Homenaje a Edith Stein (1891-1942), muerta un 9 de agosto en las cámaras de gas de Auschwitz
Hoy, día de Santa Teresa Benedicta de la Cruz (Edith Stein), queremos recordar a esta mujer, judía, filósofa, escritora, profesora, enfermera, conversa al catolicismo, carmelita, mártir, santa y copatrona de Europa, que murió un nueve de agosto de 1942 en las cámaras de gas de Auschwitz.
Edith Stein fue una mujer de los pies a la cabeza. Esta expresión esconde dos verdades que todavía aparecen como grandes misterios para la mujer de hoy. Los pies representan el enraizamiento a la tierra, el vínculo con la realidad viviente, las certezas sobre las que se asienta y funda su vida. La cabeza se alza mirando el futuro, el horizonte, es la apertura de la razón que, desde los pies, crece en armonía con todas las dimensiones sensitivas, anímicas y espirituales. La cabeza es también la esperanza, la pasión por la vida que anuncia lo más alto, la unión y el encuentro con Aquel en quien todo cobra sentido.
Podemos decir que Edith Stein es una mujer de los pies a la cabeza: una mujer arraigada en el mundo, apasionada por el conocimiento y por la vida, sin dejarse nada. En definitiva: realista. Edith buscó, su pasión se hizo búsqueda y acabó en encuentro. Fue incansable hasta dar con una verdad que la abrazó por completo. Su deseo infinito la llevó a transitar caminos que aparecían como un límite vedado a la razón, acostumbrada, con la Modernidad, a pararse ante el Misterio, a dar todo por sabido, a reducir la realidad a una pequeña parte, la que podemos controlar y dominar, la que cabe por el embudo de nuestros cálculos y previsiones. Edith vio en la fenomenología, una corriente filosófica que había inaugurado el filósofo alemán Edmund Husserl precisamente bajo el lema: Zu den Sachen selbst (¡A las cosas mismas!), un afán por descubrir la verdad que anida en lo real, en las cosas, que había sido desterrado por idealistas, psicologistas y positivistas.
Hoy se celebra su onomástica y queremos por ello rendirle homenaje. En un momento en el que Europa vive sumida en una crisis profunda tanto en lo económico, como en lo político y cultural, cuando son muchas las amenazas que azotan al continente europeo –desde los atentados a la vida y a la dignidad personal, como a la libertad y a otros muchos derechos humanos–, es pertinente volver a recordar las palabras de Juan Pablo II al declarar a Edith Stein copatrona de Europa en 1999, a las puertas del entonces tercer milenio: “Para edificar la nueva Europa sobre bases sólidas, no basta ciertamente apoyarse en los meros intereses económicos, que si unas veces aglutinan, otras dividen, sino que es necesario hacer hincapié más bien sobre los valores auténticos, que tienen su fundamento en la ley moral universal, inscrita en el corazón de cada hombre. Una Europa que confundiera el valor de la tolerancia y del respeto universal con el indiferentismo ético y el escepticismo sobre los valores irrenunciables, se embarcaría en una de las más arriesgadas aventuras y, más tarde o más temprano, vería retornar bajo nuevas formas los espectros más temibles de su historia.”
Edith Stein representa un modelo de vida para una Europa que aparece cada vez más frágil, más fragmentada, más secularizada, donde el sello de la ideología imprime todos los ámbitos de la vida, hasta el religioso, llenándolo todo de pobres discursos que buscan apagar la sed de belleza y de verdad que todos llevamos dentro, discursos que nos arrastran a la superficie para ocultarnos el fondo, vaciando la realidad de sus aspectos más interesantes y reduciéndola a un pensamiento único que acaba por monocromarlo todo. Pero no hay superficie sin fondo, no hay río sin cauce, no hay ideas ni ideólogos si no existe un poso común, la realidad, y un encuentro con ella que se hace manifiesto en una vida, a través de la experiencia. Por ello Edith Stein es signo de esperanza.
Así lo afirmaba el gran filósofo, contemporáneo suyo, Ludwig Wittgenstein: “El ser humano vive su vida diaria con el brillo de una luz de la que no se da cuenta hasta que se apaga. Si se apaga entonces la vida es desposeída de repente de todo valor, sentido, o como quiera decirse. Uno se da cuenta de repente de que por sí misma la mera existencia –diríamos– está aún completamente vacía, desierta. Es como si se borrara el brillo de todas las cosas, todo está muerto.” Existe el brillo de una luz que aun en la más completa oscuridad no nos abandona, lanzándonos destellos continuamente para que no desaparezca del todo la sed de nuestro corazón.
Teresa Benedicta de la Cruz no se contentó con las respuestas al uso. Siguió buscando algo más grande que sus propias certezas, recorriendo todos los recovecos del camino, sin rechazar ningún factor de la realidad, porque precisamente, si se trata de ir a las cosas mismas, ¿cómo es posible eliminar a priori algún elemento si queremos conocer? ¿No sería un contrasentido? Para comprender la experiencia religiosa, ¿cómo no tener en cuenta los datos que nos proporciona la Revelación? Edith no se cansó, nunca admitió como últimas las verdades a las que humildemente llegaba, desde un horizonte cada vez más amplio, afirmando que “ningún sistema de pensamiento humano alcanzará jamás un punto de perfección tal que pueda satisfacernos”.
Edith Stein no se olvida del pasado, de lo que nos constituye, de nuestra historia, y consciente de ello trazó puentes, entre la razón y la fe, entre la filosofía contemporánea y la tradición clásica, entre sus raíces hebreas y su adhesión a Cristo. La historia es crucial, el camino existencial es esencial. Invocar a santa Teresa Benedicta de la Cruz es tener presente una vida, modelo de santidad, para seguir pidiendo por Europa, por sus raíces cristianas que son su fuerza, puente y esperanza entre los pueblos.
¿Cuál es, entonces, el valor de su figura para nuestro tiempo? Podemos señalar, a mi juicio, tres grandes contribuciones, entre otras muchas: su concepción de la filosofía como modo de vida, su visión de la belleza de la vida comunitaria frente a la soledad que produce el individualismo contemporáneo, y en tercer lugar, el valor de la vida humana entendida como vocación.
Si hay que destacar su importancia en estos tiempos, es porque en primer lugar, nos hace entender la filosofía como un modo de vida. El problema no es que en nuestra vida no comparezcan juicios y razonamientos filosóficos, que lo hacen. Nos hemos acostumbrado a vivir en un mundo virtual, de relaciones ficticias y virtuales con todo, como si en cada ámbito de actuación tuviéramos que seguir unas determinadas instrucciones que nos convierten en personajes de una obra de teatro. Hemos empequeñecido la razón porque nos hemos empequeñecido nosotros, descuidando lo que somos y lo que pensamos. No se trata de que seamos lo que pensamos, sino de pensar más y mejor lo que somos y lo que queremos ser. Para eso es necesaria la filosofía, porque nos ayuda a vivir con densidad, a crecer, a tomarnos en serio nuestra vida.
Hoy más que nunca la fortaleza de Europa pasa por una concepción de la filosofía abierta, en diálogo con el mundo, en diálogo con la tradición y con la cultura contemporánea. Edith Stein constituye un ejemplo, pues su manera de entender la filosofía como un modo de vida le hizo estar atenta siempre a los problemas del hombre contemporáneo: qué es la persona humana, cuál es el papel de la mujer en la sociedad, por qué somos seres comunitarios y en qué sentido la comunidad configura un modo determinado de ser, cuáles son los fines del Estado, la importancia de la educación, etc. No pensó que la filosofía tenía que ver con una disciplina académica, técnica y especializada, por ello se abrió a la fe y al diálogo, propiciando un verdadero encuentro entre la tradición moderna y la clásica.
La figura de Edith Stein no representa solamente la recuperación de un modo de conocimiento como el filosófico, sino –y con él- la recuperación de la razón misma. Edith nos enseña que la razón es amplia, viva, histórica, inclusiva y no excluyente, no se detiene ante sus límites, sino que antes bien, abraza y acoge el Misterio porque la engrandece, sin restarle seriedad.
Otra aportación fundamental es su concepción del valor de la vida humana entendida como vocación. Vocación como llamada, como origen y destino. Vocación a ser más nosotros, más pueblo, más de Dios. Vocación es la característica que más nos define. La verdadera vocación es la entrega, la capacidad de amar, que es el sostén fundamental de la vida comunitaria y por tanto del reconocimiento de Europa como algo más que un ente jurídico o abstracto, económico o político. Esa vocación, tal y como describió Edith Stein en numerosas conferencias, se expresa en la dignidad de la mujer, esposa y madre, sostén de la vida, protectora y custodia de la vida naciente, y también en la Iglesia, como esposa de Cristo, que abraza su vocación de servicio a la vida humana en todas sus dimensiones desde una lógica nueva, la del don y del sacramento, porque Cristo es quien hace nuevas todas las cosas.
Esto es lo que necesitamos recuperar con urgencia para volver a ser lo que somos: hombres libres creados a imagen y semejanza de Dios que conquistan, en el servicio a los demás y al mundo, el nombre con el que fueron llamados, su verdadero nombre. Edith Stein encontró en el Carmelo esa vocación de servicio a la humanidad. Hacerse carmelita no fue una retirada del mundo intelectual en el que había dado tantos frutos. Fue sencillamente un modo de entregarse más y servir mejor desde la verdad que había encontrado. No hay amor sin verdad y no hay verdad sin amor.
El mismo amor que expresó en su testamento espiritual cuando ofreció su vida por todos los hombres y por la paz verdadera, presagiando que tal vez tendría oportunidad de hacer efectivo dicho ofrecimiento. Edith fue apresada en Echt, en venganza por la denuncia pública que se leyó en todas las iglesias de Holanda contra la persecución judía que estaban llevando a cabo las autoridades nazis. Entonces se dio la orden de detener a todos los judíos del país que se hubiesen convertido al catolicismo. Edith, de esta manera, entregaba su vida unida al destino de su pueblo, desde la convicción de que en Cristo se cumplen las promesas hechas al pueblo de Israel. Honremos y pidamos la intercesión de Teresa Benedicta de la Cruz, por recordarnos que donde esté nuestro tesoro allí estará también nuestro corazón, el corazón de Europa, el corazón de todos los hombres.