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¿Cuánto rezo? ¿Un padrenuestro y ya?

© Julian KUMAR / GODONG

Juan Ávila Estrada - publicado el 22/01/14

Hay un tiempo que debe ser para Dios si queremos que nuestra vida se transfigure

Nuestro sueño es crecer, madurar, transformar la vida. Quienes saben que la vida humana es un continuo desarrollar y ser mejores, no se contenta ni acepta jamás ser siempre igual, a eso no nos ha llamado Dios.

El mayor de los retos humanos es poder “transfigurar” la vida del modo como lo hizo Jesús. Pero esa transformación no fue  solo resultado o expresión  de su condición divina sino además fruto del enorme poder de la oración que incluyó en su vida como elemento revolucionario  de la existencia. Los cambios en la vida, debemos entenderlo, no derivan solo de la buena voluntad o del continuo ejercicio del cultivo de las virtudes, los verdaderos cambios son una obra del alfarero del cielo.

Con esto podemos descubrir, inicialmente, que la oración no está hecha para cambiar a Dios sino para cambiarnos a nosotros mismos. Ella no se integra a la espiritualidad como un recurso de apelación o Dios sino como un “modus vivendi”, una forma de ser, de actuar, de vivir.

La maestría de Jesús, su excelencia en la oración.

Es interesante leer en el Evangelio cómo Jesús en el desierto, por la oración vence y, en la montaña por la oración se transforma. Todos los seres humanos, como Jesús, tenemos las herramientas otorgadas por el mismo Dios  con  las cuales  nos ayuda a rehacer nuestra vida, pero es necesario empezar a utilizarlas del modo correcto y para lo que realmente sirven.

Quien quiera que su vida se transforme debe ser una persona de oración. Si lo hiciéramos  con la misma intensidad que Jesús lo hizo, nuestra vida sería diferente. Quien ora, hasta en el rostro se le nota, lo mismo que quien no. El rostro y la sonrisa se vuelven luminosos; los que son de Dios su sola sonrisa ilumina la vida.

Las acciones de una orante, su mirada, tienen un poder transformador y empiezan a brillar con una luz que no le es propia sino  que procede  de Jesús. Del mismo modo que la luna refleja la luz del sol, el que es De Cristo irradia su gozo.

¿Cuánto tiempo hay que orar?  Creo necesario recordar  aquella palabra que en distintas ocasiones aparece en la Sagrada Escritura: diezmo. Ésta,  que la  hemos reducido a un significado  puramente material, económico, nos indica también lo que significa otorgarle “tiempo” al Señor del tiempo. El significado inicial de la palabra diezmo es “décima parte”; visto así, si un día tiene  24 horas, nuestro  tiempo de oración mínimo deberá ser  de 2 horas 40 minutos.

El día está distribuido de una manera tal que, en principio, hay ocho horas para dormir, ocho horas para trabajar y ocho horas para dedicar a la familia y a Dios. El 10  por ciento  de ese tiempo pertenece a Dios  y quien no se lo da le está hurtando algo que le pertenece. Hay un tiempo que es el tiempo de Dios y esa es la oportunidad para lograr que mediante la oración Él pueda ser todo en todos y cada uno de nosotros. Es que no hay vida interior ni  espiritualidad sin vida de oración. Ni el yoga, ni la meditación trascendental, ni el control mental hacen el efecto que la oración busca hacer en el hombre.

No podemos contentarnos con un Padre Nuestro  diario, de esos que rezamos afanadamente porque ya nos agarró la tarde para las labores de cada día, so pena de morir de inanición espiritual. Del mismo modo que necesitamos mantener el cuerpo con un mínimo de  tres alimentos diarios, también es importante orar con poder para mantener la vida del espíritu.

En la vida, las decisiones  más importantes se toman orando, en la vida uno debe mantener siempre su rostro frente a Dios a través de la  oración. La oración no es para beneficio de Dios, Él no es más grande con ella. La oración transfigura al hombre y le hace ser una nueva creatura.

Muchas cosas cambian cuando oramos: nuestra forma de pensar, de actuar, pues Dios hace presencia en ella. El espíritu del mal ante un hombre orante, huye, no le resiste le odia y escapa de su presencia.

Solo de esta manera nos podemos transfigurar y ser criaturas nuevas. Solos no podemos hacerlo ni lo lograremos. La mentalidad que  hoy nos vende el mundo  es que todo podemos hacerlo solos, que no necesitamos a nadie, que tenemos el poder y que la mente todo lo puede. Esa es la gran mentira del mundo. Nos hacen sentir   como súper hombres cuando lo que somos es simplemente hombres mortales. “Sin mí, nada podéis hacer; permaneced unidos a mí”.  (Jn.15).

Este interruptor de la oración,  decía, da luminosidad al rostro. Uno termina teniendo el rostro que se ha dado a si mismo por su vida y por su actitud ante ella. Las acciones moldean el rostro, lo que hay en el corazón es lo que muestra el rostro. Un constructor de Reino no puede pretender cambiar el mundo y su vida sin recurrir a la oración permanente, pero ella no puede estar sujeta al péndulo de los estados de ánimo, de las ganas,  ni del sentirse bien. Quien deja su fe al vaivén de sus emociones, no crecerá nunca.  Quien tiene pereza, debe orar, quien se siente triste o molesto debe orar. No hay nada que deba quitar las ganas de orar, ni siquiera la vergüenza delante de Dios, pues siempre estará el enemigo como león rugiente buscando a quien devorar y haciéndonos sentir inútilmente miserables e indignos del amor del Señor.

El que ora vence al maligno, el que ora se transfigura.

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