Evangelizar (dar la buena noticia) es la tarea de la Iglesia, a eso ha sido enviada, por eso ha sido fundada, por ello es sostenida por la fuerza del Espíritu.
Esa buena noticia no es otra que el amor de Dios, un amor tan incondicional, tan absoluto, tan veraz como la cruz; un amor que no es simplemente “por la humanidad” (expresión que dice mucho pero no dice nada) sino por mí y por ti, y que no es producto de la ganancia o de la conquista personal sino gratuidad benevolente de parte del Señor.
Un amor gratis, tan gratis que no es merecido ni está sujeto al cambio de nuestra conducta, aunque necesariamente deba conducir a ello.
Por eso esta buena noticia es tan escandalosa, hiere nuestro concepto de justicia, trastoca nuestra escala de valores y hace entrar en crisis todas aquellas frases grabadas en el corazón cuando afirmaban que “Dios sólo nos ama si somos buenos”.
Por eso no es fácil evangelizar, pues ello requiere de la propia experiencia del amor de Dios, de su ternura, de su compasión y de su “hacer nuevas todas las cosas” en mí.
Lo otro puede ser simplemente la transmisión de verdades de fe reveladas por la Escritura que, sin infravalorarse, corren el riesgo de convertirnos en creyentes fríos, de esos que defienden conceptos y matan por ellos, pero no permiten que estos lleguen a transformar la vida.
Evangelizar no es amenazar con la condenación a todo el que obra mal, no es blandir la espada de la justicia contra todos los pecadores arrinconándolos en una esquina para poderlos marcar con la señal de los perdidos, ni declararlos enemigos de la propia causa sólo porque la ignorancia les ha impedido ver la verdad (Jesús es la verdad).
Evangelizar es mostrar los brazos abiertos de Jesús en la cruz diciendo: “todo lo he hecho por amor a ti”. Eso es lo que verdaderamente transforma el corazón y hace en nosotros poseer la experiencia de una vida nueva.
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