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¡Alegría!

ubogi i radosny chłopiec w Egipcie

M. Farouk | Shutterstock

Carlos Padilla Esteban - publicado el 13/12/13

"¿Eres Tú el que ha de venir o tenemos que esperar a otro?". Una bella reflexión llena de esperanza

Todos soñamos con una vida plena, alegre, lograda. Soñamos con la meta, con una vida llenade luz y sin sombras. Queremos ser felices y vivir en paz.

Pero la alegría que hoy celebramos no es la de la Navidad, ni la alegría de la Pascua, que tienen que ver con la presencia definitiva, con contemplar y tocar, con la llegada, con el encuentro para siempre.

No, la alegría de hoy es incompleta, tal vez como lo es esa felicidad que degustaremos en nuestra vida mortal.

Alegría cotidiana

Por eso me gusta tanto este domingo que nos habla de la alegría en medio del camino hacia Belén.

Es la alegría de la espera, de acercarse, de creer sin ver, sin tener todo controlado, pero confiando, como los niños.

Una alegría imperfecta que se nos regala caminando, siguiendo la estrella. Es una alegría cotidiana.

Y es verdad que la alegría de la llegada llena el corazón, lo colma, porque nos habla de una realidad eterna e infinita, porque allí uno ya descansará para siempre.

Pero hay una alegría en vivir el camino que tiene que ver con la esperanza, con lo más humano que hay en nosotros.

Con el deseo y la espera, con el querer retener y el dejar pasar. Con la posibilidad que siempre tenemos de aprovechar el presente o perderlo preocupados por una perfección que no llega.

Ya se acerca

Siempre pienso en el camino de Santiago al llegar a este domingo. Desde el monte del gozo vemos el contorno de las torres de la catedral. Estamos felices, esperanzados, ya llegamos.

De la misma manera vislumbramos hoy el pesebre, la ciudad de Belén, las cuevas y vemos a lo lejos a los pastores cuidando sus rebaños.

Vemos a María y a José en el camino, con su mula. Y a lo lejos el buey y algunas puertas cerradas. Todo está preparado, todo pronto llega.

Hoy la alegría que celebramos es esa alegría del camino. José y María, de camino a Belén.

Compartirían sus preocupaciones, su incertidumbre, sus sueños. Compartirían momentos de descanso y de intimidad. Compartirían palabras y silencios.

Se alegrarían de compartir la esperanza de la llegada de Jesús, de poderse cuidar mutuamente, de poderse animar y rezar juntos pidiendo fuerzas.

Se alegrarían en su corazón recordando cada uno las palabras del ángel que les dijo que eran elegidos, que Dios se había fijado en ellos. Y se alegraría cada uno por el otro. Por estar juntos.

¡Cuánta alegría habría en ese camino desde Nazaret a Belén! Sin saber muy bien cómo sería el nacimiento, sin saber si iban a ser capaces, sin entender qué les pediría Dios después, al día siguiente, en la siguiente etapa.

Con sentido

Es la de hoy una alegría todavía no completa, como esa alegría oculta en cada etapa del camino, en cada paso. La de caminar hacia algún sitio, sabiendo que nuestros pasos tienen un sentido.

Es la alegría de vivir el momento, de disfrutar de ese instante concreto, de la montaña o de la llanura, de la cuesta, del bosque, o de un paisaje más seco.

El otro día leía: “La receta de la felicidad consiste en saber disfrutar los instantes”. Es la alegría cotidiana, la que tenemos que cultivar y cuidar cada mañana.

Verdadera alegría

La alegría que no depende tanto de los éxitos, de los logros, de alcanzar la satisfacción de nuestros deseos.

Lo sabemos, satisfacer los deseos trae una felicidad pasajera, incompleta, que nos deja un regusto amargo y de vacío cuando pasa. Entonces debe ser que la alegría no consiste en lograr todo lo que nos proponemos.

No. La alegría cotidiana es otra cosa como nos explica el Padre Kentenich: “Es la fuerte conciencia de la conformidad con la voluntad divina. Debemos esmerarnos en la educación a la alegría. También en la dura persecución“.

Consiste en estar felices en los momentos buenos y en los malos, en la salud y en la enfermedad, en la prosperidad y en la adversidad. ¿Es posible?

Incluso con sufrimiento

El corazón tiembla al pensar en la cruz. La alegría cotidiana crece en la dificultad y en el dolor. Es una alegría serena, que sabe confiar y abandonarse.

El Padre Kentenich pone como modelo a María: “En el sufrimiento estuvo fundada en Dios, gozó de la alegría cotidiana. Ella supo decir con toda claridad y nitidez: -Hágase en mí según tu palabra. En esa “esclava del Señor” reside para Ella la fuente de su alegría también en el más profundo sufrimiento. “Dependo absolutamente de Dios. Él tiene derechos de soberanía absoluta sobre mí”. Si tuviéramos esa conciencia de criaturas estaríamos siempre cobijados en el agrado de Dios“.

A veces nos parece una alegría inalcanzable. Esa alegría de los santos, de aquellos que están en otro nivel. ¿Es realmente inalcanzable?

A veces dudamos. Cuando todo nos va bien en la vida estamos alegres. Cuando algo se tuerce nos ponemos tristes. ¿Es posible que esa alegría cotidiana perdure?

Con humildad tenemos que confesar que muchas veces no permanecemos alegres. La tristeza nos invade. Una nostalgia de paraíso. El deseo de querer que el amor sea eterno y siempre perfecto.

Pero es verdad que el camino da sentido al cansancio porque sabemos que vamos hacia algún sitio.

La meta, los grandes ideales, son los que ensanchan el alma y no nos dejan conformarnos con lo que tenemos.

Siempre podemos seguir caminando, hacer una etapa más, dar algo más. Aunque el horizonte sea oscuro, vendrá la luz en algún momento.

La alegría de la espera en cada momento, el tener el corazón abierto a lo que ese día Dios quiera regalarnos.

Esa alegría de soñar con la meta pero disfrutando la etapa, aunque esa etapa esté teñida de dolor. La de ir con alguien compartiendo el cansancio y la esperanza, el dolor y la nostalgia. La incertidumbre, la aventura, la ilusión de acercarse.

Es como en Emaús. Jesús está en el hogar de Emaús, en la fracción del pan, pero también caminó con ellos cuando iban derrotados, se hizo el encontradizo, se ajustó a su paso y ardió su corazón en medio del camino mientras les hablaba.

Es la alegría del sí sencillo y confiado, dado en el camino, confiando siempre. El sí del abandono en el corazón de Dios, en el hueco de su mano.

Es la alegría de caminar sin tenerlo todo controlado. Con el alma abierta a lo que Dios quiera regalarnos. Con el corazón anhelando la plenitud y disfrutando el hoy como un regalo.

Hacemos cursos de autoayuda para encontrarnos mejor con nosotros mismos, más alegres y en paz.

Intentamos que nos digan cómo disponer el orden de las cosas en nuestra casa, para encontrar nuestro centro.

Nos dan pautas para manejar mejor las emociones y esos pensamientos que nos quitan la paz. Nos ayudan a llevar mejor nuestras relaciones, esa tarea tan fascinante y a veces tan difícil.

Quisiéramos que todo estuviera siempre en armonía y nos indignamos cuando las cosas no resultan perfectas.

Queremos esa paz de “Nirvana”, que no es una paz cristiana, porque en ella nos desentendemos de nuestro mundo, de aquellos que descansan en nosotros para buscar paz interior. Nos aislamos y nos alejamos de los que puedan perturbar nuestra tranquilidad.

La persona que experimenta el Nirvana se compara con un fuego apagado. Sin vida, sin esperanza. Definitivamente no es la paz que trae Cristo. Él vino a encender un fuego en nuestros corazones y en ese fuego quiere que descansemos en su pecho.

Sonreír siempre

Pero lo cierto es que nos gustaría poder sonreír siempre, porque significaría que estamos alegres y llenos.

Un adagio árabe nos recuerda algo esencial: “No es la felicidad la que te hace sonreír, es sonreír lo que te hace feliz”.

Tal vez entonces el camino para ser felices no es empeñarnos en estar felices a toda costa, sino más bien en hacer felices a los otros sonriendo.

La felicidad consiste en hacer felices a los que nos rodean, a los que Dios nos ha confiado.

La necesariaa renuncia

En un principio no nos parece muy difícil. La teoría parece clara. Pero luego, cuando el hacer felices a otros supone una renuncia, nos preguntamos si tiene tanto sentido.

Sufrimos, renunciamos, vencemos nuestro orgullo y nuestros planes, dejamos de hacer lo que el corazón nos pide. ¿Es ese el camino para ser felices? Nos dicen que, haciéndolo así, seremos más felices. Pero la vida cuesta y esa renuncia duele en el alma.

Para emprender ese camino es necesario aceptar que sólo si amamos bien podemos hacer felices a quienes amamos.

Sólo si nos amamos bien a nosotros mismos podremos amar a otros. Y sólo si amamos con madurez, con altura, podremos dar a otros la felicidad anhelada.

Eso sí, para amar bien es necesario aprender a renunciar, a dejar lo nuestro por ayudar a otros, a hacer que lo que para otros es importante también lo sea para nosotros.

Disfrutar con lo que alegra al que está a nuestro lado, sin preocuparnos tanto, a veces de forma obsesiva, por nuestro espacio personal, por la satisfacción de nuestros gustos y deseos.

Es un cambio de mirada, una forma diferente de caminar.

El amor te lleva al cielo

La pregunta es si nosotros somos capaces de renunciar y ponernos en un segundo plano, de alegrarnos cuando los otros pueden hacer su camino y encontrar su felicidad.

Una mujer le decía un día a su marido: “Creo que todo lo que te quiero me va a abrir las puertas del cielo“. Y ese amor pasaba por la renuncia, por el respeto, por la admiración.

Es cierto, el amor abre las puertas del paraíso. El amor verdadero, el amor limpio, el amor más grande. El amor que busca la felicidad de la persona amada.

La tierra se alegra con la Gloria de Dios y su gloria es su amor. El amor humano nos acerca al amor de Dios. El amor que entregamos con renuncias es camino para llegar al cielo.

La alegría verdadera es profunda, honda y firme. No es una felicidad pasajera o caduca. Es la alegría evangélica que nadie nos podrá quitar.

No es esa alegría que los demás pueden robarnos con sus juicios y actitudes. Ni tampoco es esa alegría que depende de cómo resulten las cosas. Es más verdadera, es más auténtica.

Gracias

Creo que la alegría tiene que ver mucho con el agradecimiento. Con tener un corazón que sepa ver la vida como un regalo y no como un deber. Y no dar por evidente las cosas buenas.

Con saber parar un momento y simplemente estar, sin hacer nada, contemplar, disfrutar de algo.

Perder el tiempo fuera de la agenda, sin que importe. Regalarlo aunque no sea lo más eficaz. Alegrarme con lo que hago y no estar siempre pensando en cómo deberían cambiar las cosas para ser más feliz.

Con ilusión

Es importante mantener la ilusión. La ilusión hace que el corazón permanezca limpio. La ilusión por hacer cosas nuevas, por hacer algo que nos gusta, por vivir como nuevo lo viejo.

Consiste en volver a empezar aunque hayamos tropezado. Andar el mismo camino de siempre, pero con ojos nuevos, no envejecidos. Sin aburguesarnos, ni acostumbrarnos.

¿Qué cosas me ilusionan? ¿Soy capaz de ilusionarme con mi día cada mañana? Esa capacidad de asombrarnos ante la nieve, ante el Belén, ante las personas que amamos.

A veces creemos que lo sabemos todo y perdemos la sabiduría de los niños, que siempre quieren aprender más.

Dios es alegre

Es importante pedirle a Dios la capacidad de sorprendernos, de mirar de forma nueva a los demás y a nosotros mismos. De aprender a vivir cada día.

La alegría verdadera es contagiosa. Porque el bien es difusivo, incontenible, se expande. La persona que es alegre, que está feliz, lo transmite por todos sus poros.

Decía el papa Francisco en la exhortación Evangelii Gaudium: “Un evangelizador no debería tener permanentemente cara de funeral. Recobremos y acrecentemos el fervor”. Es la alegría del que ha encontrado un sentido a su vida.

Dice el Papa Francisco: “Pero reconozco que la alegría no se vive del mismo modo en todas las etapas y circunstancias de la vida, a veces muy duras. Se adapta y se transforma, y siempre permanece al menos como un brote de luz que nace de la certeza personal de ser infinitamente amado, más allá de todo”.

La paz

La certeza de ser amados nos sostiene en el camino. Nos salva de la tristeza provocada por el dolor y la pérdida.

Porque es verdad que no siempre encontramos la paz soñada. Las preocupaciones de la vida, las desgracias y cruces, los desgarros y los momentos de dificultad, influyen en nosotros y borran nuestra sonrisa.

Así hablaba Teilhard de Chardin de la verdadera alegría:

No te inquietes por las dificultades de la vida, por sus altibajos, por sus decepciones, por su porvenir más o menos sombrío.

Quiere lo que Dios quiere. Ofrécele en medio de inquietudes y dificultades el sacrificio de tu alma sencilla, que pese a todo acepta los designios de su Providencia.

Poco importa que te consideres frustrado o fracasado si Dios te considera plenamente realizado, a su gusto.

Piérdete confiado ciegamente en ese Dios que te quiere para sí. Y que llegará hasta ti, aunque jamás lo veas.

Piensa que estás en sus manos, tanto más fuertemente cogido, cuanto más decaído y triste te encuentres. Por eso vive feliz. Vive en paz.

Que nada te altere. Que nada sea capaz de quitarte tu paz. Ni las calamidades, ni la fatiga, ni tus fallos morales.

Haz que brote, y conserva siempre sobre tu rostro, una dulce sonrisa, reflejo de la que el Señor continuamente te dirige.

Y en el fondo de tu alma coloca, antes que nada, como fuente de energía y criterio de verdad, todo aquello que te llene de la paz de Dios”.

Una alegría no fundada en los bienes pasajeros sino en los eternos. El amor, cuando experimenta el fracaso sufre. Y ese sufrimiento parece quitarnos la sonrisa y la paz.

Sólo la confianza en ese Dios que nos ama nos sostiene. Estamos en sus manos, somos sus hijos queridos, Él nos conforta, nos guarda, nos lleva en su pecho, para siempre.

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