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¡Qué solos se quedan los enfermos! (1)

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Salvador Aragonés - publicado el 01/08/13

Una experiencia en el hospital

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He estado casi dos meses hospitalizado a causa de la bacteria “Escherichia coli”, o más comúnmente E coli, y de una piedra en el riñón, atacando ambos sin piedad a mi cuerpo. Estuve en la UCI más de dos semanas, en un Hospital de la Seguridad Social. Fui atendido maravillosamente por el personal sanitario, tanto los médicos, por su ciencia (no por su trato, porque apenas les vi ni pude hablar con ellos), como las enfermeras y las auxiliares de enfermería, casi todo mujeres. Los hombres servían más para ayudar a poner a los enfermos bocabajo o sentarlos, porque aquí la fuerza es importante.

Cuando uno sale de la UCI, con el cuerpo machacado, parece que hayan pasado años y que la vida ha cambiado, que el mundo es otro. Vana ilusión ¡Solo han pasado unos días! Será por eso que le gente dice “da gracias a Dios porque has vuelto a nacer”. Yo no he tenido esta sensación de un volver a nacer, sino que alguien de muy arriba me ha concedido una “prórroga” de la vida, cuando estaba convencido – en realidad lo estuve—que atravesaba la puerta hacia la otra vida.

Fue una sensación antropológicamente hablando extraordinaria, única, con el interrogante: ¿existe la otra vida? Y la mente se resistía, o mejor dicho se negaba a pensar que todo se había acabado, que todo lo que yo había hecho, de bueno y de malo, era un valor incapaz de traspasar el tiempo y que se desintegraba con el cuerpo.

En un estado crítico a veces se pueden presentar algunas dudas en momentos concretos, pero globalmente sabes, tienes la certeza antropológica, si no la fe, de que se cierran las puertas del tiempo metafísico y se abren otras puertas donde quien ha muerto realmente es el tiempo, donde no hay un antes y un después, un hoy y un mañana, un pasado y un futuro. En otras palabras se abre paso al “no tiempo”, a la eternidad.

¡Qué solos se quedan los enfermos!

Una experiencia importantísima para mí han sido las larguísimas horas (en los hospitales, especialmente en la UCI, los minutos son horas y las horas son días) pasadas junto a otros enfermos (tuve varios compañeros de habitación). El problema común de muchos de ellos era la soledad.

Había un hombre de mediana edad que estaba solo, que se había separado de su mujer, se fue a vivir con una más joven y esta lo abandonó poco después. Estaba en el paro por un ERE que habían hecho en su empresa. Tenía todo el santo día la televisión encendida, porque las películas y los deportes era lo único que le distraía. Casi nadie le venía a ver.

¿Y tus padres?, le pregunté. Se separaron y cada uno vive su vida. “Yo estuve casado, añadió, pero no queríamos tener hijos y no tengo. Mi mujer se largó con otro y ahora no tengo ni idea dónde está ni qué hace. A mí solo me visita mi abuela, que aunque no lo parezca tiene ya 88 años. ¡Si la vieras!… Vive en un pueblo del Pirineo”.

Conocí a la abuela y nos hicimos amigos inmediatamente. Era, es, una mujer activa, optimista, trabajadora, volcada a su nieto. Una vez vi a una mujer joven que le visitó, y pensé: es su mujer. Cuando se fue la joven se lo pregunté. “No es mi mujer, es una ex novia que tuve”. El joven se lamentaba todo el día: que si la comida, que si las enfermeras, que si los servicios del hospital, que si llamabas  no venía nadie (“¡Hombre!, si llamas cada cuarto de hora para una chorradita al final no te hacen ni caso”, le dije). “¡Pésimo servicio!”, me respondía, ¡Pobre hombre! pensé, y qué solo está. Sufría de un no sé qué en el vientre que todavía los médicos no habían averiguado.

Otro compañero de habitación era un abuelo que pedía a gritos que viniera su hija, y lo repetía cientos de veces cada día. Es un caso típico. El personal de enfermería le trataba con mucha paciencia y muy amablemente: “El teléfono de su hija no responde, cálmese”, le decían. “Llamar a otro”, decía el abuelo. “Es el que nos han dado en la residencia de usted”, decía con  cariño el auxiliar de enfermería.


“¡Yo me muero!”, decía el abuelo. Pobrecillo, qué solo está, pensé. Solo quisieron tener un hijo y si era chica no tendrían más porque ella ya les cuidaría en la ancianidad. ¡Qué grave equivocación! O sea que algunos quieren tener hijos para servirse de ellos ¡Qué error jugar con la vida, cegando a capricho las fuentes de la vida! Y el abuelo seguía llamando a su hija una y otra vez. Y todos intentando tranquilizarlo: “es que a lo mejor no puede venir…”, le decían. “Pues yo me voy ahora mismo del hospital. Me visto y me voy”, decía el iluso abuelo queriendo amenazar al personal.

Quiero hacer desde estas líneas un homenaje de reconocimiento a quienes se dedican toda la vida a cuidar enfermos, como profesión o como trabajo solidario. Ellos suplen a las familias naturales y alivian los dolores y el sufrimiento de los enfermos. Hay enfermos con familias robustas, que se quieren, con sentido de la responsabilidad, y otros enfermos se encuentran y se sienten abandonados, y entonces solo el personal sanitario o voluntarios pueden aliviar esta soledad.


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