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Un hombre grande que supo pasar desapercibido

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© Alvaro del Portillo Daily

Salvador Aragonés - publicado el 08/07/13

Testimonio personal sobre el futuro beato Álvaro del Portillo

La beatificación de Álvaro del Portillo, Prelado del Opus Dei, me causó una gran alegría, y más que fuera reconocido su milagro al lado de la anunciada canonización de Juan XXIII y de Juan Pablo II, dos santos que en su acción pastoral cambiaron el rumbo de la historia, tanto de la Iglesia (el Concilio Vaticano II) como del mundo (la  caída del imperio soviético en Europa).

Álvaro del Portillo no fue un hombre, desde el punto de vista mediático, de primera fila. Fue una persona que sirvió a la Iglesia pasando desapercibido y que procuró a lo largo de su vida ser fiel, es más diré que fidelísimo (como periodista no me gustan los superlativos), a la Iglesia, al Papa (a los papas) y sobre todo al fundador del Opus Dei, San Josemaría Escrivá, sin hacer ruido. Era su talante: servir, pasar oculto, servir con un esfuerzo hasta el límite de lo heroico a la Iglesia y en concreto al sacerdocio y al laicado, como demostró en sus aportaciones, todavía poco conocidas, en el Concilio Vaticano II. Siguió aquí el consejo de San Josemaría de “servir a la Iglesia, como la Iglesia quiere ser servida”.

Yo le conocí en los años sesenta del pasado siglo, y un detalle me sorprendió sobremanera. San Josemaría hablaba con un grupo de un centenar de personas en Pamplona, y en un momento y ante la pegunta de uno de los asistentes dijo sin levantar el tono de voz: “Álvaro, tendríamos que revisar tal punto de los estatutos del Opus Dei”. Álvaro del Portillo se encontraba a unos 25-30 metros de San Josemaría hablando con otras personas, respondió: “Sí, padre”. Yo pensé: ¿Lo habrá oído? Luego me di cuenta en algunas otras anécdotas semejantes que a pesar de estar ocupado en otras tareas, su pensamiento y su corazón estaban unidos siempre con el Fundador del Opus Dei.

El día del fallecimiento de San Josemaría Escrivá, el 26 de junio de 1975, fui a la sede central del Opus Dei en la calle Bruno Buozzi a recabar alguna información o declaración de entre las personas que entonces tenían responsabilidad de gobierno en el Opus Dei, que todavía no se había configurado como Prelatura Personal aunque estaba en un camino jurídico hacia esta fórmula canónica. Había algún periodista realmente crítico en la sala de espera, junto a mí, hasta el punto que quería irse porque “aquí nadie nos dará información alguna, ya veréis, esto es todo secreto”, comentó.

De repente apareció la figura serena de Mons. Álvaro del Portillo, que era secretario general del Opus Dei. Nadie lo esperaba. Informó con todo detalle de cómo transcurrió la jornada del fundador ese 26 de junio hasta el momento de su fallecimiento. Me sorprendió  su gran serenidad y el detalle con que contó hasta la minuciosidad los hechos. Dijo que había ido  por la mañana al centro que las mujeres del Opus Dei tienen en las afueras de Roma, llamado entonces Villa delle Rose, y le habló que ellas “tenían también alma sacerdotal” como estableció el Concilio. Nos comentó que la Virgen le había escuchado cuando le pedía que le dejara morir “sin dar la lata” a sus hijos, y en efecto murió repentinamente de un paro cardíaco. También destacó Álvaro del Portillo una virtud de San Josemaría: la humildad. Luego, ante la gran sorpresa de todos, nos invitó a visitar el cuerpo de San Josemaría en la hoy Basílica Prelaticia de Santa María de la Paz, “para rezar por él”, dijo. El santo estaba revestido de ornamentos sacerdotales con una casulla roja y tenía un rostro feliz. Los periodistas nos quedamos impresionados por la cantidad de datos y la apertura informativa que se nos dio sobre este fallecimiento. Eran unos momentos –ha habido muchos—en que el Opus Dei era criticado por algunos medios de información por su secretismo.

El segundo momento histórico que recuerdo de Álvaro del Portillo, es una reunión que tuvo con un grupo de fieles del Opus Dei el 12 de septiembre de 1975 unos días antes de su elección como nuevo Presidente General del Opus Dei, como era la denominación de entonces al no ser todavía Prelatura Personal. Estábamos en una salita de la sede central apretujados. La gran mayoría éramos casados y con hijos procedentes de diversos países aunque una buena parte éramos italianos y catalanes.

Álvaro del Portillo, con esa capacidad de síntesis que tenía, quiso resumirnos a grandes trazos la semilla, la doctrina, que Dios, a través de San Josmemaría, quiso sembrar en el mundo. A los casados nos dijo que lo mejor que tenemos, “el mejor negocio en este mundo” era la familia. Por lo tanto había que querer muchísimo a nuestras esposas y a nuestros hijos. Nos dijo que éramos “cofundadores” del Opus Dei porque habíamos recibido directamente del fundador el espíritu del Opus Dei, y ello nos obligaba a transmitir “íntegro e inalterado” este mensaje que era divino, de Dios. Nos pidió también –entre otras muchas cosas—que nos encomendáramos al Fundador en aquello que consideráramos el bien de la Iglesia y de quienes están a nuestro alrededor. Que buscáramos instrumentos, industrias humanas.  Finalmente nos recordó que siguiéramos el ejemplo del Fundador, quien tenía tres amores: Cristo, la Virgen y el Papa.

Álvaro del Portillo, hombre de una inteligencia y una capacidad de trabajo muy poco comunes, supo pasar totalmente desapercibido ante los ojos del mundo. Parecía que no hacía nada y lo que hacía daba la impresión que cualquier persona lo podía hacer. Sabía estar tanto con un cardenal como con un niño. Recuerdo cuando nos recibió a toda nuestra familia, en 1993. Una hija de pocos años dijo algo y nosotros, al ser pequeña, no le dimos importancia, pero don Álvaro sí y pidió que la escucháramos, pues a lo mejor era importante lo que quería decir, o por lo menos importante para ella.

Cuando el 15 de septiembre de 1975 fue elegido Presidente General del Opus Dei –yo era entonces corresponsal de prensa en Roma—quise recabar la opinión de varios cardenales y altos eclesiásticos sobre su figura. Y me quedé altamente sorprendido de que en la Curia Romana se le valoraba mucho por el trabajo realizado y por su gran discreción y humildad. Recuerdo la opinión del secretario de la Congregación para la Doctrina de la Fe, mons. Jérôme Hammer. “Aquí en esta Congregación no tenemos opinión, le vamos a hacer un homenaje y con la esperanza que no abandone sus trabajos en la misma”. Don Álvaro no los abandonó. Y otra declaración muy “romana” del cardenal Pignedoli: “Es una persona extraordinaria en todos los sentidos. Noi lo consideravamo già “papabile” “. Papable era una expresión castiza romana que significa que ya sabían que sería el sucesor.

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