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«Matrimonio homosexual», objeción de conciencia para todos

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Marie ACCOMIATO/CIRIC

François de Lacoste Lareymondie - publicado el 18/09/13

Cómo la Ley Taubira provoca que ciudadanos de todo tipo, no sólo funcionarios, manifiesten su rechazo al “matrimonio para todos”

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En la introducción de mi libro “Je refuse!” (“Me niego”), me puse en la situación de un alcalde que se encuentra ante la siguiente alternativa: o celebrar un “matrimonio homosexual”, cuando públicamente él había militado contra la aprobación de la ley que lo permitiría, o rechazarlo y ser sancionado. No tenía más elección que la sumisión a la ley o la objeción de conciencia.

Pero no pensaba haber anticipado una noticia tan cercana. Esta es hoy la situación de miles de concejales. Pero ellos no son los únicos afectados por la aplicación de la “Ley Taubira”: todos lo estamos.

La militancia: necesaria, pero no suficiente

Muchos franceses han luchado contra la “Ley Taubira”. Han sido mucho más numerosos y combativos de lo que se podía pensar al principio. El Gobierno finalmente se impuso gracias a su mayoría parlamentaria escamoteando el debate: percibió rápidamente que si dejaba desarrollarse los argumentos de fondo que se oponen a la desnaturalización del matrimonio en las uniones homosexuales, finalmente prevalecerían.

La responsabilidad que entonces hemos adquirido cada uno de todos los franceses todavía nos obliga: ni la renuncia de una parte de la oposición, ni la gravedad de la situación internacional deben hacer que renunciemos al combate contra la “Ley Taubira” para conseguir que otra mayoría la derogue.

Se ha proclamado suficientemente que se atentaba contra la misma naturaleza del matrimonio, que el mismo fundamento de la sociedad estaba en juego, por lo que hay que seguir la lucha, esta vez marcando nuestra oposición a su aplicación.

Pero, si no ejercemos nuestra objeción de conciencia, no se logrará nada.

El grave problema de la obediencia a la ley

Grave problema: sí, hay que obedecer a la ley; pero ¿por qué razón? Hay dos razones posibles.

Una primera consiste en decir que hay que obedecer a la ley simplemente porque es obligatorio para todos; si no, no es una ley. Si cada uno hace lo que quiere, la sociedad está en peligro. Esta razón es justa en su principio; incluso se encuentra en la base de la mayor parte de las legislaciones que organizan nuestra vida cotidiana. El buen orden de la sociedad es un bien, e incluso un bien frágil, como puede constatarse ante los desórdenes que se multiplican. Pero esta no es razón suficiente.

Si la ley autoriza matar a tu prójimo inocente, ¿hay derecho a que prevalezca? Evidentemente no. Vayamos un poco más lejos: si la ley me obliga a denuncia a mi vecino no porque cometiera un crimen sino simplemente porque se opone al Gobierno, ¿hay que obedecerla? La misma respuesta: no.

Ahora tratándose de la “Ley Taubra”, ¿hay que someterse a ella simplemente porque es la ley, incluso aunque sea mala? En casos extremos como este, la filosofía moral más clásica, así como los mayores testimonios de la conciencia nos enseñan que ¡hay que saber decir “no”!

La conciencia en primer lugar

Los grandes ejemplos en los que me he inspirado en mi libro (Antígona, Tomás Moro, el rey Balduino y otros) nos han enseñado que existen leyes superiores intangibles, por ejemplo la protección de la vida inocente, el respeto a la dignidad humana, la libertad de conciencia; y que las legislaciones humanas sólo son justas y legítimas en la medida en que las respeten. La función del legislador es la de organizar y velar para que su uso no se realice en detrimento de otros; pero no tienen el poder de abolirlas.

La ley del matrimonio, que descansa en la unión de un hombre y una mujer en vistas a fundar una familia ordenada en primer lugar a la acogida y la educación de los hijos, forma parte de estas leyes superiores intangibles; de ello se deriva necesariamente que una unión homosexual no puede revestir un carácter normativo en el orden público. Entonces, mi conciencia es capaz de discernirlo y me pide el rechazo a obedecer una ley humana que violaría gravemente esta ley superior intangible.

Los sentimientos y las tendencias psicológicas de las personas homosexuales, que no se trata aquí de juzgar, no cambian nada. Aunque los militantes de la causa “gay” hayan utilizado la expresión “matrimonio para todos” únicamente para vestir una operación dirigida en primer lugar a subvertir a la familia.

Por eso, aunque la “Ley Taubira” obligue a los alcaldes a celebrar uniones homosexuales según las formas del matrimonio, estos tienen el derecho –e incluso el deber- de no obedecerla.

¿La ley no exonera de su responsabilidad a los que están obligados a obedecerla? En otras palabras, ¿hasta qué punto soy responsable de mis actos?

En el ámbito de los principios generales, la respuesta está clara: siempre somos responsables de nuestros actos. Ahí reside nuestra dignidad de hombres y mujeres creados a imagen de Dios: esta semejanza proviene especialmente de la inteligencia y de la libertad que se nos ha dado para la verdad y el bien, y que compromete nuestra responsabilidad. 

Esto sigue siendo verdad incluso en las situaciones extremas, e incluso bajo presión. La objeción de conciencia, en sentido preciso del término, nace en el momento en que, habiendo identificado el bien a hacer o el mal a evitar, y habiendo determinado cómo habría que actuar, me veo impedido por alguien (legislador, gobierno, superior jerárquico, entorno,…) que quiere obligarme a hacer lo contrario bajo pena de represalias, sea cual sea la forma de estas represalias. Sin duda, esta obligación hace mi actuar más difícil, incluso heroico; si duda, mi responsabilidad será atenuada si cedo. Pero mi responsabilidad permanece porque yo siempre puedo negarme a cometer un mal, aunque sufra.

Tratándose del matrimonio, hay que recordar una realidad esencial. A causa de su naturaleza, comporta un compromiso público de los esposos ante la sociedad; también, para ser válido, debe celebrarse ante una autoridad pública; en Francia, es un alcalde el garante a los ojos de la sociedad; de ahí la solemnidad que marca la ceremonia. En consecuencia, todo alcalde que celebrara un llamado matrimonio entre dos personas del mismo sexo sería automáticamente un actor de la desnaturalización de la institución al mismo tiempo que se haría cómplice del legislador que la ha permitido.

Ni vano ni vil, sino un acto de conciencia valiente 

Oigo la primera objeción: esto no cambiará nada porque si un alcalde se niega, otro lo hará en su lugar. Pues bien, sí: esto cambiará algo fundamental: ¡la responsabilidad de un mal cometido! La responsabilidad moral es siempre personal. Tiene la responsabilidad de un acto quien efectivamente lo ha realizado. El alcalde no es responsable de la conciencia de sus adjuntos.

Cada uno deberá responder a la cuestión en conciencia, por lo que le concierne personalmente: ¿lo voy a hacer o no? Sin ponerse en el lugar de la conciencia de los demás. Esta responsabilidad, deberá asumirla por tanto cada uno y nadie podrá desentenderse gracias a otra persona de lo que haya hecho o dejado de hacer.

Respecto al argumento de la cobardía, es más bien el del abandono. Por el contrario, evitar actuar mal no es nunca una cobardía.

Pero me gustaría ir más allá porque estamos aquí en el corazón de la objeción de conciencia. Negándose a ser cómplice de un mal objetivo, el alcalde corre un riesgo: el de ser sancionado. Precisamente para evitar su objeción de conciencia el Gobierno introdujo en la “Ley Taubira” una disposición especial que prevé que los alcaldes ejerzan su función de alcaldes “bajo el control del fiscal”. Ello permite seguirles más fácilmente en caso de que rechacen obedecer la ley. La sanción puede ir hasta la revocación.

Se recuerdan también a menudo las circunstancias de este añadido al proyecto inicial: recibido por la asamblea de alcaldes de Francia, que debatieron intensamente el tema y reclamaron una cláusula de conciencia, François Hollande prometió concederla. ¿Sintió entonces la obligación moral o simplemente se entregó a una maniobra táctica mediocre? Sea lo que sea, atrapado ocho días después por los dirigentes de los movimientos gays, inmediatamente se tretractó; peor: dejó a su mayoría votar la cláusula de vigilancia que acabo de mencionar.

Ahora la conciencia de los alcaldes está bajo el control de los fiscales: es conocido lo que esto puede evocar a quien conozca un poco la Historia. Además, para un alcalde correr el riesgo de la objeción de conciencia no es verdaderamente ninguna cobardía.

¿Pasar del matrimonio civil?

Sé que muchos cristianos tienden a considerar que únicamente el matrimonio religioso “cuenta” y que el matrimonio civil no es más que una formalidad. De ahí a boicotearlo sólo hay un paso.

La historia del matrimonio en Francia puede explicarlo, pero no lo justifica: el matrimonio natural no ha sido abolido por la Revelación, sino elevado a la altura de sacramento, “imagen y figura de la unión de Cristo y de la Iglesia” precisamente por analogía con la unión del hombre y la mujer. Debido a que sigue siendo una realidad natural en el fundamento de toda sociedad civil, la autoridad pública tiene el derecho legítimo a organizarlo, en el respeto a la ley natural; esto sigue siendo verdad aunque haga un mal uso.

Se habría podido pensar que en respuesta dialéctica al proyecto de “Ley Taubira”, los cristianos pudieran hacer valor su especificidad pidiendo que el matrimonio religioso se beneficie del reconocimiento civil. No ha sido el caso. No hay razón para dispensarnos del matrimonio civil. Salvo excepciones, ¿la Iglesia podría por otra parte admitir al sacramento a personas que la sociedad considerara parejas de hecho?

¿Y nosotros, que no somos ni alcaldes ni concejales?

Debemos preguntarnos sobre nuestro comportamiento frente a las uniones homosexuales: ¿vamos a avalarlos en la práctica? Si un amigo o un miembro de nuestra familia que fuera homosexual fuera a celebrar su unión con su compañero en forma de matrimonio, ¿qué haríamos?

Se quiera o no, participar en una ceremonia así y en las fiestas que la acompañan constituye una cierta forma de aceptación, al menos tácita, que se tornará fácilmente en aprobación. Por otra parte, los partidarios de la ley y los militantes de la causa homosexual no esperarán más para unirnos a su causa, diciendo: “ya ves que no era tan grave porque cooperas prácticamente; entonces no cambiaremos nada”.

Sé que esto a algunos les parecerá brusco, y no pretendo que la respuesta sea fácil. Pero en nuestro nivel, es a esta forma de objeción de conciencia a la que estamos llamados en este momento, por dolorosa que sea. No nos hagamos ilusiones: si, a pesar de nuestra conocida oposición a las uniones homosexuales, somos invitados a celebrar la de una persona cercana, no será trivial: nuestra reacción será observada atentamente. En ese caso, deberemos hacer todo lo posible para explicarnos, con dulzura y caridad, en función de lo que nuestros interlocutores puedan escuchar, para que lo escuchen; pero siempre con verdad porque no hay verdad sin caridad ni caridad sin verdad.

Si, por desgracia, el precio a pagar después es una ruptura, habremos experimentado la dificultad, pero también la grandeza de la objeción de conciencia. Por experiencia puedo decir que daremos más testimonio por la firmeza caritativa de nuestra convicción que por la actitud evasiva.

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