Sólo cuando tenemos la certeza de un amor en nuestra vida podemos soñar alto y aspirar a las cumbresHoy cada uno de nosotros nos ponemos en el lugar de Jesús. Eso deberíamos hacerlo muchas veces en nuestra vida. Ponernos en su lugar, como Él se puso en el nuestro. Pensar qué haría Él en mi lugar, qué sentiría Él.
Ante el Bautismo de Jesús, Dios nos habla a cada uno. Las palabras son muy pocas. Quizás para oírle tenemos que ser como Jesús, humildes, poniéndonos a la fila, sin querer destacar ni ser los únicos, los importantes. Simplemente cumplir nuestra misión. Eso abre el corazón.
Dios, cada día, nos dice al oído lo mismo que le dijo a Jesús: «Te quiero. Eres mi hijo. Estoy contigo todo el tiempo. No separo mis ojos de ti. Desde lejos, cundo te acercabas, ya te vi llegar con emoción. Eres mi predilecto. Te quiero como eres.
Te he creado con todo mi amor y he puesto en tu alma los mejores dones. He elegido tu físico y tu carácter. Ése del que tanto te quejas. He tallado tu alma par que seas feliz, para que puedas amar y ser amado. Para que seas santo. Para que sepas disfrutar de esta vida.
Me alegro con cada paso tuyo. Lo que tú das es sólo tuyo. No hay nadie como tú. Porque eres único. No eres uno más. Eres tú. Tu nombre lo repito con infinito amor cada día. Eres mi hijo más amado. Yo soy tu Padre.
Siempre en mí tienes un hogar, el mejor lugar en la mesa. Yo te he elegido, estoy enamorado de tu pequeñez, de tu forma de ser. Confío en ti. En ti tengo puesta toda mi predilección».
Ya sé que nos cuesta creernos este amor personal, único. Pero en realidad ese es el misterio de nuestra vida. Su amor sin condiciones. A Jesús, Dios no le dice «te quiero si cumples». Confía en Él. Le dice que lo quiere por lo que es.
Es bonito que sea al inicio de su misión. En parte para sostenerle, en parte para manifestarlo a los hombres. Al inicio de cada día, de cada año, de cada proyecto o camino que comenzamos, Dios nos dice que nos quiere sin condiciones, independientemente de que nos salga mal o bien. ¿Me creo este amor de Dios?
A veces mendigamos amor de cualquier manera porque no tenemos esa roca del amor de Dios que nos da paz.
¿Regalo ese amor a los que me rodean? Ese amor es el que sana tantas heridas. Nos cuesta decirles a los demás que creemos en ellos, que les queremos, que nos gustan como son. Y esas palabras, todos los sabemos, nos sostienen. Cuando las decimos y cuando las escuchamos.
Hoy Dios nos mira a cada uno, pronuncia el nombre de cada uno. Le pedimos que nos hable siempre, que nos ayude a escucharle en nuestro corazón, en los acontecimientos de nuestra vida, en los que nos rodean, en el silencio. El amor de Dios es inmenso, desborda nuestras expectativas.
En toda predilección hay una misión implícita. Isaías nos habla de aquel que es preferido, predilecto y por eso tiene una misión: «Mirad a mi siervo, a quien sostengo; mi elegido, a quien prefiero. Sobre Él he puesto mi espíritu. No gritará, no clamará, no voceará por las calles. La caña cascada no la quebrará, el pábilo vacilante no lo apagará. Yo, el Señor, te he llamado, te he cogido de la mano, te he formado, y te he hecho alianza de un pueblo, luz de las naciones. Para que abras los ojos de los ciegos, saques a los cautivos de la prisión, y de la mazmorra a los que habitan las tinieblas». Isaías 42, 1-4. 6-7.
El Espíritu Santo capacita a Cristo y nos capacita a nosotros para la misión. Dice el Papa Francisco en su Exhortación apostólica: «Él envía su Espíritu a nuestros corazones para hacernos sus hijos, para transformarnos y para volvernos capaces de responder con nuestra vida a ese amor».
Cristo está llamado a liberar a los cautivos, a dar luz a los ciegos, a hacer justicia en medio de los hombres. Cristo sólo puede empezar su misión en la medida en que es amado en lo más profundo por su Padre. Recibe el Espíritu y es conducido al desierto por amor. Su misión surge del amor de Dios.
A nosotros nos pasa algo parecido. Cuando experimentamos el amor en nuestra vida nos hacemos más capaces para la misión. Sólo cuando tenemos la certeza de un amor en nuestra vida podemos soñar alto y aspirar a las cumbres.
La misión que tenemos por delante es inmensa. Supera nuestras capacidades. Pero no por eso podemos conformarnos con una vida mediocre.
El Papa Francisco nos recuerda lo esencial: «Es ésta la pregunta que debemos hacernos: ¿Somos audaces? ¿Nuestro sueño vuela alto? ¿El celo nos devora? ¿O somos mediocres y nos contentamos con nuestras programaciones apostólicas de laboratorio? Recordémoslo siempre: la fuerza de la Iglesia no está en sí misma y en su capacidad de organizar, sino que se esconde en las aguas profundas de Dios. Y estas aguas agitan nuestros deseos y los deseos expanden el corazón».
Son las aguas profundas en las que hoy se sumerge Cristo. Las aguas del océano de Dios en las cuales estamos dispuestos a sumergirnos para volver a nacer. En esas aguas escuchamos su voz, comprendemos la misión que nos encomienda.
Pero tenemos que estar atentos para escucharle.
Hay personas que nos regalan la cercanía de Dios. Nos regalan esa certeza de que Dios nos ama. Sólo en el amor de verdad, el amor que se entrega más allá de sí mismo, puede el ser humano tantear cómo nos ama Dios.
Otras veces es un dolor el que nos muestra a Dios. O una gran alegría. Un miedo o un sueño. Una misión. Eso sí, tenemos que vivirlo a fondo. Esa es la clave para poder oír a Dios detrás de lo que estamos viviendo. Vivir con intensidad eso que nos toca, ser generosos ahí donde Dios nos ha puesto.
¿Dios me ama? ¿A mí?
Carlos Padilla Esteban - publicado el 11/01/14
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