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¿Qué será de los Estados tras la crisis? (Segunda parte)

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¿Caminan los estados hacia la descomposición?

César Nebot - publicado el 07/05/13

La desintegración de algunos Estados actuales parece un fenómeno imparable

Si bien las sucesivas crisis que han acaecido recientemente en nuestro mundo globalizado e interconectado propician la cesión de soberanía nacional por parte de los Estados y su absorción por Superestados; otra fuerza tensa el orden de los Estados actuales no en la línea de la absorción sino de la desintegración.

Desde un punto de vista político, económico y social, los Estados tienen el papel y la gran responsabilidad de generar un ordenamiento que facilite un marco de convivencia apropiado para el bien de sus integrantes.

En este marco, aunque el Estado no pueda comprender todas las posibles contingencias, sí que prevé las herramientas e instituciones que permitan la adecuación o la defensa según sea el caso de lo que se afronta. Estas instituciones deben contemplar, por lo tanto, el diseño de medidas políticas que faciliten la convivencia, el bienestar y defienda los derechos de los integrantes de la nación. En consecuencia, en la concepción del Estado moderno, la pieza fundamental sobre la que orbita todo su diseño es el ciudadano.

Ante este cometido de los Estados modernos, cabe preguntarnos cuál debería ser el tamaño óptimo de un Estado para velar por el bienestar y los derechos de sus ciudadanos en un mundo globalizado que tiende a integrar o absorber estados en Superestados.  
Por un lado, tal y como señala De la Dehesa[1], ante el gran mercado mundial, los Estados no precisan de un gran tamaño para garantizar su autosuficiencia y resultan ser los Estados más pequeños los que más se benefician de la dependencia comercial global.

A esto cabe sumarle que la consolidación democrática occidental ha conllevado  dosis crecientes de corresponsabilidad civil en el ciudadano con una mayor exigencia política que, a su vez, pone de manifiesto la necesidad de una corresponsabilidad fiscal.

El ciudadano necesita observar una correspondencia entre los impuestos que paga y las prestaciones sociales e infraestructuras que el Estado le permite disfrutar. Además, tal exigencia de lo cercano es creciente gracias a las posibilidades de comparar que permite el mundo global.

Este punto implica que las soluciones políticas pasen por respuestas más de índole local que estatal para satisfacer demandas heterogéneas en vastos y extensos Estados. Ante un mundo cuya velocidad de cambio ha pasado a ser mayor que la de la propia humanidad y que la de sus agrupaciones en Estados; ante un mundo que se nos ha vuelto mundial[2], lo vernáculo, lo local cobra un mayor valor político e ideológico como refugio cálido ante la fría intemperie de lo global.

Durante las últimas décadas hemos presenciado procesos de desintegración como el de Checoslovaquia, en el que la parte más pobre deseaba escindirse de forma pacífica o el proceso de desintegración de la U.R.S.S, en ocasiones y en ciertos casos conflictivos, o desastrosos, como el de la antigua Yugoslavia. Los nacionalismos en España responden a la realidad del localismo y las llamadas a la independencia obedecen en ocasiones más a demandas de corresponsabilidad fiscal en el pueblo llano que a exigencias de tipo histórico de identidad.

El escenario que se nos viene encima es que los Estados que conocemos ahora y, en especial, de un tamaño medio como España se debatirán entre dos grandes tensiones, la mundialización y el afloramiento de localismos.

Estas tensiones cuestionarán no sólo sus dimensiones y su soberanía sino además su propio pragmatismo. Tal y como señala Daniel Bell[3] el Estado-Nación resulta de dimensiones demasiado pequeñas como para atender los grandes problemas globales y resulta demasiado grande para hacer frente a la heterogénea y segmentada demanda de los pequeños problemas del ciudadano en el día a día.

Hay quien expresa su sorpresa cuando observa movimientos de desintegración de los Estados a la par que se tiende a la integración o absorción por grandes Superestados, pero en realidad, son dos fuerzas que necesariamente se acompañan. Los grandes damnificados serán los Estados de tamaño intermedio, que ni disponen de grandes economías de escala en el gran mercado del mundo, ni disponen de dimensiones que faciliten la corresponsabilidad fiscal.

Todo esto no significa que los Estados de tamaño como España, Italia, o Francia vayan a desaparecer en un futuro inmediato pero sí que de forma paulatina, las tensiones que se ciernen sobre ellos alimentarán un proceso de absorción-desintegración que acabará por producir cambios importantes en su concepción y en su actuación política.

Simplemente seamos conscientes de ello. No vaya a sorprendernos que dentro de unas décadas, la soberanía de los Estados se vaya fragmentando y que la Merkel de turno acabe dando un discurso en el Parlamento Español para su disolución. Al finalizar toda la bancada se levantará aplaudiendo, y tal como concluyó José Luis rodríguez Zapatero en su discurso sobre la reforma constitucional,  “hagámoslo con naturalidad”.


[1] De la Dehesa, G. (2000) Comprender la Globalización. Alianza editorial. Madrid.
[2] Léase el magnífico prólogo de Higinio Marín en el libro Nación y libertad. (Marín et alter, 2005)
[3] Bell, Daniel  (1987). The World and the United states in 2013. Daedalus. 

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