exiguo sobre la Natividad del Señor tiene un error inicial de al menos cuatro años.
Jesús vio la luz en Belén de Judea, en hebreo “casa del pan”, una aldea situada a unos 9 km al sur de Jerusalén. La ciudad tiene gran significado al constituirse en el lugar de nacimiento de Jesús de Nazaret, según los evangelios de Lucas y Mateo. En el año 150, San Justino Mártir menciona que el nacimiento del Salvador tuvo lugar en una cueva cercana a la villa de Belén (Diálogos, L. 28).
Los documentos históricos que se refieren a la vida y obra de Cristo pueden dividirse en tres clases: fuentes paganas, fuentes judías y fuentes cristianas. Primeramente están las romanas, que si bien son escasas y están contaminadas por los prejuicios, irónicamente las hace especialmente confiables porque no representaban intereses cristianos.
El campo en donde se desarrolla la historia de los Evangelios fue la remota Galilea, región habitada por el Pueblo Hebreo. Los judíos eran percibidos como una raza supersticiosa, si damos crédito al historiador Horacio (Credat Judoeus Apella, I, Sat., v, 100). Uno de los primeras referencias a Jesucristo viene de Cornelio Tácito (c. 55 – 120) historiador y gobernador en Asia, donde escuchó de los cristianos.
Tácito se refiere a los “cristianos”, o “Chrestiani”, en su obra “Annales”: “Este nombre (de Cristianos) les viene de Cristo, a quien, en el reinado de Tiberio, el procurador Poncio Pilato había condenado a muerte; reprimida de momento esta detestable superstición retoñaba otra vez, no solamente en Judea, donde el mal tuvo su origen, sino también, en Roma, adonde afluye todo cuanto hay de horrible y vergonzoso, y encuentra numerosa clientela” (Annales, T. III, Lib. XV, p. 44).
El historiador romano confunde a los cristianos con los judíos. Asimismo asume la postura “oficial” que significaba manifestar un serio prejuicio hacia la naciente Iglesia. De los juicios de Tácito puede inferirse que había investigado escasamente sobre la verdad histórica acerca de judíos y cristianos. A pesar de los prejuicios, el mérito de Tácito está en aportar noticias cruciales sobre la existencia histórica del Señor Jesús. Habla de la existencia de cristianos en Roma, ejecutados por Nerón, y de Cristo, muerto en Judea bajo Tiberio por orden del procurador Poncio Pilato.
Otro historiador romano fue Caius Suetonius Tranquillus (69-140) quien escribió sus obras en la época del Emperador Trajano, especialmente su “De vita Caesarum” del año 121. Suetonio alude al cristianismo y a su fundador cuando trata del Emperador Claudio (41-54). Suetonio consideraba a Cristo (Chrestus) como un insurgente que incitó sediciones en la misma Roma. Tiene valor en cuanto nombra a Jesucristo, aunque se equivoca porque el Señor Jesús nunca salió de Palestina. “(Claudio) -afirma Suetonio- expulsó de Roma a los judíos que eran causa permanente de desórdenes bajo Chrestus (…) Se infligieron suplicios a los cristianos, gente entregada a una superstición nueva y maléfica” (Vita Claudii, n. 25 y Vita Neronis, n. 16).
De gran importancia es la carta de Plinio el Joven al Emperador Trajano. Nativo de Como (Novum Comun), Plinio era un personaje reposado y reflexivo. Nada más ajeno al carácter de este aristocrático abogado que la resolución de violencia. Por su educación y temperamento estaba apegado a las tradiciones ancestrales romanas.
Plinio fue nombrado gobernador de Bitinia-Pontus, provincia ubicada en Asia Menor, donde fue acosado por comerciantes locales que acusaban a los cristianos de negarse a sacrificar a los dioses. Estos adquirían los animales ofrecidos en sacrificio para revenderlos, obteniendo una pingüe ganancia. Al disminuir el número de holocaustos, vieron reducirse sus ingresos. Plinio, que solamente conocía de oídas a los cristianos, a pesar de haber investigado sus ritos, informó al emperador Trajano que eran personas inofensivas. Pertenecían a una “superstición”, a un culto extranjero. Sus miembros eran pacíficos y prometían bajo juramento abstenerse del fraude, del hurto y del adulterio.
Los siguientes pasos del gobernador tipificaron el proceder de innumerables autoridades romanas. Cediendo a sus propios prejuicios, a las presiones del populacho, y a una norma imprecisa en el Derecho Romano, que penaba a las personas por el solo hecho de ser “cristianos”, decidió reprimir a aquellos que reconocían su pertenencia a la Iglesia.
Le corresponde a Plinio mencionar de manera oficial, por primera vez, al cristianismo como una institución de carácter individual, diferenciada de la sinagoga judía. Mediante su escrito del año 112 dirigido al Emperador, buscaba su aprobación para las acciones que había tomado contra los cristianos.
Plinio escribió: “Afirmaban (los cristianos), sin embargo, que toda su culpa, o error consistía en que tenían el hábito de reunirse en cierto día fijo antes que amaneciera, y que allí cantaban en versos alternados un himno a Cristo como a un Dios, y que se sometían a un juramento solemne, y no a hechos malvados de ninguna clase, sino más bien nunca cometer fraude, robo, adulterio, a nunca falsear su palabra, ni a negar algo que les hubiera confiado cuando fueran llamados a dar cuenta de ello” (Plinii Secundi Epistolarum, lib. X, p. 96).
El primer escritor no cristiano que hace referencia a Jesucristo es Flavio Josefo, un ciudadano hebreo nacido en Jerusalén en el año 37 D.C. y en diversos momentos militante esenio y fariseo. Al iniciarse la guerra contra Roma organizó la administración y la defensa de Galilea, pero tuvo que capitular en el año 67, siendo conducido ante Vespasiano, quien le concedió el perdón al predecir Josefo que éste se convertiría en emperador de Roma. Cumplida la profecía, Josefo se instaló en la capital imperial, donde gozó del beneficio de una pensión. Escribió en lengua griega “La guerra de los judíos” y las “Antigüedades Judías”.
En las “Antigüedades Judías” Flavio Josefo hace alusión a dos personajes de la historia evangélica: Juan el Bautista y Santiago “hermano del Señor”, muerto en el año 62 por las intrigas del sacerdote judío Anás. Siendo cierta la autenticidad de estos textos, no hay duda que Josefo conoció al menos la existencia del cristianismo primitivo y sus líneas más salientes.
Josefo narra la muerte de Santiago: “Anás reunió al sanedrín de los jueces e hizo comparecer entre ellos a Santiago, el hermano de Jesús, llamado el Cristo, así como a algunos otros; los acusó de haber violado la ley y los entregó a la lapidación” (Plinii Secundi Epistolarum, lib. X, p. 96). No hay razón, sin embargo, para suponer que las palabras “llamado Cristo” hayan sido añadidas por algún copista cristiano.
En otro pasaje de las “Antigüedades” cita con más precisión al Señor Jesús, aunque su autenticidad haya sido discutida. Como argumento favorable al texto es probable por antecedente que un escritor tan bien informado como Josefo debe haber tenido una familiaridad con la doctrina y la historia de Jesús: “Por este tiempo apareció Jesús, un hombre sabio (si es que es correcto llamarlo hombre, ya que fue un hacedor de milagros impactantes, un maestro para los hombres que reciben la verdad con gozo), y atrajo hacia Él a muchos judíos (muchos griegos además. Era el Cristo). Y cuando Pilatos, frente a la denuncia de aquellos que son los principales entre nosotros, lo había condenado a la Cruz, aquellos que lo habían amado primero no abandonaron (ya que se les apareció vivo nuevamente al tercer día, habiendo predicho esto y otras tantas maravillas sobre Él los santos profetas) La tribu de los cristianos llamados así por El no han cesado hasta este día” (Antigüedades, L. XVIII, t. 3).
Entre los libros del Nuevo Testamento, los que tienen especial importancia con respecto a la vida de Jesús son los cuatro Evangelios y las Cartas de San Pablo. Las Epístolas Paulinas (como Romanos, Gálatas, y Primera y Segunda Carta a los Corintios) no serán jamás sobre-estimadas por los que estudian la vida de Cristo. Han sido llamadas a veces el “quinto evangelio”. Su antigüedad es mayor que los Evangelios, al menos que la mayoría de ellos. Las palabras de San Pablo son de gran valor porque constituyen el testimonio de un escritor altamente intelectual y culto, que había sido uno de los mayores enemigos de Jesús, y que escribe dentro de los 25 años posteriores a los hechos que relata.
Hay, en efecto, en la vida de San Pablo -tal como nos es contada en los Hechos de los Apóstoles-, dos hechos cuya fecha puede establecerse con toda exactitud, pues son sincrónicos con dos acontecimientos de la historia profana. Estos dos puntos determinados son el encuentro de San Pablo con el procónsul Lucio Junio Gallión, hermano mayor de Séneca (Hechos, 18, 2), y la llegada de Festo como procurador de Judea durante la cautividad de San Pablo (Hechos, 24, 27). La fecha del encuentro de Pablo con Gallión puede ser fijada a fines del año 51 o a principios del 52, gracias a una inscripción descubierta en Delfos, publicada en 1905, y cuya importancia documental es universal y claramente reconocida. El arribo de Festo como procurador de Judea ocurrió probablemente en el año 59 o 60. Estos dos hechos permiten fechar en el 51-52 las primeras epístolas de San Pablo que se nos presentan de esta manera como las fuentes más antiguas de la historia de Jesús.
Junto con las epístolas de San Pablo, la principal fuente de nuestro conocimiento de Jesucristo son, en efecto, los Evangelios, que los antiguos Padres griegos llamaban por esta razón el “Evangelio tetramorfo”, es decir, la Palabra de Dios, la Palabra de la Salvación, la buena nueva, primero anunciada por Cristo, después transmitida oralmente por los Apóstoles y, en fin, escrita en cuatro formas, según Mateo, Marcos, Lucas y Juan.
Estas cuatro narraciones no son las únicas compuestas. Lucas nos dice que varios, antes que él, habían emprendido la tarea de componer una narración de los hechos realizados por Jesús (Luc, 1, 1). Sin embargo los cuatro Evangelios constituyen las únicas narraciones canónicamente conservadas por la Iglesia. No son, hablando con propiedad, biografías de Cristo en el sentido riguroso y moderno de la palabra, sino más bien sumarios de la predicación primitiva, destinados a recordar o a enseñar lo que el Señor Jesús había hecho o dicho para la salvación del mundo. Sin embargo recogen innumerables testimonios directos, emanados de testigos bastante cercanos a los acontecimientos para que su afirmación sea científicamente admisible. Considerándose el texto mismo, los Evangelios son dignos del mayor crédito.
Artículo publicado originalmente por Centro de Estudios Católicos