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¿Has experimentado la libertad de no esconder tus imperfecciones?

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Carlos Padilla Esteban - publicado el 25/10/13

"Todo el que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido"

El otro día pensaba que no siempre el diálogo con los demás es tan fácil. No tenemos paz, guardamos sentimientos negativos, recordamos y no olvidamos, el rencor permanece.

Queremos decir lo que pensamos y nos cuesta hacerlo, dudamos, somos malinterpretados. A veces no somos capaces de decir lo que sentimos y lo guardamos todo. El corazón se llena de emociones negativas y acabamos estallando por cualquier motivo.

No logramos explicar los afectos del corazón. Ni los entendemos nosotros, ni conseguimos que otros los entiendan.

Es verdad que el diálogo se fundamenta en la verdad y en el amor. Pero no siempre es fácil que esa relación sea la correcta.

El otro día leía: “La cuestión más espinosa en relación al diálogo es la de las emociones negativas. ¿Qué hago cuando siento hostilidad hacia ti, e incluso deseos de matarte? Esto ocurre en las mejores familias. El confiarte mis resentimientos, mi ira, mi amargura o mi hostilidad encierra un riesgo y un peligro innegables, cosa que no sucede si lo que te confío son mis sentimientos de agradecimiento y de amor”.

La confianza para manifestar los sentimientos negativos y positivos es fundamental. Tener confianza en el otro y dar confianza son herramientas básicas en el diálogo. Sin confianza no hay sinceridad y no logramos ser nosotros mismos.

No obstante, no siempre es bueno decirlo todo. A veces creemos que sí, que si lo decimos todo y somos sinceros, entonces todo se soluciona. Creemos que si nos guardamos algo la relación de amistad, fraternal, filial, conyugal, paternal o maternal, se va a complicar. Mientras que si nos desahogamos, y lo decimos todo, va a ir todo mejor.

No siempre es así. A menudo, en aras de ser sinceros, herimos sin darnos cuenta. Pasamos por encima de la sensibilidad de los demás, sin pensar en lo que ellos sienten. Creemos que si lo decimos todo estamos construyendo sobre la verdad.

Pero la verdad sin amor es dura, a veces imposible de sobrellevar. Y el amor sin verdad tampoco se construye sobre una base sólida.

Es necesario aprender a callar muchas cosas. Saber decir las cosas con humildad y cariño, sin herir, sin exigir nada, con respeto sagrado, porque el terreno que pisamos, el alma de aquel a quien amamos, le pertenece a Dios.

Así las relaciones pueden crecer. Sobre la base del respeto y el cariño. Si respetamos al otro en su verdad rompemos las barreras que nos separan de él. Nos colocamos ante su puerta como ante un lugar sagrado. Respetamos sus necesidades y deseos. Entramos descalzos.

Es verdad que, para poder darnos de forma auténtica, es necesario que nos conozcamos y aceptemos nuestra realidad con humildad y sencillez.

Es algo importante mirar el propio corazón y aceptarlo: “Quien conoce todos sus abismos, sus zonas sombrías, sabe que sólo puede vivir en plenitud si es comprensivo consigo mismo, si es capaz de decirse sí tal como ha sido creado. Sólo cuando alguien se ha aceptado a sí mismo puede aceptar al que busca consejo sin juzgarlo”[1].

Aceptar nuestra vida, nuestra realidad, nuestras imperfecciones, no siempre nos resulta. Necesitamos ser realistas y aceptar la vida como es. El amor de aquellos que nos aman sin condiciones nos ayuda a descubrir la belleza de nuestra vida y aceptarla en sus límites.

Es un don el poder llegar a querernos sin pretender ser más de lo que somos, sin querer estar más sanos o tener más dones de los que hemos recibido. Sin exigirles a los demás que nos acepten y quieran. Sin sentirnos mejores de lo que somos.

Es mirar a Dios cara a cara y decirle que sí, que entendemos y queremos nuestra vida como es. Con sus límites y carencias, con su bondad y su pecado, con su belleza y sus arrugas.

Es decirle que sí al Dios que nos quiere y busca, a ese Dios de nuestra historia que conoce nuestros miedos e inquietudes. Sabe que somos débiles y necesitamos su amor, el sí que pronuncia sobre nuestra vida. El amor que nos tiene, porque nos ama de forma incondicional, nos sostiene y levanta.

Una persona rezaba: “Quiero entregarme a ti con la confianza con la que se entrega un niño a sus padres, sabiendo que está seguro, sabiéndose amado sin fisuras. Porque ahí está el secreto: en el Amor que recibo cada día, Amor que puedo tocar con mis manos, Amor de Padre bueno, Amor al que quiero responder con toda mi vida. Nunca más quiero que estés a la puerta, a mi puerta llamando y yo no te abra, mi puerta estará siempre abierta para ti. No sólo para que entres, sino para que te instales, para que invadas todo mi ser y lo hagas tuyo”.

El amor de Dios es el que nos sana, nos levanta y nos devuelve la dignidad. Dios atraviesa nuestra puerta santa cuando se lo permitimos y dejamos que entre y nos abrace. Queremos que se quede con nosotros. Y en ese encuentro con Él, recuperamos la dignidad, porque nos acepta tal y como somos.

Al recibir el amor de Dios y de los hombres surge el deseo de amar y ser amados con más intensidad. Dios nos ama con locura. Pero nosotros con frecuencia amamos más nuestros planes y deseos.

Además nos resulta difícil muchas veces percibir el amor que nos tiene. Queremos más, deseamos más y nos cuesta entender por qué el amor y el sacrificio tienen que ir de la mano. Queremos amar sin sufrir, sin tener que renunciar.

A menudo me pregunto cómo uno puede llegar a hacer lo contrario de lo que quiere. El corazón desea con fuerza, se apega, sueña, se esclaviza y nos cuesta mucho hacer lo contrario de lo que anhelamos, enderezar la ruta, detener el curso de los acontecimientos, reflexionar y cambiar el rumbo.

No estamos acostumbrados a renunciar. Nos dejamos llevar por el impulso que crece en el corazón y no somos capaces de evitar hacer lo que más nos atrae. La tentación es fuerte. ¿Cómo se puede renunciar por amor? Es importante saber renunciar en el amor.

El amor no crece si no hay sacrificio. La mesa de cada familia, como siempre recuerda del Padre José Kentenich, es mesa de sacrificio. No sólo es mesa para compartir de forma alegre y familiar. En la vida familiar hay cruces, dolores, dificultades. Así la mesa se convierte en el lugar en el que compartimos la vida signada por la cruz.

No obstante, ¡cuántas veces amamos de forma egoísta! No queremos que nos molesten y exijan, que nos compliquen la vida. Nos ponemos en primer plano con nuestras pretensiones sobre el otro, sobre la vida. Amoldamos todo para nuestra felicidad, para que se cumplan nuestros planes, sin preguntarnos qué es lo que los demás necesitan o desean.

Amamos más nuestro bienestar que el bien de nuestro cónyuge, su misma felicidad o la de nuestros hijos. Nos encerramos egoístamente sin lograr salir de nuestros muros levantados como defensa. Buscamos la felicidad y entendemos que, para ser felices, no puede haber sufrimiento.

Pero nos olvidamos de lo esencial, el amor madura en la renuncia. Cuando se hace oblación. Cuando se entrega en el silencio sin pedir nada a cambio. Cuando hacemos de la entrega nuestro hábito común.

Cuando deseamos que el otro sea feliz. A nuestro lado, pero muchas veces renunciando a lo nuestro para que el otro sea más pleno, más feliz, más libre. No es tan fácil. La vida nos va indicando la manera.

Sin sacrificarnos, sin renunciar a lo más propio, no avanzamos. Cuando giramos en torno a nuestros deseos, nos encerramos.  Tenemos que ayudarnos a llevar la cruz cada día.

La vida familiar presupone la existencia de la cruz. No podemos vivir sin cruz, es parte de la vida. ¿A qué estamos dispuestos a renunciar por aquellos a quienes queremos? ¿Cuándo ha sido nuestra última renuncia?

El corazón desea la plenitud, el cielo, y se eleva las alturas pidiéndolo todo, porque quiere el infinito, el amor pleno. Sueña con un amor eterno aunque su duración en la tierra no sea la soñada.

El deseo de ser santos es fuerte en el corazón. Lo queremos todo y, al mismo tiempo, estamos dispuestos a renunciar a todo. Es el camino de santidad al que Dios nos invita. A dejar nuestra vida en sus manos.

Pero es fácil que nos guste lo bueno, lo cómodo, el lujo, los bienes. Los aceptamos con alegría, nos sentimos regalados por Dios y aceptamos que no haya tristeza ni dolor en nuestra vida.

Hay personas que miran su pasado y no ven grandes cruces y entonces temen que pueda cambiar su suerte. Muchas veces, en nuestra oración, hemos dicho en voz baja que estábamos dispuestos a darlo todo. Pero luego, cuando nos ha escuchado y nos ha pedido lo que ofrecimos libremente, entonces renegamos y pensamos que Dios es injusto.

Nos identificamos con aquella persona que hacía la siguiente reflexión: “Se sentía orgulloso por los regalos inmerecidos y todo lo recibía con paciente sonrisa. Muy seguro de que nada iba a cambiar, porque no había llegado el momento. Pero uno no sabe los caminos del Señor, ni conoce lo que ocurrirá mañana. Él aceptaba cualquier cosa, lo que Dios quisiera. Desde pequeño lo había recibido todo. Era fácil aceptar cumplidos. Pero también había comprendido lo injusto del reparto y, de vez en cuando, se quejaba a media voz por lo recibido de forma inmerecida. Y de nuevo gritaba al cielo: – lo que tú quieras, Señor”.

Es la actitud de aquel que lo tiene todo y no está dispuesto a renunciar. Le ha ofrecido todo a Dios, porque está dispuesto a dar la vida por amor, porque quiere ser santo, pero luego teme que Dios se tome en serio su ofrecimiento. Así me siento a veces.

Entregarle la vida a Dios con las palabras resulta hasta conmovedor, una señal de santidad, un testimonio muy valioso, un ejemplo digno de elogio. Pero luego, repetir la misma oración en el momento de dolor, es más complicado.

Renunciar con una sonrisa, aceptar sin renegar del amor de Dios, caminar seguros de su poder sin temer que las cosas no resulten como quisiéramos. ¿A qué estamos dispuestos a renunciar por amor a Dios? ¿Hasta dónde nos atrevemos a seguirle? ¿Y si un día nos lo pide todo? No lo tenemos claro.

Se nos llena la boca de buenos propósitos pero luego nunca se hacen realidad. Nos da miedo la cruz y la renuncia. Nos revolvemos contra los cambios y nos cuesta aceptar con paciencia las pérdidas. Fácilmente nos acostumbramos a lo bueno.

Aceptamos los cumplidos y alegrías como parte lógica de nuestro camino. Aceptamos que el reparto es injusto cuando nos beneficia y luego nos rebelamos contra la injusticia cuando nos afecta.

Decimos que estamos dispuestos a todo, a aceptarlo todo. A renunciar a lo que el Señor nos pida. Pero luego, si nos lo pide, ¿cómo reaccionamos? El abandono total en las manos de Dios, como un niño confiado en las manos de su padre, nos parece casi imposible.

Nuestra vida consiste en descubrir la voluntad de Dios y decirle a Él que sí, que le amamos y seguimos allí donde Él vaya. Tratamos de descifrar sus planes y descubrir sus caminos. Entonces podemos llegar a pensar que la generosidad absoluta es el único camino. Y es cierto, Dios nos pide ser generosos y darlo todo. Pero, ¿cómo saber si lo estamos dando todo como Él quiere?

En ocasiones creemos que todo lo que nos piden los hombres, cuando es bueno, tiene que ser voluntad de Dios. Por eso nos angustia pensar que no hacemos lo suficiente, porque nunca es bastante. Siempre hay faltas de omisión en el alma, porque la mies es inmensa y los obreros pocos, porque no damos abasto, porque no llegamos.

Y entonces creemos que, ante cualquier petición que nos hagan en nombre de Dios, sólo cabe responder con un sí.

Es verdad que la generosidad en la entrega es camino de la santidad. El amor siempre es total y para siempre, no en porciones. Pero esto no quita que tengamos que aprender también a decir que no, que no podemos, que tenemos otras prioridades, que Dios nos pide algo diferente.

La vocación a la que Dios nos llama siempre se centra en la generosidad, pero sólo nosotros, en diálogo con Dios y escuchando a los hombres, podemos saber si lo que nos están pidiendo es lo que tenemos que hacer o no.

El otro día leía: “Supongamos que alguien te pide un favor. El amor te pide que intentes satisfacer la necesidad de tu amigo, pero hay alguien más al que debes considerar con igual atención: a ti mismo. Una de tus necesidades primarias es darte con amor a los demás. La única forma de ser amado es amar. Las únicas personas verdaderamente felices son las que han encontrado a alguien o alguna causa a la que amar y pertenecer. Sin embargo, puede que tengas otras necesidades que debas tener en cuenta. Puedes tener necesidad de descansar, o puedes tener otra obligación más urgente, etc. Es posible que tengas que negarte a complacer la petición de tu amigo”[2].

¡Qué difícil decirle que no a alguien! ¡Qué difícil decirle que no a Dios! En realidad, al decir que no, estamos diciendo que sí a su plan de amor. El no, para aquel que busca el querer de Dios, es un sí a otro camino, a otra puerta abierta. Un sí a un amor concreto y a su voluntad en definitiva. Esto es liberador.

Podremos decir que no al amigo importuno, si creemos que no nos pide Dios decirle que sí. Lo difícil será saber cuándo y cómo.

Esto tiene que ver con algo tan conocido como es la asertividad. Consiste en conocer los propios derechos y necesidades y defender lo que creemos que es necesario para nuestra alma, respetando siempre a los demás y el querer de Dios. Y todo esto frente a la actitud de aquel que simplemente calla y guarda, aguanta y recibe, pensando que todo eso es lo que quiere Dios.

Jesús nos dice hoy en el Evangelio que hay maneras de rezar que nos acercan a Dios y maneras de rezar que nos alejan. Jesús mira el corazón del que ora y sus sentimientos. No el tiempo que reza. De eso no habla, ni de la cantidad de veces que reza al día. Sólo se detiene en cómo lo hace, en la forma en que cada uno, desnudo de todo, se muestra frente a Dios.

No todo lo religioso que hacemos es bueno, ni todo lo humano es malo. Podemos hacerlo según Dios o no. La misma decisión, según la actitud que haya detrás, puede ser de Dios o no serlo. Aparentemente es lo mismo.

Muchas veces no hay decisiones buenas o malas, lo que cuenta es por qué las tomo, lo que hay en mi corazón, la actitud interior. Eso es invisible, pero es lo que cambia la vida.

No siempre rezar es lo mejor, porque no vale cualquier manera de rezar. ¿Cómo es nuestra forma de orar? ¿De qué le hablamos a Dios? Hay una manera de rezar humilde y una manera de rezar orgullosa, donde buscamos a Dios para que nos aplauda y alabe.

Esa manera de orar egoísta, en la que nos buscamos a nosotros mismos, en la que le decimos a Dios todo lo que hacemos, nuestra lista de éxitos, nuestras virtudes y talentos, es la del fariseo.

La imagen de Dios que tiene es muy pobre. Es un Dios lejano que aplaude o castiga según los hechos. Tendrá miedo de fallarle, quizás, y que Dios le deje de querer. A veces nosotros somos así.

Pero Dios nos ama por lo que somos, no por lo que hacemos, nos conoce, nos nombra en su corazón tal y como somos.

El publicano reza desde el corazón. Es otra manera de orar que nos saca de nosotros mismos y ensancha el corazón a imagen del de Cristo, porque nos mostramos ante Dios tal como somos, sin referencia a nuestras obras, con la pequeñez de nuestro corazón.

Jesús siempre mira en lo más hondo. Frente al corazón que se rompe, se conmueve y también se rompe. Frente al corazón duro sufre, porque no hay entrada.

Los dos hombres van a rezar y aparentemente hacen lo mismo. Suben al templo a orar. Uno erguido, rígido, orgulloso, satisfecho, salvado. El otro arrodillado, humillado, roto, indigno, arrepentido. Las actitudes corporales expresan lo que hay en el alma.

Un hombre, el fariseo, con una vida de piedad, que cree, que habla de Dios, que confiesa que su vida está cimentada sobre Él, que reparte sus bienes con los pobres. Y un hombre, el publicano, que recauda impuestos a los de su pueblo para dárselos a Roma. Tal vez se ha comportado injustamente y ha robado incluso.

Jesús no les da nombres, habla en general de un fariseo, admirado por todos, y un publicano, odiado por todos. Jesús mira el corazón, al hombre. ¡Cuántas veces nos falta esa mirada limpia para ver más allá del cargo del otro!

Nos quedamos en la fachada, en si cumple o no, en si sus actos son buenos o malos. Miramos la superficie y juzgamos. Creemos que basta con ver obras y gestos para juzgar toda una vida, para condenar o salvar el corazón del que así actúa. Si es fariseo y cumplidor, pensamos que es santo. Si es publicano y pecador, pensamos que pertenece a ese grupo con el que nada tenemos que ver.

Tendríamos que aprender a mirar el corazón, la sed de Dios, el anhelo de pertenencia, el miedo a hacer las cosas mal, el valor para pedir misericordia de rodillas.

Hoy el Evangelio nos habla de los peligros que tienen la prepotencia, la soberbia, el amor propio. Pueden hacer que nos sintamos por encima de los demás y los despreciemos.

Jesús les habla hoy a aquellos que se consideran justos y seguros de sí mismos: «En aquel tiempo, a algunos que, teniéndose por justos, se sentían seguros de sí mismos y despreciaban a los demás, dijo Jesús esta parábola: – Dos hombres subieron al templo a orar. Uno era fariseo; el otro, un publicano. El fariseo, erguido, oraba así en su interior: – ¡Oh Dios!, ayuno dos veces por semana y pago el diezmo de todo lo que tengo».

Son dos hombres los que van a orar. El primero es un fariseo, un hombre de Dios, un enamorado de la ley de ese Dios que siempre es fiel a la alianza. Miramos al fariseo y nos vemos a nosotros reflejados. Siempre que escucho que Jesús habla a los fariseos pienso que me está hablando a mí. Nosotros somos como los fariseos. Amamos a Dios, tratamos de cumplir sus deseos, seguimos sus normas, abrazamos su amor.

El fariseo del Evangelio amaba a Dios, no robaba a nadie, era justo en sus negocios, no había cometido adulterio, ni en obras, ni con el pensamiento, ayunaba y renunciaba a muchas cosas por amor a Dios, era generoso con sus bienes.

Vemos su vida y nos asombra su santidad. Nos recuerda a aquel joven rico que quería alcanzar la vida eterna y cumplía los mandamientos del Señor. La perfección aparente de su vida asombra.

Miramos nuestra vida. En ella hay pecado, mentiras, debilidades, caídas. No somos tan generosos con nuestros bienes. Nos cuesta ayunar y renunciar por amor. No siempre somos justos en lo que hacemos. Juzgamos y condenamos. ¡Qué lejos estamos de este fariseo! Nos gustaría ser más como él y no lo somos. Nuestro pecado y suciedad enturbia la apariencia de nuestra vida.

Sin embargo, este fariseo que vive santamente, hemos visto que en su oración se siente ya justificado. Jesús mira su corazón, se adentra en el diálogo profundo que tiene con Dios, escucha su razonamiento. El fariseo se siente ya salvado. Cumple, es fiel, es justo, y su satisfacción consigo mismo le hace pensar que ya está todo hecho, que ya no necesita a Dios para salvarse. Él mismo se ha salvado a sí mismo.

Es curioso. ¿No tenemos en ocasiones la misma sensación? Hasta en el hecho de ayunar, o rezar, o sacrificarnos, podemos llegar a sentir que Dios nos debe algo porque hemos sido muy generosos.

Pensamos que debería conmoverse ante nuestra generosidad y agradecer. Debería alabarnos por nuestra actitud en el servicio y la entrega.

Por eso es duro el juicio que hace en su corazón: «Te doy gracias, porque no soy como los demás: ladrones, injustos, adúlteros; ni como ese publicano». Su justificación comienza con una condena hacia los que no cumplen como él. Porque él es la referencia para todo.

Da gracias a Dios por no ser como los pecadores y, al justificarse, condena a otros. No tiene misericordia y mira el pecado de los demás con desprecio.

Una persona decía: «Hay que ser respetuoso a la hora de juzgarlo todo. Realmente sólo Dios conoce el corazón de cada uno».

El fariseo no respeta, juzga, condena. Sus actos hablan bien de él, su oración lo condena. Parece bueno en sus obras, pero su corazón cae en la vanidad y el orgullo. ¿No nos pasa a nosotros a veces cuando condenamos y despreciamos a los que vemos peores que nosotros? Nos sentimos seguros en nuestras buenas obras. Nos protegemos bajo las barricadas de la vanidad. Alabamos nuestra vida que es casi perfecta. Y despreciamos la vida de los otros porque son pecadores.

La humildad es el camino para acercarnos a Dios. Experimentamos nuestra pequeñez, palpamos los límites y descubrimos que sólo Dios puede salvarnos: «El publicano, en cambio, se quedó atrás y no se atrevía ni a levantar los ojos al cielo; sólo se golpeaba el pecho, diciendo: – ¡Oh Dios!, ten compasión de este pecador. Os digo que éste bajó a su casa justificado, y aquél no». Lucas 18, 9-14.

Arrodillado, roto, pequeño, pobre. Son palabras salidas de un corazón herido, que ha amado y ha odiado, que se ha levantado y ha caído. Son palabras que hablan de arrepentimiento, del deseo de volver a comenzar.

Así tendríamos que rezar muchas veces, en lugar de sentirnos ya convertidos, ya en paz con Dios, sin deudas que pagar. Orgullosos como el fariseo, contando nuestros logros.

Podrían ser las palabras del publicano, las mismas con las que rezaba una persona: «Aquí estoy delante tuya, como siempre pequeña insegura y precipitada, queriendo hacer un nuevo compromiso contigo, queriéndome poner en tus manos, queriéndote decir que Sí en cada momento de mi vida, sin condiciones haciendo que mi vida débil y simple sea tuya del todo».

La humildad es un don que pedimos para la vida. Cuando nuestra oración es humilde es expresión de nuestra verdadera actitud interior. Así como rezamos, es como somos. No hay diferencia, porque ante Dios nos mostramos con sinceridad, sin fingimientos ni excusas.

La verdad es que me gusta más la oración del publicano. Me gusta su arrepentimiento y el deseo de emprender un nuevo camino. Pero no es una actitud tan común. Decía el Padre Kentenich: «El hombre actual se siente solo, pequeño y busca ensanchar su pequeñez en la masa. Si queremos construir algo en profundidad, debemos tener presente que, si bien la humildad no es la madre de todas las virtudes, es su nodriza. No es posible una vida sana del alma sin una sana y profunda humildad»[3].

Es fácil caer en la vanidad y el orgullo. ¡Cuántas veces nuestras discusiones con aquellos a los que amamos comienzan cuando nos puede el orgullo, el deseo de valer, el amor propio! ¡Cuántas veces nos creemos ya salvados por el simple hecho de cumplir con ciertas normas morales! Nos falta humildad. Y sabemos que la humildad está siempre unida al amor. Crecemos en humildad cuando miramos a Dios cara a cara y vemos la desproporción que hay entre su poder y nuestra impotencia.

Ser humildes no cuestiona nuestra valía ni disminuye nuestra autoestima. En Dios valemos mucho. La verdad y la humildad van siempre unidas. Reconocer nuestro valor no nos impide crecer en humildad.

Hoy Jesús nos invita a humillarnos para ser enaltecidos: «Porque todo el que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido».

El Padre Kentenich señalaba tres grados de la humildad. El primero tiene que ver con la capacidad para alegrarnos y complacernos en nuestra pequeñez. Decía el Padre Kentenich: «La humildad exige siempre una fuerte confrontación entre yo y Dios. ¡Qué pequeño soy entonces! El tiempo y la humanidad actuales no quieren verse pequeños ante Dios; quieren elevarse por sí mismos hacia Dios. Separado de Dios debo apreciarme muy poco a mí mismo. Pero con Dios adquiero un valor extraordinariamente grande»[4].

Entonces somos capaces de alegrarnos de nuestra pobreza, como nos decía San Pablo. El Magníficat de María es un canto de alegría: «Se alegra mi espíritu en Dios mi Salvador, porque ha mirado la pequeñez de su sierva». Esa pequeñez es la que alegra el corazón de María y no el sentimiento de haber sido elegida por Dios por sus dones y talentos.

Ella se siente débil y pequeña y, al contrario de lo que nos sucede a nosotros cuando nos sentimos débiles, se alegra. Se ríe de su pobreza. ¡Qué difícil reírnos y alegrarnos cuando las cosas no nos resultan, cuando dejamos de tener salud, cuando experimentamos los límites! ¡Qué difícil aceptar que no somos santos y perfectos! Es la gracia de la humildad.

Decía el P. Kentenich: «Mi miseria, debidamente gustada, puede significar más fuerza nutritiva para mi amor, que beber de las misericordias de Dios»[5]. Porque reconocer nuestra pequeñez nos hace necesitados de Dios y, sobre todo, sentirnos amados por Él tal y como somos, sin condiciones, con nuestra miseria y pequeñez. Es la experiencia de misericordia que nos sana, sostiene y ensancha el corazón para aprender a ama.

María se alegra al ver las maravillas de Dios en su vida. No se vanagloria de su poder, sino que se alegra del poder de Dios. Al mismo tiempo se complace en su pobreza. Porque en su debilidad de niña, de hija, Dios se hace fuerte. En nuestra herida, Dios está presente y desde allí da vida a muchos.

El segundo  y el tercer grado de la humildad tienen que ver con los otros. Se nos invita a aceptar que los demás conozcan nuestras limitaciones y nos traten de acuerdo a nuestra pobreza.

No es tan sencillo. Una cosa es aceptar nuestro pecado, nuestras caídas y debilidades. Otra muy distinta es permitir que otros nos juzguen de acuerdo a lo que valemos y nos traten en consecuencia.

Decía el P. Kentenich: « ¡Cuánta necesidad tengo de ser reconocido por los demás! Todos tenemos algún límite. No debiera importarme que los demás conozcan mis miserias y debilidades»[6]. Pero sí que nos importa. Vivimos de la imagen y nos cuidamos para no perder la fama, el honor, la gloria. ¡Cuánto esfuerzo, cuánto tiempo perdido!

Los tres grados implican una profunda relación de amor con Dios, una intimidad en la oración en la que descansamos en su pecho. Si no hay esa relación de amor, es imposible.

No es posible conformar nuestra vida con la voluntad de Dios, si no nos gusta que los demás nos vean débiles y nos traten de acuerdo a nuestros límites. El abandono en las manos del Padre implica aceptar esa realidad.

El poner nuestra vida confiadamente en sus manos, supone que hemos crecido en humildad. No somos nada humildes cuando protegemos nuestro nombre y nuestra imagen, y pretendemos hacerlo todo siempre bien y que los demás lo sepan, como hacía el fariseo, cuando nos mostramos sin manchas ni defectos.

¡Qué bien nos hace a los sacerdotes mostrarnos débiles, reconocer nuestros errores, aceptar con una sonrisa las críticas! ¡Qué lejos estamos de Dios cuando nos enfadamos en cada caída, cuando echamos a otros la culpa de nuestros errores y no aceptamos que la vida no nos ha hecho perfectos!

Decía el Padre Kentenich: «Si quiero llegar a ser libre para Dios, debo estar libre de mí mismo, de una valoración enfermiza de mí mismo»[7]. Es la libertad del que no tiene nada que defender, porque lo ha entregado todo y no teme el juicio ni la condena y sólo quiere volver a comenzar en las manos de Dios.


[1] Anselm Grünn, “Portarse bien con uno mismo”, 72
[2] John Powell, “El secreto para seguir amando”
[3] José Kentenich, “Hacia la cima”, 116
[4] José Kentenich, “Hacia la cima”, 117
[5] José Kentenich, “Hacia la cima”, 119
[6] José Kentenich, “Hacia la cima”, 119
[7] José Kentenich, “Hacia la cima”, 121

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