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Afrontemos los desafíos para acercarnos a los hombres

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Monseñor Carlos Osoro - publicado el 26/09/13

Carta de monseñor Carlos Osoro, arzobispo de Valencia (España)

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Os acabo de escribir una carta pastoral, como hago al iniciar cada curso, que desea ser una iluminación de lo que el Itinerario Diocesano de Renovación nos pide en el que ahora comenzamos con el lema “Seréis mis testigos”, que responde al deseo del Señor “Id por el mundo”.

El Señor no nos manda al mundo de cualquier manera, desea hacerlo con esa marca distintiva “seréis mis testigos”, es decir, quienes vean lo que hacéis, cómo vivís, cómo tratáis a los demás, qué mirada tenéis a todos, reconocerán mi rostro. ¡Qué fuerza tiene para nosotros esto! Los que vean vuestro rostro verán mi rostro. Hemos de ser espejos que reflejen el rostro de Nuestro Señor Jesucristo. Pero, ¿cómo afrontar los desafíos que hoy tenemos en una nueva época que está surgiendo para buscar y acercarnos a todos los hombres? Os lo he querido decir en la carta que os he escrito y que he titulado “¿Qué quieres que haga por ti?” Os invito a meditarla.

Esta pregunta es necesario que se la hagamos a todos los que nos encontremos por la vida, crean o no, sean más jóvenes o más adultos. A todos hemos de acercarnos haciendo esta pregunta que nace en lo más profundo de nuestro corazón, “¿qué quieres que haga por ti?”. Pregunta que haremos en el silencio más profundo de nuestro corazón, en el respeto más grande a todo ser humano, mirando a todos, escuchando a todos, viendo las situaciones en las que están, dejando que sea el Señor el que nos diga lo que, a su manera, desea que nosotros hagamos por los hombres.

El cambio de época es real, ni los hombres ni las cosas están en el sitio que quizá nosotros las encontramos. Es necesario que veamos cómo nos tenemos que situar en esta historia en la que lo que nos parecía normal, no es así como se refleja en la vida de los hombres. Hay otras situaciones a las que debemos hacer llegar la luz del Señor, pero como lo hizo Él, con entrañas de misericordia. Esto nos lleva a todos los cristianos a ser lo que debemos ser, ya que así lo quiso el Señor, siempre misioneros. Unos misioneros con nuevo ardor, nuevo método y nueva expresión.

Ello nos tiene que llevar a movernos para buscar a quienes se han alejado o ya no conocen al Señor, tengan la edad que tengan. Y ello implica un movimiento de nuestra vida, que es interior, siempre de conversión, de encuentro con el Señor, de escucha de su Palabra, de mantener viva la comunión con Él. Es esto lo que nos lanza al encuentro con los hombres y así llegar a tener la audacia y el ímpetu evangelizador que siempre debe mover a un cristiano y que, de un modo especial, requiere este nuevo momento de la historia en el que está naciendo una nueva época.

Los cristianos tenemos que estar de rodillas ante Cristo y dando testimonio siempre en todos los lugares donde nos encontremos del amor y de la misericordia de Dios, es decir, cerca y en comunión con Dios para estar muy cerca de los hombres. En situaciones como la nuestra, me viene a la memoria aquella parábola del rico Epulón (cf. Lc 16, 19-31). En ella, Epulón hace una súplica que impresiona. Desde el lugar donde está con los condenados, pide que se advierta a sus hermanos lo que le sucede a quien, frívolamente, ignora al pobre necesitado. Y, en esa parábola, es Jesús quien acoge ese grito de ayuda y se hace eco de él para ponernos en guardia a todos los hombres, para hacernos volver al recto camino.

¿No es este eco de Cristo el que tenemos que ser todos los cristianos y sentir la urgencia de acercarnos a todos los hombres? Nuestro prójimo es cualquiera que tenga necesidad de mí, se universaliza siempre, pero es concreto, tiene un rostro. No es una actitud genérica y abstracta, y así poco exigente. Todo lo contrario, requiere mi compromiso aquí y ahora. Es el amor descrito en Jesucristo y del que tenemos que vivir todos los hombres, el criterio para la decisión definitiva de la valoración positiva o negativa de una vida humana. Amor a Dios y amor al prójimo se funden entre sí.

Este cambio de época que estamos viviendo pide a los cristianos que preguntemos siempre “¿qué quieres que haga por ti?”. Es posible amar a todos los hombres. Es posible la paz, la reconciliación, es posible mirar como Dios mira a cada ser humano. El amor al prójimo consiste en que en Dios y con Dios, amo también a la persona que no me agrada o que ni siquiera conozco. Y esto solamente se puede llevar a cabo a partir de un encuentro íntimo con Dios, un encuentro que convierte en comunión de voluntad, haciendo posible y real que llegue a implicar el sentimiento.

En esta época nueva que está naciendo, ser misioneros supone aprender y enseñar a mirar a otra persona, a cualquier persona que me encuentre, no ya con mis ojos y sentimientos, sino desde la perspectiva de Jesucristo. Su amigo es mi amigo. Y amigos del Señor tienen que llegar a ser todos los hombres. Así lo quiere Él, “vosotros sois mis amigos si hacéis lo que yo os mando”. Pero, ¿cómo los hombres pueden llegar a hacer lo que Él nos manda si es que no lo conocen? No puedo hacerlo solamente a través de organizaciones, aunque éstas sean válidas, hay que hacerlo mirando al otro con los ojos de Cristo. Podemos dar mucho más que cosas externas, pero es fundamental ofrecer al otro la mirada de amor que él necesita en este momento.

Os lo aseguro, este tiempo que vivimos y las situaciones que atravesamos necesitan de hombres y mujeres de mística de “mirada abierta” y no de “mirada cerrada”. ¿Qué quiero decir con esto? Que tenemos el deber absoluto de percibir la condición de los demás, la situación en la que se encuentran, tal y como nos lo dice el Evangelio. El otro es mi prójimo. ¿Cómo es la mirada abierta? Como la de Jesús, porque se aprende en la escuela de Jesús. Nos lleva siempre a una cercanía humana, a la solidaridad, a compartir nuestro tiempo, nuestras cualidades, nuestros bienes. La mirada abierta es la de Jesús y nosotros la tenemos cuando, como Jesús, nos conmovemos ante las necesidades de los otros.

Cuando voy recorriendo nuestra Archidiócesis, descubro que la belleza más grande de ella son todos los santos y santas que ha dado. Han sido hombres y mujeres que han llenado esta tierra de generosidad y santidad, sus huellas han dejado muestras evidentes de la belleza de Dios. Su ejemplo nos dice que, cuando una persona se encuentra con Cristo, nunca se encierra en sí misma, siempre se abre a las necesidades de los demás en todos los ámbitos de la sociedad y antepone el bien de los demás a sus propias necesidades.

Atrévete a ser fuente de la que se pueda beber el amor de Dios. Esto es lo que marca dirección a todo lo que de nuevo nace y ciertamente va a marcar esta nueva época naciente. Desde sus orígenes la humanidad es seducida por las mentiras del Maligno y se cierra al amor de Dios, con un espejismo de autosuficiencia que es imposible (cf. Gn 3, 1-7). ¡Qué negatividad tiene ver replegarse en sí mismo a Adán y alejarse de la fuente de la vida que es Dios mismo! Pero marca una dirección positiva, ver a Dios con el impulso decisivo de manifestar su amor con toda su fuerza redentora en Jesucristo.

Afrontemos todos los desafíos de nuestra época naciente. Mostremos con nuestra vida que Dios ama a cada ser humano con una profundidad y con una intensidad que no nos podemos ni siquiera imaginar. No rechaza a nadie. Nos reta a que acojamos su amor, que es su vida misma y que nos cambia a nosotros y a todos los que están con nosotros.

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