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La decisión de José

Joseph and Mary

Philippe Lissac / Godong

Carlos Padilla Esteban - publicado el 20/12/13

"Cuando José despertó, hizo lo que le había mandado el ángel y se llevó a casa a su mujer"

Celebramos los últimos días de Adviento de la mano de María. Lo hacemos mirándola a Ella pidiéndole armonía y paz. Y también miramos a José, su esposo.

Él supo vivir la paz con María, porque obedeció y se la llevó a su casa, con él, para compartir la vida a su lado.

El Adviento, desde el primer día, es una constante invitación a despertar del sueño, de la acedia, de la dejadez.

Despertar es la única forma que tenemos para ponernos en camino. Dios nos invita a salir, a ponernos en marcha e iniciar así un nuevo camino. San José es el modelo:

“Cuando José se despertó, hizo lo que le había mandado el ángel del Señor y se llevó a casa a su mujer”

Mateo 1, 18-24

José y la obediencia

Despertar y obedecer. La tentación del hombre es siempre la desobediencia. El primer hombre quiso ser como Dios y desobedeció. Porque obedecer era algo limitante y nos dejaba sin luz.

Sabemos lo que queremos y pensamos que podemos hacerlo todo a nuestra manera. Entonces, ¿para qué obedecer a otros?

La obediencia nos parece algo loable para aquellos a los que no les queda más remedio. Los débiles, los pusilánimes, los que no son creativos y no tienen iniciativa. Ellos sí pueden obedecer.

Pero los fuertes, los poderosos, los ingeniosos, los eficientes y capaces. Ésos no necesitan obedecer, porque la obediencia es signo de debilidad.

Muchas veces queremos ser como Dios, queremos ser Dios. La obediencia nos asusta, porque nos hace dependientes del querer de otro.

José es modelo de obediencia. Hace lo que le dice el ángel y se pone en camino. No discute, no se rebela, no plantea alternativas posibles. Simplemente actúa.

Toma a María y se la lleva a su casa.

Un hombre lleno de Amor

Pero es cierto que antes de que el ángel le hable, José tenía miedo: “José, su esposo, que era justo y no quería denunciarla, decidió repudiarla en secreto”.

José era un hombre justo y había decidido seguir un camino justo. Había optado por no hacer daño a María, por no manchar su nombre.

Por eso decide hacerlo en secreto, porque entiende que no puede seguir adelante. Tiene miedo, pero en su miedo da todo lo que puede. Su decisión es muy valiente.

José amaba a María. Y amaba, al mismo tiempo, profundamente a Dios. Por eso lo conocemos como el justo. Porque su justicia le venía de Dios.

La dificultad de tomar decisiones

A nosotros también nos cuesta tomar decisiones. Nos parece difícil. Nos da miedo equivocarnos, tenemos miedo.

Por eso a veces tomamos decisiones apresuradas, queriendo salir del paso. Dios nos pide paciencia para decidir y actuar.

Nos pide que busquemos respuestas en nuestro interior. Que ahondemos y nos dejemos tiempo para estar con Dios. Para hacer silencio y escuchar.

La decisión de José es valiente, audaz, fuerte. Nos recuerda aquella importante decisión que tomó el papa Benedicto XVI de renunciar a ser Papa:

“En estos últimos meses he sentido que mis fuerzas han disminuido, y he pedido a Dios con insistencia, en la oración, que me ilumine con su luz para hacerme tomar la decisión más justa, no para mi bien, sino para el bien de la Iglesia. He realizado este paso con plena conciencia de su gran gravedad y también novedad, pero también con una profunda serenidad de ánimo. Amar a la Iglesia significa también tener el coraje de hacer elecciones difíciles, sufridas y poniendo siempre delante el bien de la Iglesia y no a nosotros mismos. He podido experimentar, y lo experimento precisamente ahora, que uno recibe la vida propiamente cuando la da”.

La “resultaante creadora”

Me impresiona volver a leer estas palabras de Benedicto XVI. Al hacerlo me pongo en su corazón. ¡Qué decisión tan difícil! Uno ve con claridad el valor de las decisiones cuando ha transcurrido el tiempo.

El Padre José Kentenich hablaba de “la resultante creadora“, es decir, de las consecuencias de nuestras decisiones, de los frutos visibles.

En esas consecuencias podemos ver si hemos tomado la decisión correcta o no lo hemos hecho.

Son los signos que podemos ver, los acontecimientos que nos muestran lo acertada o desacertada que fue la decisión.

Valentía y docilidad

José y el Papa pudieron ver, con el paso del tiempo, que actuaron correctamente, que hicieron lo que Dios les pedía.

Pero en su momento, cuando dieron el primer paso, el más difícil, no estaban las cosas tan claras.

Por eso hoy nos invita la Iglesia a mirar a José. Miramos su corazón valiente y dócil, dispuesto a la obediencia, a servir, a dejarse hacer.

En la vida nos gusta mucho decir: “Quiero, lo hago“. Pero nos cuesta muchos más decir: “Lo acepto, hágase“. Aceptar que otro tome el timón de nuestra barca y decida.

Me encanta mirar a José. Me siento muy lejos de él muchas veces. Su docilidad, su serenidad, su paz en medio de la tormenta. Era la roca que necesitaba María.

Y, al mismo tiempo, era un hombre valiente y audaz. Se lanza al vacío y confía. Creo que me falta esa confianza, ese abandono.

Solo el primer paso

Lo único que le pide Dios a José esa noche es que tome a María y que no la deje. No le explica cómo va a ser toda su vida de golpe.

Simplemente le pide que dé un primer paso, sólo uno. Luego vendrían muchos más. Le pide el paso más difícil, el primero.

José actúa. No habla, no da su opinión, no se queja, ni pone excusas. Simplemente actúa y tiene la audacia de llevarse a María a su casa.

La verdadera fortaleza

Hace falta ser fuertes para seguir al Señor. Decidir siempre es difícil. José tenía esa misma fortaleza de María. Decía el P. Kentenich:

“Muchas veces miramos a María como una imagen que invita al sentimentalismo. Como símbolo de lo femenino en cuanto sentimental. En cambio, la imagen de María purifica el concepto de fuerza. La fortaleza auténtica y verdadera es la fuerza moral. Es la victoria sobrenatural de la gracia sobre la naturaleza y lo instintivo. La victoria de la gracia es el gran rayo que irradia María para revelar la verdadera y auténtica imagen de lo humano[1].

La fuerza de María choca con una imagen sentimentalista que tenemos de Ella. Sabemos que María es modelo de obediencia y docilidad. De disponibilidad y fortaleza. Ella mira a su Padre como la más pequeña de sus hijas. No se cree superior a nadie.

El Padre Kentenich comentaba:

En María todo era íntegro. En nosotros el entendimiento esta ofuscado por el pecado original. Todo se nos muestra en ella. Arraigada en Dios, atraída por Dios, orientada hacia Dios”[2].

Confiar en Dios

La obediencia a Dios es algo connatural a su alma filial, dócil, trasparente y enamorada.

María se nos muestra como madre y educadora. Nos enseña en la obediencia. María es fuerte y firme.

La fortaleza del alma se trabaja, se ejercita. La niña dócil y débil, aparentemente débil, no lo es, es la más fuerte porque ha puesto toda su confianza en Dios.

Así es en nosotros cuando pronunciamos nuestro fiat. Pero no sólo el primero, sino el fiat de cada día, de cada situación, de cada escena.

Hoy miramos a María para que nos haga más fuertes, más firmes y recios. Capaces de mantener en el tiempo nuestras decisiones.

La importancia de lo pequeño

¡Cuánto cuesta a veces esa fidelidad en lo pequeño, en el amor cotidiano! Nos maravillan los grandes saltos de conversión, los cambios espectaculares de rumbo.

Pero no nos llaman la atención los gestos que mantienen la barca en la misma dirección. Esos gestos minúsculos, imperceptibles.

Es ese sí oculto en la oración. Sobre él no se hace ninguna película, ni se trasmite como testimonio. Casi ni se ve.

Pero es el más importante y el que va fortaleciendo el alma para los momentos difíciles de la vida.

La fortaleza cotidiana es la que María nos enseña en la alianza. Es la que forja en nuestro corazón cuando nos dejamos hacer, cuando Ella puede tomar posesión de nuestra vida.

Sin miedo

San José escuchó en sueños la voluntad de Dios y despareció el miedo:

Pero, apenas había tomado esta resolución, se le apareció en sueños un ángel del Señor que le dijo: – José, hijo de David, no tengas reparo en llevarte a María, tu mujer, porque la criatura que hay en ella viene del Espíritu Santo. Dará a luz un hijo, y tú le pondrás por nombre Jesús, porque Él salvará a su pueblo de los pecados”.

El ángel le muestra la voluntad de Dios. Es difícil hacer ese discernimiento de espíritu para descubrir la voluntad de Dios. No suele ser fácil descifrar los planes de Dios. Decía J. Philippe:

Es posible que durante la oración se nos ocurran hermosos y profundos pensamientos, ciertas luces sobre el misterio de Dios o unas perspectivas alentadoras en relación con nuestra vida, etc. Esta clase de luces o de pensamientos suelen ser una trampa y debemos estar en guardia. Por supuesto que en algunas ocasiones Dios nos comunica luces e inspiraciones durante la oración. Pero es preciso saber que algunos pensamientos que surgen en nosotros pueden ser tentaciones; al detenernos en ellos nos apartamos, de hecho, de una presencia de Dios más pobre pero más auténtica. Estos pensamientos nos arrastran, en ocasiones nos exaltan, terminamos por cultivarlos y quizá por estar más atentos a ellos que al mismo Dios[3].

Dios habla en la pobreza

Dios nos habla de forma sencilla, en la pobreza. No podemos esperar que la oración esté llena de grandes revelaciones, de inspiraciones divina que nos llenen de paz.

No suele ser así. Dios habla en lo cotidiano, en el silencio. Así es como se va conformando nuestra voluntad con la de Dios.

Así ocurrió en María, como dice el Padre Kentenich:

Existe una lucha por las cosas de lo alto que nos hace crecer en la conformidad con la voluntad de Dios. ¿Alcanzamos a vislumbrar cuán grande fue la lucha que hubo de librar María? Fue un debatirse entre el amor maternal noblemente instintivo y natural, y el amor a todo el mundo, el amor a la humanidad redimida. Al contemplar a Jesús que se desplomaba bajo el peso de los pecados del mundo, imaginen con qué intensidad habrá experimentado la Madre del Señor esa carga de los pecados de todo el mundo»[4].

Con frecuencia en el silencio nos habla Dios. Y sus caricias son soledades, sequedad del alma, incluso el vacío. Pero allí sigue Dios actuando.

Nos podemos dejar llevar por el deseo de tener grandes revelaciones. Buscamos experiencias que nos devuelvan la alegría. Experiencias fuertes, profundas.

No nos contentamos con el camino de cada día, con lo cotidiano. Y es lo cotidiano lo más frecuente en nuestra vida.

Florecer

Hay personas que viven su fe de experiencia en experiencia. No les basta la rutina, el caminar diario. Pretenden que cada día sea espectacular, porque sin esa luz no pueden vivir.

Se engañan, nos engañamos cuando queremos vivir nuestra fe así.

Así no la vivió José. Él supo florecer en el camino a Belén envuelto de oscuridades. Supo caminar despacio sin entender hasta Egipto.

Supo alegrarse en el trabajo discreto y humilde de Nazaret. Sin grande experiencias y revelaciones.

En ese pasar de los días cadencioso y sencillo. Así, despacio, sin miedo, calmados, obedecieron José y María.

Adviento es alegría

Realmente, como me decía el otro día una persona, el color del Adviento no debería ser morado. Porque no hay dolor en la espera sino alegría.

Tal vez el rosa del tercer domingo sería el más apropiado para el Adviento. Un color de espera, de alegre preparación. 

Pienso en mi madre a quien, cuando celebra una pequeña fiesta, la que sea, una comida fuera de casa, o algo pequeño, le gusta vestirse de rosa. Así debería vestirse nuestra alma en este alegre camino a Belén.

María lleva en su seno la luz, la esperanza. Ella espera feliz el momento de abrazar a Jesús, de tenerlo en su pecho.

Llega Jesús

Es verdad que los hombres vivimos huyendo de Dios, evitando el encuentro. Él respeta nuestra libertad, pero viene a nosotros para cuidar nuestro camino.

Respetando, pero caminando con nosotros. Aunque no lo veamos, aunque nos interesen tantas otras cosas que nos suelen dejar vacíos. Hay mucha soledad y mucha desesperanza.

El Papa Francisco comentaba en Brasil:

¡Cuántas dificultades hay en la vida de cada uno! Pero, por más grandes que parezcan, Dios nunca deja que nos hundamos. Con frecuencia se abre camino en el corazón de muchos una sensación de soledad y vacío, y lleva a la búsqueda de compensaciones, de estos ídolos pasajeros.¡Qué triste es quedarse empachado de cosas vanas y no alimentados de la fe! Con la cruz Jesús se une al silencio de las víctimas de la violencia, que no pueden ya gritar, sobre todo los inocentes. Jesús con su cruz recorre nuestras calles para cargar con nuestros miedos,nuestros sufrimientos, también los más profundos”.

En ese vacío, en esa soledad, llega Cristo. Se hace carne para caminar a nuestro lado, entre nosotros. Pasa desapercibido pero nos sostiene.

Dios está

A veces no lo vemos, no lo oímos, pero está ahí.

Una persona me escribía:

Recé. Solo ante Dios. Quise explicarme el porqué del fracaso. Solo ante Dios. Explicarlo. Pero Dios estaba mudo. Callaba. Su silencio me dolía más que el fracaso. Su silencio. Su eterno silencio. Pero al final Dios habló. Al final parece que siempre habla. Nunca nos deja solos. Habló todo el mes, cada día. Su silencio se llenó de palabras, de gestos, de sonrisas. Su silencio murió, Dios estaba vivo. Y ahora ya no quiero explicar el fracaso, no hace falta, el mes vivido lo ha explicado todo”.

A veces es así el proceso en nuestra vida. Nos impacientamos buscando respuestas, gritos, palabras. Queremos saber si vamos bien. Gritamos a un Dios mudo.

Pero Dios calla, aguarda, sueña. Y nosotros nos desesperamos impacientes exigiendo signos. Parece estar ausente, sin voz.

La Navidad es la voz de Dios, su Palabra, la única palabra importante. Dios nos habla en el silencio de Belén y viene a vivir en nosotros, con nosotros, en lo más cotidiano de nuestra vida.

Nos pide que tengamos paciencia, porque siempre viene, siempre está. A nuestro lado, caminando con nosotros.


[1] J. Kentenich, Kentenich Reader Tomo III, Texto tomado semana de acción de gracias, crónica 1939-45 [2] J. Kentenich, Kentenich Reader Tomo III, Texto tomado semana de acción de gracias, crónica 1939-45 [3]Jacques Philippe, “Tiempo para Dios” [4] J. Kentenich, Kentenich Reader Tomo III, Texto tomado semana de acción de gracias, crónica 1939-45

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