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Aquí y ahora, ante ti, Jesús pasa… muévete, míralo, ¡déjate mirar!

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Carlos Padilla Esteban - publicado el 01/11/13

«Él bajó en seguida y lo recibió muy contento»

No sé por qué pero a veces me veo preguntándome dónde y cómo me encontraré dentro de veinte o treinta años. Es como si los miedos tuvieran fuerza y quisieran plantearnos enigmas sin solución. No lo sabemos. No sabemos si llegaremos a vivir un día más.

Y, sin embargo, nos importa pensarnos dentro de tanto tiempo, imaginar el rostro ajado, el pelo más blanco, la vida algo más gastada. Como si el tiempo importara demasiado. Como si nos preocupara el estado de plenitud de nuestra vida entonces.

Nos agobiamos por el futuro, por lo que tenemos por delante. Como si lo quisiéramos tener todo controlado. Como si nos importaran tanto las decisiones y los cambios que pueda tener nuestra vida.

En ocasiones nos agobia la posibilidad de no ser fieles, de no ser felices, de no hacer felices a otros, de no encontrar un sentido. Nos asusta una ancianidad vivida sin rumbo, sin alegría, sin esperanza. Quizás porque vemos a algunos ancianos caminar sin alegría hacia la muerte. Aunque también vemos a muchos vivir con alegría su ancianidad.

A veces nos parece que el futuro, lo que ha de venir, es más importante que nuestro presente. Pensamos que nuestra vida será más plena en el momento en que nuestros hijos crezcan, imaginamos que entonces podremos hacer muchas cosas. O cuando tengamos otro trabajo. O cuando nos jubilemos y tengamos tiempo libre. O cuando nos quieran mejor y nos sintamos más llenos. O cuando encontremos un sentido a todo lo que hacemos.

Es como si pensáramos que siempre hay una posibilidad nueva, una nueva oportunidad, una ocasión para volver a empezar. Lo malo es cuando, preocupados por el futuro y su aspecto, dejamos pasar la vida sin importarnos el presente.

Pasan las oportunidades, los momentos, las ocasiones propicias y las dejamos pasar llevados por el miedo. Dejamos pasar ante nuestros ojos lo que podía ser y ya no es. Dejamos de subir al árbol como Zaqueo, porque no es el momento y no corresponde. No abrimos la puerta a Dios, pensando en nuestras cosas, y Dios pasa de largo.

Vivimos el presente pensando en el futuro. Sin prestarle atención, sin entregarnos totalmente en lo que estamos haciendo. Escuchamos sin interés, conducimos pensando en lo que nos falta por hacer, perdemos la paz mirando la lista de cosas por hacer.

No nos tomamos en serio la vida y a las personas que Dios pone ante nosotros. Vivimos lo que todavía no ha sucedido con preocupación y dejamos de vivir lo que tenemos entre manos cuando es lo que Dios quiere que hagamos.

La llamada de hoy sucede ahora, aquí, en mi árbol, en la hora que está pasando, justo cuando Jesús pasa ante mí. Aquí y ahora nos decidimos por Él o lo dejamos pasar. Nos preocupamos de lo que todavía no ha sucedido o nos tomamos en serio la posibilidad de optar hoy, en este momento, con audacia, confiando. O damos el todo en lo que hacemos o sólo nos damos a medias.

La verdad es que Dios respeta nuestros tiempos y nuestra originalidad. Se adapta a nosotros, nos habla en nuestro idioma.

A nosotros nos cuesta más respetar nuestra propia originalidad, y más aún la de los demás. Nos forzamos tratando de adaptarnos a moldes establecidos, a lo que los demás hacen, a lo que esperan de nosotros. Entonces no respetamos la fuerza creadora que existe en nuestro interior.

Pensamos que es mejor pasar desapercibidos, tener un bajo perfil para no llamar la atención, para que no se fijen en nuestra forma de vestir, en nuestra apariencia, en nuestros juicios. Nos importa demasiado la opinión de los otros y así acabamos cayendo en la masificación, algo que se da también en nuestra vida de fe.

Nos masificamos haciendo todos lo mismo. Eso de subirnos a un árbol como Zaqueo nos parece impensable. ¡Qué van a decir!, pensamos. Creemos que es más sano y salvador hacer todos lo mismo, siguiendo las mismas normas, comportándonos de una manera parecida. Sobre todo hacer las cosas sin llamar la atención.

Por eso nos incomodan los que llaman la atención, los que no actúan como estaba convenido, los que se exceden en su forma de actuar, los que se suben a un árbol para ver a Jesús. Los juzgamos porque nos parece que desentonan. Y no es bueno desentonar en esta vida.

Nos cuesta que otros destaquen mucho con su originalidad y hagan aquellas cosas que nosotros jamás habríamos pensado y jamás nos atreveríamos a realizar. Nos cuesta que alcancen metas que anhelamos pero que nos resultan imposibles. Nos inquieta que, desde lo alto de su árbol, no pasen desapercibidos para nadie.

En realidad, nos gusta más la masa. Nos asusta estar en el candelero y que opinen sobre nosotros y nos juzguen. Nos da miedo destacar y ser fieles a nuestra originalidad. Nos incomoda seguir la voz del corazón y actuar de acuerdo a lo que Él ha sembrado en el alma.

Por eso acabamos desperdiciando muchos de nuestros talentos. Porque no queremos arriesgar. Porque tememos ser rechazados. Porque la vida es corta y hay que vivirla sin grandes aspavientos, con normalidad.

Y así ahogamos las voces que gritan en el alma. Acallamos el deseo de ser fieles a lo que Dios nos pide. Nos quedamos metidos en la masa, sin gritar mucho, callados, escondidos.

Zaqueo sólo quiere ver a Jesús. Sólo quiere distinguirle de lejos. Porque sabe que Jesús tiene algo nuevo, especial, distinto. Hay algo en Él que responde a lo que lleva buscando toda su vida. Algo valioso que el dinero no da, ni tampoco el poder. Todo eso lo deja vacío.

Zaqueo podía haberse quedado en su rutina, en su día ordinario. Podía haberse quedado en sus negocios y haber evitado acudir a ese lugar por el que iba a pasar Jesús. Pero no se queda quieto, es creativo, inventa, sale de su rutina y se pone en camino.

¿Por qué quería verlo? No sabemos sus razones más íntimas. Tal vez había oído hablar de Jesús. Sólo quería verle de lejos, con una mezcla de curiosidad y algo de miedo. Tal vez ni siquiera él sabía lo que buscaba, porque lo tapaba con su día a día. Seguramente no había profundizado en el océano oculto de su alma, ni se había detenido a pensar qué era lo que le faltaba. A lo mejor ni siquiera conocía su propia sed.

Sin embargo, había algo de intriga que no le dejaba tranquilo. Él se habría conformado con verlo. Le habían contado sus milagros. Quería comprobar con sus propios ojos si ese tal Jesús era un hombre al que merecía la pena conocer.

No piensa en las consecuencias de su acto. No piensa que otros puedan juzgarlo, o, si lo piensa, no le importa. Él quiere ver a Jesús y todo lo justifica con tal de verlo.

Pero, ¿por qué se subió Zaqueo en un árbol? ¿No podía haberse acercado como los otros, andando, con humildad? ¿No es acaso un gesto de prepotencia? «Corrió más adelante y se subió a una higuera».

Muchos juzgarían su atrevimiento. Pensarían que era un acto para llamar la atención y no pasar desapercibido. Ese publicano, explotador, se creía además tan superior que hacía esas cosas para ser visto. Verían la acción, la superficie de un gesto, como algo impertinente. Murmurarían en su interior y juzgarían por lo que veían. Su mirada no les permitía ver el corazón de Zaqueo.

¿Cuáles eran sus verdaderas razones? Zaqueo se subió a un árbol por un problema de estatura: «Trataba de distinguir quién era Jesús, pero la gente se lo impedía, porque era bajo de estatura». El problema de la altura le hizo tomar una decisión audaz. Mucha gente no le dejaba ver y él quería ver: «Para verlo». Tienen mucha fuerza estas palabras y su gesto. Quería ver a Jesús. No se sentía digno de acercarse. Ésa es la razón de su comportamiento.

Es fiel a su originalidad, a la voz de su corazón y se sube a un árbol. Se expone. Es bajo de estatura y asume su limitación. Necesita un árbol. Sin ese árbol no podría ver a Jesús. Hace el ridículo, porque era bajo de estatura.

Algunos se reirían de él, porque era bajo y se subía a una higuera. Tal vez incluso la risa de los que lo rodeaban pudo ser lo que hizo que Jesús se volviera a mirarlo. Su fracaso ante los hombres se convertirá en un éxito ante Dios. Su ridículo se convierte en un don, en una gracia, en una grieta por la que entra Dios. Su debilidad y limitación se convierten en la puerta de entrada al corazón de Dios.

Una persona rezaba de esta manera consciente de sus limitaciones: «Ser humilde en ideas, conociéndome a mí misma, mis defectos y miserias. Ser humilde en deseos, sin pretender que me estimen o valoren. Ser humilde en palabras, no hablando nada del bien que sólo Dios ha hecho en mí, callada a las humillaciones y desprecios, que ayudan a vencer mi amor propio. Ser humilde en obras, aceptando alegre las ocupaciones mas insignificantes, dignas de mí ante tu grandeza, Señor».

Podría ser la oración de Zaqueo. Vence el miedo al ridículo. Su limitación es la llave de entrada. Jesús entrará en su vida. Él entrará en la vida de Jesús. Y todo porque era bajo de estatura.

Despreciamos los límites que tenemos tantas veces. Nos duele ser bajitos, o gordos, o poco inteligentes, o tener mala voz. Pensamos que no valemos y nos quejamos de nuestras torpezas y debilidades. No las besamos con alegría.

No nos produce paz pensar que somos limitados. Más bien nos turbamos al pensar que no podemos llegar tan lejos como otros. Se nos olvida que nuestra gran debilidad, nuestra carencia, nuestra herida, puede ser la llave que Dios usa para llegar a nuestro corazón. En nuestra debilidad está nuestra fortaleza. Así pasó con Zaqueo, así pasa con nosotros.

Hoy vemos de nuevo la importancia que puede llegar a tener una mirada: «Jesús, al llegar a aquel sitio, levantó los ojos». Me encanta este gesto de Jesús. Levantar la mirada cuando uno va caminando, rodeado de gente, no es tan fácil. Levantó los ojos y los apartó de los que lo rodeaban y querían tocarlo. Le mira.

Y no mira como los otros. No ve que Zaqueo es ese hombre rico, poderoso y pecador al que tantos desprencian: «Un hombre llamado Zaqueo, jefe de publicanos y rico». No piensa que roba y actúa con maldad. En realidad sólo se fija en su alma. Lo mira con ternura, descubre quién es apartando las apariencias.

Le quita la máscara y se encuentra con ese hombre herido. Descubre su miedo velado, su deseo de ser amado oculto en una aparente prepotencia. Ve su deseo de encontrar sentido a su vida, aunque quiera aparentar que todo lo tiene controlado.

Jesús no pasa de largo ante su mirada de búsqueda. Muchos le gritan, le llaman, pero Jesús se para en ese momento ante el árbol de Zaqueo. ¡Bendito árbol! ¡Bendita estatura! La herida, la limitación, se convierte en fuente de vida. En ese momento se detiene el tiempo.

¿Hacia dónde iba Jesús? No importa. ¿Cuál era esa agenda apretada que marcaba sus pasos? Tampoco es relevante. No sabemos lo que iba a hacer, poco importa. Para Él sólo existe Zaqueo en ese instante. Una persona expresaba el deseo del alma.

El corazón quiere que Jesús se detenga ante nosotros: «Quédate, Señor, en mi silencio, ese silencio en el que yo no sé estar, acogiendo mi propia alma. Quédate en mi silencio para que, sintiéndote, no necesite hablar. Quédate para custodiar la pureza del primer Amor.

Quédate para que sea la soledad fecunda. Quédate y enséñame que en el silencio no mueres sino que creces y, en su fecundidad, crezca yo también, como lo hizo María. Quédate en mi silencio sin que tenga yo que decir nada, viviendo el gozo del contemplarte. Quédate para acoger como tú acoges.

Quédate en mi silencio para que mi herida se transforme, y pueda descubrir que en ella compartes conmigo tu intimidad. Quédate en mi silencio para calmar mi alma que fácilmente se altera. Quédate y llévame en silencio al pie de la cruz, con María, y sea mi silencio tu compañía».

La importancia del presente, la sacralidad del momento. En el silencio del árbol Zaqueo mira y es mirado. Tal vez en el interior de su corazón rezaba esas palabras: Quédate, Señor. En ese instante sagrado Dios se hace presente en su vida para siempre. Jesús se queda con él, se detiene ante él, lo acoge y lo abraza.

Un cruce de miradas y Jesús conoce de un solo golpe su vida, su pecado, su pequeñez. Al mismo tiempo, sabe lo que Zaqueo puede llegar a ser si se deja hacer por Dios. Sí, Jesús siempre ve más allá del presente. Y mira en lo profundo del océano de nuestro corazón. Conoce los sueños más ocultos, aquellos que nosotros mismos ignoramos. Así es Dios que nos da siempre más de lo que nosotros pedimos. Siempre desborda. Siempre supera las expectativas.

El encuentro entre Jesús y Zaqueo es el encuentro entre dos miradas. Una mirada llena de sed, la de Zaqueo. Otra mirada llena de amor, la de Jesús. Una mirada llena de búsquedas incumplidas, de sueños incompletos, de preguntas sin respuestas. La otra mirada llena de calidez, de acogida, de elección personal en medio de mucha gente. La importancia de la mirada. Unos ojos que se elevan a lo alto y nos encuentran. Unos ojos que miran hacia abajo, desde una higuera, y se cruzan con los de Jesús.

Vamos por la vida sin levantar la mirada. La tenemos fija en nuestras preocupaciones y problemas. En las personas que nos rodean e intentan tocarnos. La tenemos puesta en nuestro propio corazón y nos preguntamos continuamente cómo nos sentimos. Así no avanzamos. Porque muchas veces la mirada se detiene en nuestros miedos, en nuestra mediocridad y de ahí no sale.

Sólo miramos nuestro miedo, nuestra angustia, y es mucho mayor que cualquier otra cosa. Sin embargo, una mirada puede cambiar nuestra propia mirada. Mirar y ser mirados. Al ser mirados de forma diferente aprendemos a mirar.

Porque normalmente miramos poco. Vamos con prisa. Nos quedamos pensando en algo y no vemos a nadie. Vamos por la calle contestando mensajes, sin levantar la mirada. Vivimos sumergidos en nuestros problemas. No miramos.

Y tampoco miramos con amor. Nuestra mirada no pregunta al otro cómo se encuentra. Tal vez ya no nos importa porque no tenemos tiempo. No miramos enalteciendo, admirando, sosteniendo. No miramos comprendiendo, disculpando, alegrándonos. Nuestra mirada puede estar llena de reproches y quejas. De exigencias y faltas de cariño.

El otro día vi el anuncio de una película: «La mirada del amor». Una mirada que nos sostiene es la de quien nos ama y quiere nuestro bien. El protagonista de la película descubre que nadie le había mirado hasta entonces como esa mujer.

En realidad es la mirada del amor la que nos descubre un mundo nuevo, otra forma de ver la vida. Es la mirada que cambió la vida de Zaqueo, porque nadie antes lo había mirado como aquel hombre. Jesús le miró a él, sólo a él, en medio de tantos. Jesús se detiene para entrar en diálogo y mirar.

Una mirada nos puede sanar para siempre. La mirada de Zaqueo dice: «¿Quién eres Tú?» Y la otra dice: «Sé quién eres tú, Zaqueo, publicano, hombre herido, pobre. Sé quién eres en lo más profundo de tu corazón».

La mirada de Zaqueo estaba llena de miedo, la de Jesús de misericordia. La mirada de Zaqueo expresaba sin saberlo una petición. La mirada de Jesús lo da todo. Las dos miradas se encuentran. Toda la vida esperando ese momento. Jesus sabe ver su sed, su anhelo, su necesidad, su búsqueda. Más allá de sus hechos. Sabe que es pecador, jefe de publicanos y rico.

Su mirada no lo condena. Al contrario, Jesús ve el anhelo de su corazón, su necesidad más íntima, su vacío en medio de las riquezas. Jesús se conmueve ante su manera ingenua de querer verle, aunque sea de lejos, en lo alto de una higuera.

Otros estarían más cerca, a su lado, confiando en su amor, en su propia pureza. Tal vez eran mejores, no robaban, no se aprovechaban del pobre. Pero Jesús, no sólo se deja ver por Zaqueo, sino que se detiene y lo mira. Esa mirada ablandó la dureza de su corazón e hizo que se mostrara vulnerable y pequeño ante Jesús. Esa mirada cambió su vida para siempre. Y, seguramente, su propia forma de mirar a los hombres.

La mirada, unida a las palabras, cambia la vida de Zaqueo. Porque Jesús se invita a comer a su casa: «Zaqueo, baja en seguida, porque hoy tengo que alojarme en tu casa». Jesús dio más todavía, le pidió que lo recibiese en su casa.

No le dijo que tenía que cambiar de vida porque era un pecador. No lo condenó, no lo juzgó, no le exigió nada, sólo le pidió algo sencillo, simplemente quería que lo recibiese en su casa. Va a casa de un pecador público, va a comer con pecadores. Eso fue lo que produjo el cambio más profundo en el alma de Zaqueo.

Con la alegría por recibir a Jesús en su casa desciende del árbol: «Él bajó en seguida y lo recibió muy contento». Con rapidez desciende y se acerca a Jesús. Se llenó de alegría, se sintió escogido. Una petición, un deseo expreso, una respuesta dada por Zaqueo con alegría. Jesús quería alojarse en su casa, meterse en su vida, invadir su intimidad.

El Padre Kentenich nos explica la importancia de la fe en los momentos en los que Dios nos pregunta, se detiene ante nosotros y nos interpela: «La luz de la fe debe iluminar, debe mostrarme el camino. A esta luz debo entregarme. Tengo que aprender a ver siempre a Dios, al Dios del amor, detrás de todo. Debo colocar la escalera, mirar hacia arriba y preguntar: ¿Qué quiere decirme Dios con esto? En toda circunstancia: es la voluntad de Dios, por eso permanezco tranquilo. Debo colocar la escalera para el corazón. Si no elaboro el acontecimiento con el corazón, a la larga, no llegaré a ser un hombre interiormente libre»[1].

Mirar a Dios con la luz de la fe. Entender que detrás de una escena tan normal, tan humana, se encuentra el deseo de estar con Dios, de seguir sus pasos. En ocasiones queremos justificar todo lo que hacemos. Queremos encontrar a Dios detrás de cualquier hecho, porque así sentimos que nuestra fe es más fuerte.

Pero normalmente nos cuesta saber lo que Dios quiere. Es verdad que lo buscamos, pero nos cuesta ser libres para aceptar lo que nos pide. Bajar del árbol felices para comer con Él. Sin excusas, sin poner peros, sin exigir nada a cambio.

Nos cuesta renunciar a nuestras seguridades y planes para seguir a Jesús. Nos aferramos a nuestro mundo levantado a fuerza de voluntad. No queremos los cambios de Dios. Nos apertrechamos buscando seguridades. No tenemos esa flexibilidad de Zaqueo, ese corazón joven que salta desde un árbol al mundo, para empezar de nuevo, para abrirse a un cambio.

Nos cuesta mucho ver a Dios detrás de todo. Casi siempre pasamos de largo, tapamos los gritos del alma. Acallamos la voz de Dios y seguimos nuestro camino. Vivir la sacramentalidad del presente es vivir la importancia del Dios de nuestra vida que nos habla.

En una conversación, en quien menos lo esperamos, en una cruz, en un cambio de planes: «Zaqueo, vengo a comer a tu casa».

El juicio de los que se creen mejores, salvados y más santos, puede llegar a ser muy duro. El publicano desempeñaba un oficio que ensuciaba su fama. No era alguien querido y respetado. Por eso lo juzgaban fácilmente: «Al ver esto, todos murmuraban, diciendo: – Ha entrado a hospedarse en casa de un pecador».

La semana pasada un publicano entraba a orar al templo y se arrodillaba al final sin levantar la mirada, sintiéndose un pecador. Era juzgado por un fariseo que rezaba con devoción en el primer banco. Hoy, otro pecador, otro publicano, se sube a un árbol y así logra lo que otros no tenían. Jesús va a comer su casa. Pero los fariseos, los que siguen a Dios y buscan hacer su voluntad, caen en el juicio.

Normalmente nos dejamos llevar por las apariencias, por la forma de vestir, por el aspecto. Lo que escuchamos nos llega con más fuerza o menos dependiendo de quién sea el que lo dice. Una frase cualquiera, firmada por un santo, tiene mucha más fuerza.

Cuando no creemos en la vida de quien nos habla, tampoco creemos en sus palabras y sus gestos nos parecen sospechosos. Nos cuesta ver a Dios detrás de cualquier palabra dicha por cualquiera. No creemos que Dios hable a través de cualquier persona.

Decía el Padre Kentenich que tenemos que escuchar a los jóvenes y a los artistas para descubrir la voz de Dios. Pero muchas veces no lo hacemos. Nos fiamos de los mensajes del Papa Francisco, aunque sean palabras ya conocidas. Porque dichas por él tienen más vida, más fuerza, parecen más verdaderas y nos hacen arder. Si vienen de otra persona pierden su fuerza.

El publicano era juzgado por su profesión, por su fama, por su pasado. Se sube al árbol y es juzgado por hacer algo fuera de lo normal, ridículo. Come con Jesús y es juzgado. Jesús come con él y también es juzgado. Jesús busca la oveja perdida, a aquel hijo pródigo despreciado. Busca y se fija en lo que no se ve.

Es muy fácil condenar con el corazón, con el pensamiento y los labios. Lo hacemos con frecuencia y buscamos aliados en el juicio, para que el juicio tenga más fuerza.

El juicio de los fariseos es duro. Ven que come con pecadores y eso les escandaliza. Piensan en su interior que no es un profeta, porque si lo fuera sería capaz de reconocer a un pecador. Piensan que los pecadores públicos no merecen misericordia. Piensan que el que se mezcla con pecadores acabará siendo de su misma condición. Todo se pega, más aún el pecado. Jesús es condenado junto a Zaqueo. No les importa la vida del publicano, sólo les importa que es pecador y lo apartan de su vida.

Nosotros juzgamos de la misma forma. A veces llevamos tan grabado el juicio en el corazón que no nos damos cuenta, pero nos comportamos de acuerdo con nuestro juicio. Vemos a la persona juzgada y nos alejamos de ella, no creemos ni en sus palabras ni en sus actos. Nuestro juicio es duro, inmisericorde. Se expresa en palabras o sólo en pensamientos.

La conversión llega a su casa cuando Jesús se sienta a comer con él. Zaqueo, en ese momento, decide cambiar de vida. Así comienza el cambio en su corazón: «Pero Zaqueo se puso en pie y dijo al Señor: – Mira, la mitad de mis bienes, Señor, se la doy a los pobres; y si de alguno me he aprovechado, le restituiré cuatro veces más. Jesús le contestó: – Hoy ha sido la salvación de esta casa. Porque el Hijo del hombre ha venido a buscar y a salvar lo que estaba perdido». Lucas 19, 1-10.

Una mirada, una comida, unas palabras.¿Qué provoca la conversión del corazón? Es el mismo proceso que se da cuando recibimos la indulgencia plenaria. El corazón se arrepiente de su vida llena de pecado, pide perdón, desea cambiar de vida, se compromete al cambio y recibe la gracia del perdón.

El amor recibido con la absolución nos devuelve la dignidad perdida y empezamos a recorrer un camino nuevo. Nos unimos en oración y recibimos la expresión del amor más grande, Cristo hecho eucaristía. Entonces rezamos por la Iglesia que nos acoge, que nos invita a comer, que nos devuelve la vida. Pedimos por el Papa que es Cristo en la tierra y con él pedimos por todos los que siguen a Cristo en la Iglesia, santa y pecadora.

Así fue también el proceso de Zaqueo. Se sintió pecador, pequeño, frágil. Se bajó del árbol y luego confesó públicamente su pecado. Se sintió profundamente amado y elegido. Tal vez Zaqueo rezó con las mismas palabras de esta oración: «Gracias por quererme. Sólo contigo mi vida tiene sentido, sin ti no es más que un día tras otro».

El amor de Jesús provocó el cambio. Esa experiencia de amor por él mismo, y no por su cargo, lo cambió todo. Sintió que su pecado ya no era importante. Se sintió amado por lo que era en lo más hondo. Ese amor logró sacar de él lo máximo. Experimentó una mirada de misericordia que nunca antes había recibido. Volvió a reír al sentirse querido.

El encuentro con Jesús cambia su vida, su corazón y su capacidad de amar. Le cambia más allá del mínimo necesario para lavar su imagen. Más allá de lo necesario. Más allá de lo lógico. Y entonces, en ese momento, Zaqueo desea ser santo, amar como Jesús ama, mirar como Él mira, y decidió dar por encima de lo justo.

Repartió sus bienes y dio cuatro veces más de lo que había robado. Su vida ya no podía seguir siendo igual desde el momento en que Jesús se había detenido ante la higuera y se había invitado para comer en su casa.

Es verdad, eso sí, que Zaqueo no lo entrega todo, sólo la mitad de sus bienes y decide restituir lo que ha robado. Da más de lo que es justo, pero no lo da todo y no emprende el seguimiento.

Recordamos a aquel joven rico al que Jesús invitó a dar todo su dinero a los pobres y seguir sus pasos. ¿Por qué no le pide lo mismo a Zaqueo? No lo hace. Zaqueo conservará su casa, su vida, ¿su profesión?

No sabemos bien qué ocurrió después de aquella comida. Zaqueo cambió de vida. Pero no del todo. Porque no dio todos sus bienes. Jesús no se lo pidió. No tuvo que alejarse triste porque era muy rico y no quería dejarlo todo. Jesús no se lo pedía.

Pienso que cada uno tiene que descubrir en su corazón lo que Dios le pide. Necesitamos abrir el corazón, como decía una persona: «Abre tu corazón y no tengas miedo de que te lo rompan. Los corazones rotos se curan. Los corazones protegidos acaban convertidos en piedra».

Cuando lo hacemos con sencillez, con humildad, logramos que Jesús entre. No importa tanto si vendemos todos los bienes y les damos el dinero a los pobres o sólo entregamos una parte de lo que tenemos. Zaqueo sólo dio una parte de lo suyo, no vendió su casa, no cambió totalmente su vida. Era lo que Jesús le hizo ver. No le pidió más.

Pero es verdad que ya nada pudo seguir igual que antes. Todo había cambiado. Jesús no fuerza a Zaqueo. No le pide que le siga. No le pide que lo venda todo y se lo dé a los pobres. Respeta su originalidad. Comparte con él la comida y aguarda paciente.

El verdadero amor respeta lo propio. Decía Jorge Bucay: «El verdadero amor no es otra cosa que el deseo inevitable de ayudar al otro para que sea quien es». El amor de Jesús respeta a Zaqueo. Saca lo mejor que él, porque Zaqueo se vuelve generoso con sus bienes.

El otro día leía: «En todo momento debemos dar a aquellos a los que amamos la libertad de ser ellos mismos. El amor afirma a otros como otros. No los posee ni manipula como propios»[2].

El amor que respeta, que aguarda paciente a nuestra puerta, que escucha y espera, es el amor que saca lo mejor de nosotros, lo máximo. Es el amor que nos enaltece y levanta, nos hace dignos.

Así nos mira Dios y nos quiere. Su amor nos devuelve la dignidad que en el camino perdemos por el pecado. Es el amor que nos hace sentirnos hombres, vivos, despiertos, nuevos.

Jesús no hace ninguna curación exterior, aparentemente no pasa nada extraordinario, pero quizás este milagro es más grande, porque permanece para siempre. Es la transformación del corazón tras el encuentro con Dios.

Pienso que así es María en el Santuario. Ella nos espera con Jesús detrás de la puerta y transforma nuestro corazón y nuestra vida. Su mirada de misericordia y su manera de pronunciar nuestro nombre nos cambian y sacan lo mejor de nosotros mismos, algo que ni siquiera sabíamos que teníamos dentro.

En el Santuario nos encontramos con una mirada, la mirada de María. Es una mirada que acoge y comprende. Nosotros nos subimos a la higuera al entrar en el Santuario. Sólo queremos ver de lejos a María, pero lo importante es que Ella nos mira. Se detiene ante nosotros. Nos ve en lo más hondo. Descubre la pequeñez de nuestra vida y nos pide comer en nuestro corazón. Quiere quedarse para siempre.

¿Por qué nos da miedo ese Dios que quiere quedarse a nuestro lado?Es como si nos diera miedo tener que entregar lo máximo al estar a su lado. Jesús y María sólo quieren mirarnos y abrazarnos, decirnos que nos estaban esperando desde siempre.

La mirada de María nos habla de su deseo. Quiere estar a nuestro lado levantando nuestra vida. Alguna persona me comenta: «En ocasiones, cuando menos digno me siento, entro al Santuario y veo que María me mira recriminando mi conducta».

Es curioso, yo nunca veo esa mirada en María. Veo su alegría, su complacencia. No porque le traiga muchos méritos, a menudo no es así. Sólo le entrego mis límites y me subo al árbol de mi pequeñez. Desde allí me ve. Mis pecados me hacen más alto. Como a Zaqueo. Los reconozco y acepto.

María me mira, me levanta, se ofrece a quedarse en mi casa. Así debería ser cada día que entramos en el Santuario. No ya como hombres salvados, sino como hombres pobres que necesitan la salvación.

Hoy me pregunto si yo soy como Zaqueo o me mantengo lejos porque ya sé que no soy digno. Me pregunto si busco inquieto su rostro, si me subo a otros para buscar a Jesús y que Él me vea, si quiero distinguirle en medio de mi vida, si me muevo o espero siempre tras mi muro encerrado.

Me pregunto si, tras encontrarme con Jesús, mi vida cambia y doy más allá de lo correcto y de lo lógico. Si me llena de alegría estar con Él.

Me pregunto si soy como Jesús ante los otros, si paso de largo ante los diferentes, los que no viven como yo, si les juzgo por sus cargos o por lo que hacen. Si sé detenerme, acercarme y dejar todo por una persona, si sé cambiar mi plan de hoy por alguien concreto aunque no me beneficie.
Si miro el corazón, si sé nombrar al otro en lo más hondo de lo que es, si sé leer lo que necesita en sus ojos y darle más aún.

Me pregunto si soy como los que murmuran, que se creen mejores, que tienen celos porque no les ha elegido a ellos para alojarse, ellos que son los buenos, los fieles. Si tengo celos de los que tienen misericordia de otros, si tengo celos cuando no soy el elegido, el admirado, el valorado, si juzgo por apariencias y no veo el corazón.

¿Cómo es mi corazón? ¿Es como el de Jesús? ¿Es cómo el de Zaqueo? ¿Es cómo el de los que murmuran?

Escuchamos las palabras que nos dice el Papa Francisco: «Estoy seguro de que ustedes no quieren ser cristianos a tiempo parcial, no ‘almidonados’, de fachada, sino auténticos. Evangelizar es servir inclinándose a lavar los pies de nuestros hermanos como hizo Jesús».

Sí, definitivamente, queremos ser como Zaqueo, como Jesús. Queremos ser mirados como él lo fue. Queremos mirar como Jesús nos mira. Queremos ser hijos auténticos, enamorados hasta lo más profundo del corazón. Dios nos pide que entreguemos el corazón por entero.

Decía el P. Kentenich: «Dios exige la entrega total de toda la persona: de la inteligencia, de la voluntad y del corazón. Significa renunciar a una claridad sin nubes, a la seguridad y al amparo terrenales». No quiere que seamos mediocres. Quiere que seamos santos enamorados.


[1] José Kentenich, “Dios presente”,177-180
[2]John Powell. “El secreto para seguir amando” pag.51

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