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¿Por qué quiero amar a mi cónyuge, pero no puedo?

Couple in crisis – es

© ChameleonsEye/SHUTTERSTOCK

Juan Ávila Estrada - publicado el 22/11/13

Todos queremos un matrimonio para siempre: entonces ¿por qué el amor se acaba?

En su Carta a los Romanos, San Pablo dice: “El querer está a mi alcance, el hacer el bien, no. De hecho no hago el bien que quiero, sino el mal que no quiero” (7:18-19). ¿Por qué esta lucha tan enconada y aparentemente infructuosa entre el querer hacer  y el hacer? También la propia experiencia humana nos lleva a descubrir nuestra miseria y el enorme abismo que hay entre los buenos deseos y el ejercicio del bien. Entendemos que conocer el bien no es suficiente para hacer el bien y que diferenciar entre lo bueno y lo malo no nos hace expertos para enfrentar victoriosos la vida virtuosa que anhelamos en lo profundo del corazón.

¿Qué es lo que hace que exista esta profunda ruptura interior que no nos deja ser como intentamos tan de buena fe? Para responder esa pregunta es importante tener posturas de carácter religioso (y cuando me refiero a ello no apunto a si poseemos un catálogo de prohibiciones o mandatos morales de esos que abundan desde la antigüedad, sino al sentido de “relación” que tenemos con el Trascendente); es que para hablar de ruptura interior es necesario reconocer  la existencia de una fuerza  de origen sobrenatural que nos impulsa justamente a hacer aquello que racionalmente detestamos pero que volitivamente nos parece placentero, agradable.

Desde que somos niños, va formándose en nosotros una conciencia de moralidad de los actos, aprendemos a diferenciar poco a poco lo que  está bien de lo que no; pero aún así y con ese bagaje intelectual, nos descubrimos dando tumbos y errando permanentemente al tomar  decisiones que corresponden más con el deseo que con la certeza del bien.

No podemos negar que el hombre, desde siempre, ha vivido una situación de explosión interior por la que se arrastra a sí mismo y  a todos los demás a una hecatombe espiritual que le hace sentir miserable e hipócrita consigo mismo. Estamos rotos en nuestro corazón: una cosa pensamos, otra queremos, otra hacemos y lograr integrarlas todas es la gran tarea que quiere hacer la Gracia de Dios. Sin esa Gracia, nuestras acciones tenderán a llevar  un sello de incoherencia puesto que si no se cohesionan entre sí, andarán de modo opuesto o, a lo sumo, de modo paralelo sin lograr nunca encontrarse.

En el ámbito de las relaciones afectivas lo podemos notar fácilmente cuando en el proceso del enamoramiento: la razón quiere fidelidad, pero la piel grita nuevas y volátiles experiencias. Se quiere ser fiel, pero dicha fidelidad no aparece por arte de magia sino que ante la primera tentación se tiende a caer estrepitosamente dando al traste con todos los magníficos  deseos del corazón.

Los enamorados quieren ser fieles, el arrobamiento afectivo en el que se encuentran les grita que están dispuestos a ir hasta la muerte con la otra persona; no conciben, de momento, que alguien pudiera acabar con semejante idilio al que se han entregado; pero el tiempo, la decantación de los afectos, la pérdida de pasión los lleva recurrentemente a la infidelidad argumentando haberse acabado el amor entre los dos.

Estoy plenamente seguro que todos aquellos que concurren al matrimonio llevan en su interior el deseo de la fidelidad, no concibo que exista una hipocresía tal en quienes se casan de pensar que se casan para ser infieles. El deseo de la fidelidad es inherente al amor. Cuando se ama no se quiere ni se acepta la infidelidad.  Pero aún así existe la enorme fuerza de caer y hacer justamente aquello que no queremos hacer y que sabemos traerá consecuencias funestas a nuestra vida.

¿Qué hacer  los esposos para poder vivir coherentemente su relación de modo que actúen según el querer y el hacer?

Primero: entender que el matrimonio sacramental es mucho más que el matrimonio civil o que la unión libre y, por lo tanto, es menester contar con la Gracia de Dios por medio de los sacramentos. Es que no se puede dar la cara a Dios para que bendiga la relación y darle la espalda para vivirla.

Segundo: aprender que el amor no es un “estar hecho” sino un “hacerse” permanente, es decir, que nada está escrito ni hay un “y fueron felices” sino que está todo por escribir a cuatro manos.

Tercero: no asustarse por las crisis ni por el aparente “perder el enamoramiento”, aquí es donde deben dar paso al amor, al mantenimiento firme de la voluntad en quien se ha elegido. Es que la primera etapa del amor esponsal es precisamente el enamoramiento, que no es otra cosa que un impacto en los sentidos y la importancia paulatina que vas dando a ese alguien que emociona tu vida. Pero no puede quedar ahí puesto que nada de esto es duradero. Hay que dar paso al amor que va directamente a la dimensión espiritual humana y no se queda en lo psicológico ni en lo fisiológico.

Cuarto: enfrentar serenamente la crisis, no evitándola con un “aquí no pasa nada”; cada cosa con su nombre y en su justa proporción. No inquietarse cuando el deseo disminuya, cuando la esposa se encuentre malgeniada a causa de sus cambios hormonales o cuando el marido dé la apariencia de que nada le importa, salvo el fútbol, la cerveza y sus amigos. Hablar no sólo es importante sino necesario; no siempre se arreglará todo pero no pondrán al otro a que adivine lo que piensa y siente.

Quinto: Entenderse, es decir, reconocer que no piensa igual un hombre que una mujer y que su manera de entender el mundo, de concebirlo y de amarlo puede diferir.

Sexto: Aceptar desde la fe que todo esto toma  formado por la Gracia de Cristo. “Sin mí, nada podéis hacer”.  Finalmente, el apóstol Pablo lanza una pregunta a manera de grito auxilio: “Miserable de mí, ¿quién me librará de este cuerpo de muerte? Gracias doy a Dios por Jesucristo, Señor nuestro”.  (Rm. 7,14-18)

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