El mercado como instrumento de asignación económica ha resultado ser una de las instituciones que más ha facilitado el progreso económico y tecnológico de nuestra sociedad en los últimos siglos. Un estudio del año 2001 de Kraay y Dollar del Banco Mundial avalaba que el crecimiento económico había sido una de las bazas más importantes para educir la tasa de pobreza secular.
Ésta es una de las razones que justifican que las políticas económicas que diseñan los gobiernos vayan orientadas a impulsar el crecimiento económico. Desde la visión de la economía liberal, la libertad de mercado es condición sine qua non para impulsar el crecimiento. Dejar que los mercados funcionen, que los participantes se entiendan entre sí sin injerencia de un árbitro u organismo regulador, se convierte en la piedra angular sobre la que edificar el futuro de una sociedad donde el mal sólo existe por la voluntad de no participar en el mercado pero no por algo intrínseco del propio sistema. El mecanismo es inocuo y eficiente. Si alguien está desempleado es simplemente porque ha decidido no trabajar no porque el sistema lo excluya.
No obstante, en el pensamiento económico, coexisten dos grandes concepciones de la relación entre el mercado y lo social, el interés público de lo colectivo.
En la ya expuesta, lo público debe estar al servicio de los mercados. La idea es sencilla, el sector público debe perturbar lo mínimo y velar por aquellas condiciones que faciliten el funcionamiento de los mercados. El mercado cual cirujano preciso y ausente de empatía requerirá de toda la libertad y asistencia para operar con el fino bisturí de la eficiencia, lo público deberá limitarse a facilitar su tarea. La equidad e incluso la dignidad pasan a un segundo plano.
La otra visión es radicalmente diferente, los mercados deben asistir a lo público, al interés social, como un instrumento más. El papel de los personajes cambia totalmente y el bisturí ya no es únicamente la eficiencia.
Recuerdo un día de invierno que paseando por Madrid meditaba sobre esta relación entre los mercados y lo público. Mirando más allá de mis pensamientos presencié una escena que me impactó. En el parque, unos padres paseaban a su hija minusválida que iba en una camilla de ruedas, tan grave e incapacitante debía ser su enfermedad. La niña esbozó una sonrisa al recibir los rayos de sol en su cara.
En ese tierno y bello momento comprendí la importancia de que los mercados sean instrumentos que sirvan a lo público, a lo social, y no al revés. La visión liberal se sustenta en la falacia de que todos los agentes disponen de las mismas oportunidades de participación en el mercado de forma que la exclusión sólo puede provenir por pura voluntad o por pura ineficiencia transitoria. Pero no es verdad. Esa visión teórica choca frente a la sonrisa de aquella niña que nunca podrá participar en el mercado laboral, que nunca podrá acudir a los mercados financieros y que requiere de la institución social más antigua de la historia, de su familia. Aquella niña siempre quedará excluida del templo del dios mercado y sus padres requerirán de mucha ayuda para atenderla. En el templo del dios mercado, cada individuo es retribuido en virtud de su productividad. Así pues, esos padres deberían cubrir con grandes esfuerzos la falta de productividad de su hija cuando alcance la edad laboral. Entonces, ¿cuándo dispondrán del tiempo necesario para bajar a su hija al parque? ¿Tendrán que contratar a alguien ajeno para tal efecto en aras de la eficiencia sacrificando el afecto de las caricias de su madre?
La economía liberal que consagra al mercado como dios exigente e imperturbable en su templo de la eficiencia es, en este mundo real, una economía de exclusión. Por eso en estos tiempos, en los que se secuestra la salida de la crisis bajo la condición de rendir derechos sociales a lo económico, es tan importante, necesaria y revolucionaria la denuncia del Papa Francisco en su Exhortación Apostólica:
“Así como el mandamiento de «no matar» pone un límite claro para asegurar el valor de la vida humana, hoy tenemos que decir «no a una economía de la exclusión y la inequidad». Esa economía mata. No puede ser que no sea noticia que muere de frío un anciano en situación de calle y que sí lo sea una caída de dos puntos en la bolsa. Eso es exclusión. No se puede tolerar más que se tire comida cuando hay gente que pasa hambre. Eso es inequidad. Hoy todo entra dentro del juego de la competitividad y de la ley del más fuerte, donde el poderoso se come al más débil. Como consecuencia de esta situación, grandes masas de la población se ven excluidas y marginadas: sin trabajo, sin horizontes, sin salida.” Evangelii Gaudium
Los mercados deben ser instrumentos subordinados a lo social de forma que los excedentes reviertan en el bien de quienes no pueden participar. Deben ser instrumentos para la inclusión social. No podemos permitir la exclusión de cada vez más familias sacrificadas por el hambre voraz de un dios que siempre exige mayores sacrificios pero es complaciente con la casta que lo salvaguarda.
Si con ocasión de la presente crisis seguimos consagrando los mercados como ese dios bajo los postulados liberales, no habremos aprendido nada y acabaremos perdiendo la belleza de la sonrisa de una niña enferma iluminada por los rayos de un sol de invierno.