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El panal de abejas de Mandeville y la lección de los niños

César Nebot - publicado el 15/01/14

O por qué el liberalismo está profundamente equivocado sobre la naturaleza humana

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En 1714, el filósofo, médico y economista de origen holandés Bernard Mandeville, contaba esta fábula sobre las abejas: "Había una colmena que se parecía a una sociedad humana bien ordenada. No faltaban en ella ni los bribones, ni los malos médicos, ni los malos sacerdotes, ni los malos soldados, ni los malos ministros. Por descontado tenía una mala reina. Todos los días se cometían fraudes en esta colmena; y la justicia, llamada a reprimir la corrupción, era ella misma corruptible. Cada profesión y cada estamento, estaban llenos de vicios. Pero la nación no era por ello menos próspera y fuerte. Los vicios de los particulares contribuían a la felicidad pública; y, de rechazo, la felicidad pública causaba el bienestar de los particulares.

Pero se produjo un cambio en el espíritu de las abejas, que tuvieron la singular idea de no querer ya nada más que honradez y virtud. El amor exclusivo al bien se apoderó de los corazones, de donde se siguió muy pronto la ruina de toda la colmena. Como se eliminaron los excesos, desaparecieron las enfermedades y no se necesitaron más médicos. Como se acabaron las disputas, no hubo más procesos y, de esta forma, no se necesitaron ya abogados ni jueces. Las abejas, que se volvieron económicas y moderadas, no gastaron ya nada: no más lujos, no más arte, no más comercio. La desolación, en definitiva, fue general. La conclusión parece inequívoca: Dejad, pues, de quejaros: sólo los tontos se esfuerzan por hacer de un gran panal un panal honrado. Fraude, lujo y orgullo deben vivir, si queremos gozar de sus dulces beneficios".

Antes de la revolución industrial ya había nacido la imagen de la caja negra, esa colmena de abejas en la que los vicios individuales podían dar lugar a la virtud del colectivo. Esta imagen como idea era muy poderosa en el ámbito de una Economía recluida, por aquel entonces, en el campo de la Ética. No era preciso orientar éticamente el comportamiento para que lo económico funcionase.
Fue así que unos 60 años más tarde, el filósofo y economista escocés, Adam Smith reflexionaba sobre el funcionamiento de las empresas en base a la especialización y la división del trabajo en su obra La Riqueza de las Naciones. En los albores de la revolución industrial, la empresa como organización se constituía caja negra donde la motivación individual e incluso egoísta de los integrantes se transmutaba en el bien común.  Era el egoísmo racional.

El egoísmo racional podía explicar los comportamientos que tenían lugar dentro de la incipiente organización empresarial y en los mercados sin el prisma de la Ética. No era la benevolencia del panadero lo que permitía disponer de pan todas las mañanas si no la motivación por su propio interés egoísta frente al mercado que regulaba como si fuera una mano invisible. El egoísmo racional se constituyó como axioma principal del homo economicus en la teoría de la economía moderna que comenzaba su andadura fuera de los dominios de la Ética.

A lo largo de la historia del pensamiento económico, el axioma del egoísmo racional se ha ido consolidando matemáticamente para configurar modelos económicos cuyo equilibrio nos permite una aproximación analítica del comportamiento económico agregado desde un punto de vista descriptivo. 

No obstante, dado el papel normativo requerido a la Economía, en un punto del camino, el axioma del egoísmo racional cambió su orden de forma que para el correcto funcionamiento en los mercados pasó a que lo racional era ser egoísta. Por lo tanto, fuera del egoísmo no había razón en el comportamiento económico adecuado. Sería la racionalidad egoísta. Alterando el orden de los términos se subyugaba el sentido de lo racional al comportamiento egoísta, cuando, tal y como denuncia Amartya Sen, Adam Smith jamás había dicho tal cosa.

Como forma de justificar científicamente la actitud de explotación económica a lo largo del siglo XX, el neoliberalismo adoptó rápidamente este axioma como verdad absoluta, inapelable y natural constitutiva del ser humano.

Si el egoísmo individual se transmuta mediante la caja negra y la mano invisible de los mercados en el bien común, la preocupación de los Estados debe limitarse a que el egoísmo como motor se desarrolle y que sea el derrame del bien común el que beneficie a los aparentemente perjudicados por el sistema económico. 

Claro que para llegar a esta conclusión, este cuerpo doctrinal obvia interesadamente preguntas científicas y metódicas sobre la desigualdad de condiciones de participación de los agentes en este sistema económico, la inequidad en el reparto y la generación de economías de exclusión donde el supuesto y teórico derrame nunca alcanzaría.

Si acudimos a la fábula original de las abejas de Mandeville es fácil descubrir un fuerte supuesto que condiciona su propia moraleja. La única forma de generar valor añadido en esa colmena es que el egoísmo de sus integrantes genere carencias y necesidades por cubrir. Mandeville no podía llegar a pensar a inicios del siglo XVIII otra forma de generar valor añadido. Con la revolución industrial de mediados del siglo XVIII, Adam Smith propuso otra visión pues es la división y la especialización en el trabajo y no el fraude, el lujo y el orgullo la que puede generar valor añadido. Con la revolución tecnológica actual, las mejoras en productividad gracias a la I+D+ i proponen una visión superior.

A pesar de esto, actualmente, las posiciones políticas, que se asumen como más liberales en lo económico y que curiosamente suelen vivir a la sombra de las adjudicaciones Estatales publicadas en el Boletín Oficial del Estado, siguen martilleándonos con el dichoso panal de abejas, relegando la I+D+i a un papel más marginal y suspirando por el fugaz Eurovegas donde el fraude, el lujo y el orgullo se iban a dar la mano.  

Y lo peor no es que este cuerpo doctrinal asuma que la racionalidad egoísta sea el pilar básico para el funcionamiento de la economía de mercado. Lo peor es que acabemos creyéndolo. Por eso sencillos “experimentos” como el siguiente nos reconcilia con la naturaleza altruista del ser humano. Deberíamos aprender más de los niños para hacer una economía más humana. 

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