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Unos Juegos Olímpicos (ya no tan) sagrados

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Enrique Chuvieco - publicado el 09/09/13

La delegación nipona revienta de alegría y llanto tras ganar a Estambul y Madrid los juegos del 2020

La capital del Imperio del Sol Naciente organizará por segunda vez los Juegos Olímpicos del 2020 (ya los hizo en 1964), pero lo que más me sorprendió fue el estallido emocional de los miembros de su delegación presentes en Buenos Aires. Sonrisas, carcajadas, lloros exultantes, otros tan sutiles como verdaderos, abrazos…

Una explosión sentimental que dinamitaba el tópico de la contención oriental con que se muestran habitualmente al mundo. Aquella catarata sentimental me conmovió porque comprendí inmediatamente que son como nosotros; que por encima de cultura, historia, distancia y trayectoria vital, cuando te abraza un gran acontecimiento, nos inundan las mismas emociones, porque estamos hechos igual, con idéntica naturaleza, la que no nos hemos dado a nosotros mismos, la que nos esculpió Dios en la noche de los tiempos.

E sábado a las 22.20, se ejemplificó potentemente esto en televisión, todos pudimos verlo (también el abatimiento de los españoles y la desilusión turca), aunque este hecho ya empezó a decaer con las interpretaciones posteriores sobre los aspectos parciales de la votación y sus consecuencias. Algo parecido ocurrió hace más de 2600 años cuando se fundaron los primeros Juegos Olímpicos. Lo que provocó su surgimiento fue debilitándose paulatinamente.

Todo empezó con lo sagrado

Según la teoría más aceptada sobre el origen de los Juegos Olímpicos en Grecia, todo comenzó por una cuestión religiosa: Mitos el rey de Élide consultó al oráculo de Delfos qué debían hacer para alcanzar la gracia de los dioses en un momento en el que los campos estaban asolados por las guerras, la peste y epidemias de todo tipo.

Éste respondió que únicamente la celebración de unos juegos podría alcanzar el beneplácito divino sobre el pueblo y salvaría a Grecia de ser aniquilada. Mitos obedeció la intermediación sacerdotal y estableció una tregua sagrada cada cuatro años para celebrar en Olimpia –sede del santuario de Zeus– un encuentro en honor del dios, en los que participarían las diferentes polis griegas.

A partir de este planteamiento religioso, se establecen estas reuniones, en principio no sólo deportivas, para crear un clima de amistad entre las diferentes ciudades que cristalizaría en una cosmovisión panhelénica. Su mayor apogeo se registraría entre los siglos VI al V a C., con encuentros donde estaban unidos deporte, religión y cultura, ya que, además de competiciones atléticas, había teatro, poesía, danza y alabanzas a la dvinidad. Poco a poco irían perdiendo protagonismo los Juegos porque se desestimó el sentido religioso con el que habían comenzado.

El reinicio en la Era Moderna

Volvería a retomarse el olimpismo en la Edad Moderna a raíz, nuevamente, de un planeamiento sagrado. Fue el barón Pierre de Coubertin quien los promovió, al hilo de frecuentar un movimiento educativo de cristianos anglicanos que propugnaba el deporte como cauce de perfeccionamiento espiritual. De hecho, él se aplicó paciente y concienzudamente al ejercicio –en su caso relacional- de trabajar para conseguir, en un final de siglo XIX convulso, la participación de los países europeos en unos juegos deportivos.

El hermanamiento de las naciones del Viejo Continente era el objetivo por el que trabajó el barón en un primer momento y, posteriormente, extender ese espíritu al resto de países. A él pertenece la famosa frase de que “Lo importante es participar”, que expresa el alma originaria del olimpismo. Con ella quería subrayar que alzarse con el triunfo era secundario. Lo importante era competir noble y deportivamente, entregándose al máximo física y espiritualmente, y reconocer con franqueza las mejores dotes del contrario si se alzaba con el triunfo. Veía en ello un buen modo de fomentar la fraternidad entre las personas y los pueblos. Coubertin fundó en 1894 el Comité Olímpico Internacional, del cual nacerían en 1896 en Atenas los primeros Juegos de la Era Moderna.

Desde aquella oportunidad, han sido realizados cada cuatro años en diversas ciudades del mundo, siendo las únicas excepciones las ediciones de19161940 y 1944, debido al estallido de la Primera y Segunda Guerra Mundial.

¿Fieles al origen?

Mucho ha cambiado la concepción primigenia en las últimas reuniones. En primer lugar, el componente religioso se ha borrado de cualquier acto común; está ausente por decisión organizativa. Asimismo, los deportistas han pasado de ser aficionados a  profesionales buscadores de registros para obtener resultados económicos, en el plano personal, y enganchar a espectadores de todo el mundo con los medios de comunicación. Sobre ellos y los derechos de imagen, publicidad y patrocinio se ha montado un gran negocio.

Como consecuencia, participar ha perdido el protagonismo para dárselo a los deportistas que suben a un podio de diferentes alturas, lo cual subraya la preeminencia y actúa de icono global. Los Juegos se han convertido en una potente actividad económica por la que pujan ciudades de todo el mundo. En esta ingeniería económica, se ha introducido un factor humano muy valorable: la competición paralímpica de atletas discapacitados.

Con sus luces y sombras, hemos perdido el origen religioso, sustento de un hermanamiento eterno que nos hace iguales, del mismo pueblo planetario, del que vimos una potente muestra, registrada en televisión, con aquella fiesta emocional de los japoneses. Porque fuimos testigos, y comprendimos. ¿Se nos volverá a olvidar?

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