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Hay personas que tienen teorías para todo. Saben el camino más rápido entre dos puntos. Conocen mejor que uno la solución a los problemas. Le ponen nombre a todos sus procesos y elaboran bonitos razonamientos.
Al escucharlos nos quedamos sin argumentos y encontramos que sus teorías tienen fuerza. Les basta con mirarnos una sola vez para dar respuesta a nuestros miedos. Porque conocen sin conocernos la solución a todas nuestras dudas.
Sus teorías pueden resultar cautivadoras, motivadoras, pueden incluso inquietarnos y sacar lo mejor de nosotros cuando así se lo proponen.
Sin embargo, a veces me da miedo esa forma de enfrentar la realidad y la vida. Corren el peligro con sus teorías de no escuchar el ritmo de la vida, y desconocer los procesos del alma.
Hablan mucho, pero escuchan poco. Así no logran entender lo que ocurre en realidad.
Teorías y realidad
Tal vez me da miedo convertirme en uno de ellos. Imponer mis teorías sin respetar la vida.
Creer que mis razonamientos son infalibles. Desconocer los procesos ocultos del alma, de la propia y de la de los otros.
Me da miedo perder la percepción de la verdad de todo lo que está ocurriendo. Me da miedo no abrir el corazón y comprender que la vida no se puede encasillar en una teoría por muy bonita que ésta sea.
Me da miedo pasar por delante de las almas, contar mis cosas y no entender la necesidad más profunda del corazón. Me da miedo hacer de una teoría un arma invencible, infalible.
Necesitamos abajarnos, callarnos, guardar un silencio sagrado ante el alma del que se aproxima, silenciar nuestros miedos y apagar nuestras voces.
No tenemos las respuestas a todo
¡Qué difícil resulta escuchar con el corazón lo que sucede en las vidas de los hombres! ¡Qué difícil dejar los prejuicios a un lado y aceptar que no sabemos todas las respuestas!
¡Cuánto nos cuesta no querer imponer nuestra teoría, sin malicia, sin vanidad! ¡Qué difícil no querer siempre dar una solución antes incluso de que nos pidan consejo!
Y luego nos enfadamos cuando no nos escuchan, cuando no hacen caso, cuando no aceptan como irrefutable nuestro planteamiento.
¡Qué complicado callar cuando nos piden escuchar y nosotros creemos tener la respuesta correcta!
¡Cuánto nos cuesta vivir sin encontrar soluciones y caminar sin tener todas las certezas! Pero esa debería ser la vida del cristiano.
Es la vida de aquel que vive de la fe y la esperanza, camina en medio de la oscuridad sin miedo y deja que su alma vibre y se conmueva ante el amor y ante la vida.
Fuera de control
Es tal vez por eso que me gusta tanto la vida cuando no lo controlamos todo, cuando no tenemos asegurado el desenlace de lo que hacemos, cuando aceptamos esa cuota posible de temor ante lo que desconocemos.
El otro día supe que en Corea del Sur está de moda una operación estética conocida como «sonrisa eterna«. En ella te cambian el rictus de la boca para que siempre parezca que estás sonriendo sin necesidad de mover ningún músculo.
Reconozco que me dio algo de pena pensar en una operación que te garantice una sonrisa permanente. Es falso que uno pueda sonreír siempre, a todas horas, pase lo que pase.
Es tan valiosa la sonrisa espontánea, la carcajada no controlada, la risa no calculada.
Es tan valioso mostrarnos ante los demás con tristeza en ocasiones, cuando no nos sale sonreír.
No somos perfectos
Perdemos la naturalidad cuando la sonrisa se nos queda pegada a la cara, como si pretendiéramos estar siempre bien, sin miedos, con todas las seguridades y teorías bien cimentadas. Sin nada que pueda desestabilizarnos.
Y es que en el fondo quisiéramos estar siempre en perfecto estado. Como si los años y la vida no pudieran dejar ninguna marca en nuestro rostro. Como si el cansancio no estuviera permitido.
Tenemos derecho a mostrarnos vulnerables, necesitados, débiles. Pero nos cuesta mucho aceptarlo.
Tenemos derecho a parecer cansados, a estar hartos. La tristeza está permitida y la necesidad nos hace ver lo débiles que somos. Todo es muy humano.
¿Por qué queremos ocultarlo? ¿Por qué nos gusta tanto maquillar la realidad para que los demás vean lo que nos gustaría mostrar siempre?
Hay un maquillaje que ilumina el rostro. Su nombre me hacía gracia, Watts up, y te hace parecer lleno de energía. Porque todo ayuda.
Dios valora nuestra fragilidad
Pero en el fondo muchas veces nos da miedo el rechazo y el juicio de los hombres. Tenemos miedo de no ser tan atractivos o no ser aceptados tal y como somos.
Por eso nos sana tanto aceptar que no podemos y pedir ayuda. Volver la mirada al que puede socorrernos.
Dios siempre nos ve frágiles y necesitados. Siempre ve nuestra herida detrás del maquillaje.
Percibe el ansia del corazón que busca el infinito y no se conforma con miles de satisfacciones finitas.