Tienen de todo pero les falta lo más importante
Dicen que dentro de algunos cientos de años miraran los archivos de nuestras costumbres y dirán que los hombres del siglo XXI estábamos locos, porque, entre otras cosas, dirán que la hermosa tradición de los Reyes Magos degenero en mero consumismo, y dirán que los niños, cada vez menos queridos, menos escuchados, menos tenidos en cuenta, y menos amados, eran bombardeados cada vez con más juguetes. Que sus habitaciones parecían la barca de un naufrago que ha arramblado con todo lo que ha podido, o el escaparate de una tienda -de niños, claro-, cristal grueso incluido, donde aparcar a los niños durante horas, meses, años, como una prolongada incubadora, para verlos, controlarlos, y tenerlos callados y aislados.
Dirán que mientras a unos les salían los juguetes por las orejas, y que apenas tenían tiempo para dedicarles diez minutos a cada uno, fuera del cole, el yudo, el ballet, la flauta, y el inglés; a otros, los más -pero que nadie sabía que existían porque nunca salían en los spots publicitarios de la tele- les bastaba una balón pinchado, una tabla con una cuerda, o las piezas de un raro juguete roto que han regalado caritativamente los padres de un niño rico cuando han hecho limpieza en su jaula-dormitorio.
A los niños, a todos los niños, les pasa algo que luego muchos, no todos, van perdiendo con los años: la capacidad de sorprenderse, de maravillarse, y de asombrarse. Eso si que es sagrado, y se me remueven las tripas cada vez que veo que a un niño le han robado la sonrisa. Hay muchos niños, de los de la tablilla con la cuerda, que les han robado la sonrisa, a base de dosis de caballo de dolor, de miseria, y de los peligros de la calle que es como una selva con bestias salvajes, y a base de falta de recursos, sobre todo de seguridades, de sus padres, que están aún más perdidos en la selva que ellos.
Muchos otros, los de la habitación que parece un escaparate, les han robado también la sonrisa. No es sólo aburrimiento, es desgana, es decepción. Tienen de todo, pero les falta lo más importante: que les regalen la mirada, la caricia, la ternura, y el tiempo, mucho tiempo. No tienen los peligros de la calle, esa “selva con farolas”; pero tienen el peligro de no aprender nunca que significa amar y ser amados, y de convertirse en unos robots comerciales, aplicados discípulos del individualismo, y rodeados de toneladas de plástico.