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¿Hay que bajar salarios ahora que estamos en crisis?

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AFP PHOTO / Robyn Beck

¿Qué es un salario justo?

Juan Carlos Valderrama - publicado el 08/05/13

Un problema complejo que hay que abordar con responsabilidad

Hace ya más de un siglo que la Iglesia se esforzó por que las “cosas nuevas” traídas por el desarrollo industrial fueran juzgadas desde una mirada de generosidad. Sin interesarle, como es obvio, pronunciarse sobre los aspectos técnicos de los problemas –que sigue siendo pasto de discusión de los especialistas–, sí le preocupaba subrayar en especial dos cosas. En primer lugar, que si el trabajo tiene valor económico como medio personal de satisfacción de necesidades, el empleo es, por el contrario, una institución social, en la que, consiguientemente, política, economía, derecho y moral se entreveran y reclaman mutuamente. Por otra parte, que en cuanto tal tiene significación política, por lo que no pueden las autoridades públicas abandonarlo al simple equilibrio presuntamente espontáneo de la oferta y la demanda, sin comprometer con ello el bien de las personas e instituciones que tienen por misión proteger. A estas dos advertencias Juan Pablo II añadió en Laborem exercens otra: el valor subjetivo del trabajo, por el que las relaciones productivas tienen en el hombre mismo que trabaja su verdadero fin, aparte de su autor y su sujeto.

Caer en la cuenta de esta orientación de la producción a la persona fue crucial ya desde el inicio para establecer las condiciones morales que debían observarse a la hora de fijar cualitativa y cuantitativamente la retribución salarial de los trabajadores. Vale la pena recordarlas, pues mientras el “empleo” y el “salario” sigan siendo los mecanismos jurídicos que regulan nuestra búsqueda del bienestar (nada impide que más adelante los reemplacen otros), son criterios todavía válidos.

¿Cuáles son, en muy apretada síntesis, esos criterios?

En primer lugar, la suficiencia. El mejor salario ni es el bajo ni es el alto: es el que basta para cubrir convenientemente las necesidades ordinarias tanto del trabajador como de su familia, favoreciendo su ahorro. Matiz importante, porque no se trata sólo de traducir monetariamente la cantidad de esfuerzo y capacidad personal, sino servir al fin que impulsa al trabajo, que yendo más allá del individuo suelto abraza también sus circunstancias (de ahí la reivindicación desde Pío XI del –por otra parte difícil– “salario familiar”).

En segundo lugar, la libertad. Los responsables directos en la fijación del salario son los que intervienen en el pacto: el trabajador y el empresario, que pueden pactar libremente el tipo y cantidad de la retribución, incluso si fuera exigua. Ahora bien… Esa relación bilateral debe ceñirse a criterios éticos cuya determinación legal corresponde a los poderes públicos, de cuya intervención indirecta –normativa– depende la justicia de las obligaciones contractuales. El mero acuerdo bilateral no legitima por sí solo la justicia de la retribución. Es verdad que el mejor salario es el que se tiene, no el que no se tiene, por muy alto que éste fuese. Sin embargo, deben establecerse medidas legales que impidan que, por razón de pura necesidad, los trabajadores asuman un salarioinsuficiente con tal de percibir alguno. Esto desde el punto de vista del empleado. Porque desde el punto de vista del “empleador” es evidente que esas medidas coercitivas deben acompañarse de otras compensatorias, y sobre todo incentivas, que aminoren en lo posible el coste total de sus contrataciones. Sobrecargarlo en nombre de principios sociales no siempre es la mejor medida social de las posibles. Máxime cuando el gasto social de las empresas se nutre especialmente de su capacidad de endeudamiento.

Y por último su variabilidad, según la situación financiera y necesidades concretas de la empresa (en relación, entre otras, con su productividad) y las exigencias del bien común. No cabe, desde luego, fijar a priori y con valor universal una cantidad que si en algunas circunstancias puede resultar suficiente, quizá no lo sea en otras o a la inversa. Téngase además en cuenta que en esta variabilidad también se integra la adecuación de los salarios a los precios de los bienes del mercado. Si en ciertas circunstancias resultase imposible ajustar esa relación, no debería ser más que con carácter provisional, sin dilatarse en el tiempo más de lo estrictamente necesario.

Por tanto:

Está claro que la estabilidad y el aumento salarial son claves para el consumo, que es el motor de la economía. Pero hablar de estabilidad y aumento salarial en circunstancias como las de la crisis actual parece ilusorio. El debate sobre la necesidad de ajustar los salarios a la productividad hace entonces entrada en la escena pública, lleno de apasionamiento, además, por la demanda por parte de algunos sectores sociales de liberarlos de la fuerza de gravedad que arrastra en descenso a la productividad de las empresas. Su lógica parece incuestionable: como principal base de acceso al consumo, cualquier reducción o congelación a medio plazo de la renta disponible de los particulares repercutiría negativamente sobre la provisión de bienes al mercado, que falto de la demanda necesaria, colapsaría junto a la productividad la capacidad empresarial también para la generación de empleo. Por el contrario, altos ingresos y estabilidad laboral estimularían el consumo, lo que redundaría en beneficio de la propia productividad de las empresas. Nada, pues, aseguran, más eficaz para el mercado que una política garantista en ambos campos: tendencia al alza de los salarios mínimos y seguridad en el empleo, con fuertes medidas restrictivas de la autonomía empresarial e introducción de fondos públicos para la compensación de costes.

Claro que tiene que tenerse en cuenta que una cosa es el salario que percibe el trabajador y otra el coste total que asume el empresario con su vinculación contractual, por la que al coste salarial que recibe aquél directamente en nómina (salario base, complementos y horas extraordinarias, etc.) se añaden las cantidades de cotización obligatoria a la Seguridad Social y otras indemnizaciones, prestaciones o bonificaciones no salariales, que en épocas críticas como son éstas pueden sobrepasar en mucho las capacidades reales de gasto y endeudamiento de las empresas. De modo que no está del todo claro que el argumento en favor del incremento salarial repercuta positivamente y siempre en el consumo y la demanda del empleo. Puede tener incluso los efectos contrarios: desincentivar la contratación (lo que va en perjuicio de quienes buscan un empleo) y arriesgar la capacidad de ahorro del tejido empresarial, especialmente de la pequeña y la mediana empresa. Y no porque los trabajadores cobren realmente mucho –desde luego, no lo parece–, sino por el montante final de los otros gastos, muchos de función social, que se le añaden.

Queda en manos de los economistas juzgar hasta qué punto es técnicamente cierto eso de que la moderación salarial sea un lastre para el aumento en la productividad y el crecimiento del empleo. O que lo sea contar con flexibilidad a la hora de fijar las necesidades laborales de las empresas, tanto a la hora de formalizar nuevos contratos como de rescindirlos. Igualmente en sus manos –aunque ya no sólo en las suyas– queda saber qué grado de intervención le corresponde al Estado en todo esto: si es mediante políticas flexibilizadoras o garantistas como mejor puede asumir, especialmente en nuestra hora, su papel mediador en la resolución de los conflictos laborales y en la promoción de las mejores condiciones de acceso de los ciudadanos a una medida básica de bienestar material.

Lo que en cualquier caso parece claro es que no es reduciendo un problema de múltiples aspectos a uno solo de entre ellos, como podemos estar en mejores condiciones de afrontarlo. Quizá entre todos sea en efecto uno el que se alce con valor predominante, pero eso no hará de él el “factor determinante en último término”, con todo lo que estos términos u otros parecidos suelen insinuar cuando se invocan. Las cosas, cuanto más complejas, más puntos de vista requieren. Se necesita mucha generosidad en la mirada para hacerles justicia sin reducirlas –sólo, en definitiva, determinantemente…– a una cualquiera de sus facetas. Por eso conviene no limitar el problema del empleo y la retribución salarial a la sola lógica económica. No porque ésta, como se la quieren imaginar algunos, sea una esfera puramente neutral, despiadadamente mecánica, fría y racional, que fuera necesario moralizar correctivamente desde fuera. Como actividad humana y libre, seguir responsablemente sus reglas es también una responsabilidad moral, no vaya a ser que actuando en nombre de principios morales a primera vista puros, no sea el bien, sino su contrario, lo que termine cosechando consciente o inconscientemente uno.

Tags:
economía
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