Encuentros interreligiosos de oración en Asis
Los encuentros interreligiosos de oración en Asís, iniciados por el beato Juan Pablo II, son un icono de la nueva mirada que, desde la celebración hace 50 años del Concilio Vaticano II, la Iglesia tiene sobre si misma y sobre el mundo.
Lo que, para los cismáticos que abandonaron la Iglesia por el Concilio fue la prueba máxima de la desviación herética de la catolicidad, para la Iglesia y para el mundo han significado durante estas últimas décadas el gran gesto profético de tres grandes diálogos: el diálogo entre los pueblos en la consecución de la paz, el diálogo entre las confesiones y religiones para renovar su milenaria experiencia de convivencia y de entendimiento, y también el diálogo con el mundo de los que no abrazan ningún credo religioso y se guían, con buena voluntad, por convicciones diversas.
Si el argumento que llevaba, bajo una exasperada malinterpretación, a los cismáticos a condenar los encuentros de Asís, era que en estos encuentros el la Iglesia encabezada por su supremo pastor se ponía al mismo nivel que otros líderes religiosos, es precisamente ese gesto el que muestra la gran novedad del Concilio y del Postconcilio y que, el Papa Francisco, el primer Papa con el nombre del pobrecillo de Asís en convocarlo, ha expresado en perfecta comunión con su predecesor que en la última encíclica, Lumen fidei, escrita por aquel y publicada por éste se expresa en estos términos: “la fe no es intransigente, sino que crece en la convivencia que respeta al otro. El creyente no es arrogante; al contrario, la verdad le hace humilde, sabiendo que, más que poseerla él, es ella la que le abraza y le posee. En lugar de hacernos intolerantes, la seguridad de la fe nos pone en camino y hace posible el testimonio y el diálogo con todos”.
Todavía los hay que, en el seno de la Iglesia, creen que el fundamento de esta “humildad de la fe” -el que no poseemos la verdad sino que es la verdad la que nos posee- tiene sólo consecuencias subjetivas para el diálogo tanto con quienes abrazan otro credo como con quienes no abrazan ninguno, reducidas a una llamada a la prudencia y templanza; y se resisten a reconocer que esta humildad de la fe tiene un componente objetivo, a saber, que del otro, creyente o no, siempre podemos aprender a acercarnos más a Dios, y a entender mejor su revelación, porque tanto él como está nos superan a todos, y todos deberíamos estar siempre en actitud de búsqueda y de esperada acogida.