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Sufrimiento, venganza y doctrina Parot: ¿qué hacemos con los culpables?

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© MEHDI FEDOUACH / AFP

Marcelo López Cambronero - publicado el 12/12/13

Si atendemos a tertulias y programas, editoriales y artículos de opinión de estos últimos días, lo único que nos preocupa es que la mala gente permanezca entre rejas

No tenemos la facultad, ni el derecho, ni el poder, de medir el incandescente y abisal sufrimiento de una madre que ve cómo el asesino de su hija deambula por las calles después de cumplir algunos años de condena en prisión. Una ola de pesadumbre nos recorre la espina dorsal al imaginar siquiera, si es que podemos, el hondo dolor que acompaña a las personas que pierden a un ser querido en tamañas circunstancias. Es comprensible que la herida retorne envuelta  en odio y resentimiento cuando la bestia que destripó el mundo y la esperanza pisa de nuevo tierra libre.

Tal drama llega hoy hasta muchos hogares cuando asistimos a la liberación inmediata e inesperada de algunos de los peores asesinos y criminales de nuestro país bajo el amparo del Tribunal Europeo de Derechos Humanos. Una mueca exaltada y abrupta se dibuja en nuestro rostro: ¿Es posible llegar a comprender qué es lo que está pasando?

La historia comienza el 28 de febrero del año 2006, cuando el Tribunal Supremo decidió que las posibles reducciones de condena que correspondían a Henry Parot, un asesino múltiple condenado por 26 crímenes a casi 4.800 años de cárcel, no tenían que descontarse a partir de la fecha máxima que la ley establecía como tope de estancia en prisión –entonces 30 años, hoy llegaría hasta 40-, sino tomando en consideración cada una de las penas de manera individual. Así pues, si por ejemplo hubiera que restar diez años de su tiempo en la cárcel tendrían que reducirse de su primera condena, y sólo cuando ésta quedara en cero se seguiría con la segunda, etc. Según este criterio los reos que cuenten con diversas sentencias firmes que sumen muchos años permanecerán en prisión hasta llegar al límite establecido por la ley.

En su reciente fallo el Tribunal de Derechos Humanos de Estrasburgo no entra a considerar si esta interpretación de la ley es o no justa, limitándose a señalar que, en todo caso, no se puede aplicar de manera retroactiva, es decir, que quienes estuviesen ya en prisión en virtud de sentencia firme antes de la resolución del Supremo no pueden ser afectados por una modificación en el cómputo de las penas que les resulta perjudicial. De esta forma conocidos delincuentes condenados antes del año 2006 como el propio Parot, o Santi “Potros” (21 asesinatos, 3.122 años), Juan Carlos Arruti (14 asesinatos, 1.285 años) o Pablo Manuel García (74 violaciones, 1.721 años) entre muchos otros, cumplirán en prisión el resultado de restar al máximo de 25 años los beneficios penitenciarios de los que se hayan hecho acreedores por estudios, trabajos, etc. De hecho, el citado Arruti o alguien de la peligrosidad de Pablo Manuel García, el “violador del portal”, ya recorren las calles de nuestros pueblos y ciudades sin ninguna restricción, lo que ha levantado un gran escándalo y la correspondiente atención mediática.

Sin embargo, no podemos negar que el principio de irretroactividad de la ley penal, reconocido en el art. 25 de nuestra Constitución, es uno de los pilares de cualquier ordenamiento jurídico. A nadie se le puede acusar de un delito por realizar una acción que no era tenida por tal en el momento en el que fue llevada a cabo. En este mismo sentido, el Tribunal de Derechos Humanos ha acordado que tampoco es posible aplicar de manera retroactiva nuevas interpretaciones de la ley que generen perjuicios para el reo que ya ha sido juzgado.

Si discutimos a tenor de estas categorías jurídicas y en abstracto tendremos que reconocer, por mucho que nos haga zozobrar, que la decisión es de suyo justa; pero por tal vía no vamos a comprender la ola de indignación que ha sacudido a la sociedad española en estas semanas. Basta con caer en la cuenta de que los debates e informaciones que se han referido a este asunto no han tratado estas cuestiones que, por otra parte, es preciso tener en consideración: estoy seguro de que muchos de los lectores que hayan llegado hasta aquí se habrán encontrado por primera vez con una exposición del núcleo de la manida sentencia que, como todo lo que es excesivamente citado, permanece en su mayor parte incomprendida. La pregunta que nos viene a la cabeza es: ¿cómo entienden los ciudadanos de a pie el sentido del castigo penal, siquiera de manera inconsciente?

Hay cuatro respuestas posibles, no incompatibles entre sí: 1.- disuadir de la realización de determinadas acciones; 2.- aislar a quienes sean un peligro para los demás y mantenerlos bajo un férreo control; 3.- castigar al culpable y; 4.- reeducar a los condenados para que, llegado el momento, puedan reinsertarse en la sociedad. A esto cabría añadir que el citado art. 25 de la Constitución española declara taxativamente que “las penas privativas de libertad y las medidas de seguridad estarán orientadas hacia la reeducación y reinserción social”. ¿Se corresponde esta declaración con nuestro sistema penitenciario, o es una hipocresía más de las que pueblan normas y, por qué no decirlo, costumbres?

Analizar nuestras sociedades requiere comprender, en primer lugar, que el paradigma liberal que llevamos tatuado en los huesos entiende la vida social como un gigantesco mercado en el que el comercio ha sustituido a la guerra. Sus más egregios defensores afirman, de hecho, que comprar es una muestra de deferencia hacia el poseedor, ya que renunciamos a arrebatarle por la fuerza lo que es suyo. Por lo tanto, la mayor amenaza al orden establecido será siempre el robo con violencia. ¿No se han dado cuenta ustedes de que todos los delitos contemplados por la ley no son más que versiones de este delito central: quitar la vida, dejar sin honor, despojar al otro, en definitiva, de lo que no está dispuesto a darnos de buena gana? Robar o comerciar: éste es el dilema en el que se debate nuestra libertad –estrecho espacio entre dos bloques repletos de “concertinas”.

El hombre actual quiere que le dejen ocuparse de sus asuntos privados, para lo que ha reinventado la noción, en lo tocante al derecho penal, de la culpa individual. La individualización de la culpa es una manera abstracta y deshonesta, pero eficaz, de desentenderse de los demás: podemos mirar para otro lado y obviar nuestra responsabilidad cuando logramos señalar al culpable, declarándolo como causa absoluta de su circunstancia, y así dejamos que se las vea solito con las consecuencias. La culpa es un modo vigoroso de gestión del tiempo: ¡cuántas veces nos resulta más útil buscar al culpable que encontrar una solución! Si tenemos chivo expiatorio ya podemos ocuparnos de otros asuntos. Además, entender así la culpa (como “cosa” de “otros”) posee una ventaja inapreciable: el culpable tiene la obligación de restituir el mal causado. Por eso es imprescindible objetivar el daño en eurillos.

Sin embargo el verdadero mal, el auténtico sufrimiento, guarda una desproporción abismal con nuestros corazones. No se puede medir ni calcular y, por lo tanto, tampoco se puede “compensar”. La única medida que se nos ocurre (¡porque parece ser que necesitamos alguna!) es la que impone el odio de la víctima. Lo que pasa es que, como reza el dicho, “nada alcanza a dejar satisfecha una venganza”, y llegamos al extremo de la pena de muerte. Alguna vez hemos oído de esos padres que van a ver la ejecución del asesino de su hijo, treinta años después, para darse el gusto de verlo morir. ¿Tiene esto algún sentido? ¿De verdad es un bien para alguien? ¿Y la cadena perpetua, a quién beneficia? ¿Desde cuándo se ha convertido el estado en una forma sofisticada de la venganza familiar?

Todo esto para no admitir que la incoherencia estructural de nuestro sistema penitenciario lo ha llevado a un estado pésimo. El motivo es que no creemos en la reinserción y, afirmando caminar río arriba, nos dejamos deslizar corriente abajo que es más cómodo. Si atendemos a lo que se ha oído en tertulias y programas, así como a los editoriales y artículos de opinión de estos últimos días, tendremos que concluir que lo único que nos preocupa es que la mala gente permanezca entre rejas.

Para eso son culpables: como si nuestra despreocupación por su destino, esa lasciva búsqueda del propio interés, no estuviese en el origen mismo de su “culpabilidad”. Cultivamos un modelo de sociedad que deshecha a las personas, que desprecia su presente y su futuro, que vive sólo para el cálculo del interés al que cada uno se apresta en este momento concreto.   

Es mejor ser sinceros: no nos creemos eso de la reinserción, pensamos que es imposible. Sólo que lo pensamos simplemente porque no lo hemos intentado. Para ello, para no intentarlo, nos excusamos en los casos extremos, en esas personas convertidas en enemigos sociales debido a monstruosas enfermedades. No atendemos a que la mayor parte de los delincuentes pueden aprender una mejor manera de vivir. Es posible que la gente descubra cómo ser y vivir mejor, aunque no lo es en las cárceles que hemos construido, que no son propiamente prisiones, sino guetos.

El tiempo que una persona está obligada a pasar en prisión, y este es un giro mental esencial para recuperar el sentido del sistema penitenciario, debe convertirse en un momento privilegiado en el que el reo recupere la orientación de su vida, para que crezca y se desarrolle. Todos los esfuerzos deben dirigirse en esta dirección, incluso la duración de la pena debe ir ligada a la consumación de este proceso, lo que se convertiría en una motivación decisiva para quienes ya no creían en la posibilidad de conseguirlo. En lugar de apresurarnos a juzgar y a condenar, con el único fin de encapsular al delincuente bajo la consideración de “culpable”, bien podríamos, como Dostoievski aconsejaba, preguntarnos: “¿acaso él lo habría hecho si yo le hubiese amado lo suficiente?”

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