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¿Hay alguien allá afuera?

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Daniel McInerny - publicado el 26/04/13
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La paradoja de la búsqueda permanente del hombre de una vida inteligente en el cosmos 

El deseo de encontrar la vida, especialmente vida consciente, en otro lugar más del cosmos, es un aspecto del espíritu de progreso que define a la cultura contemporánea.

Alguna vez en el tiempo, el hombre se descubrió a sí mismo como alguien colocado en el centro del cosmos físico, una colocación que tenía un significado teológico, psicológico y cosmológico.

El universo fue entendido, en palabras de Romano Guardini, como “una jerarquía simbólica que vincula todas las cosas en una unidad rica y diversificada”. Cada cosa tiene su lugar y su significado en la gran sinfonía del ser.

“Los ángeles y los santos en la eternidad, las estrellas en el cielo, los objetos de la naturaleza, el hombre y su alma, la sociedad humana … aparecieron como una armonía cuyo significado era eterno”.

Con el advenimiento de la ciencia moderna y la tecnología esta jerarquía simbólica fue desmantelada.

La comprensión del hombre sobre su lugar en el cosmos – otra vez, la comprensión de “lugar”, no sólo cosmológica, sino también psicológica y teológica – fue sacudida desde sus cimientos.

Tal como observa Guardini, “el nuevo mundo parecía una tela tejida de innumerables partes, una tela que se expande en todas las direcciones. Aunque esta nueva visión del mundo afirmó la libertad del espacio, le negó a la existencia humana su propio lugar “.

Esta nueva comprensión del cosmos fue para muchos un llamado a la exploración. E incluso antes de que tuvieramos la tecnología suficiente para poner a un hombre en la luna, la posibilidad de vida inteligente en otras partes del universo capturó la imaginación humana.

Pero exactamente, ¿por qué es tan importante para nosotros saber que no estamos solos?

Al escribir en el webzine Aeon, Matthew Battles opinó que en gran parte esto tiene que ver con la necesidad del hombre moderno de conseguir un significado para sí mismo, en lo que aparentemente, se ve como un universo sin mucho sin sentido.

Respecto a los discos dorados de cobre que contienen información acerca de nuestra civilización y que aumentaron con las misiones “Voyager” en la década de 1970, Battles los llama “un reconocimiento de nuestra insignificancia cósmica, emparejado con el orgullo del arte que exploró aquel conocimiento impreciso del mundo”.

¿Entonces, debemos anhelar comunicarnos con otros seres en el cosmos, porque en el fondo, reconocemos que para todos nuestros logros modernos estamos a la deriva en el vacío de la expansión infinita?

¿Estamos simplemente buscando consolarnos con el conocimiento de que no estamos solos en nuestra aflicción?

Pero si estamos solos en el cosmos, si la conciencia es una flor rara que sólo un pequeño planeta en el entero universo ha sido capaz de producir, entonces una conclusión posible podría ser, tal como Ross Douthat la conjeturó recientemente en una columna sobre el descubrimiento de Kepler, que el hombre ha recuperado su posición privilegiada de centralidad. Somos una vez más seres muy especiales.

Este tipo de privilegio, sin embargo, no nos ayudará mucho. La concepción de la centralidad del hombre en el cosmos que reinó en el Occidente desde Aristóteles hasta Shakespeare no fue una función de mera singularidad, sino que estaba vinculada a la causa fundamental de la explicación, y con la llegada del cristianismo, aumentó la comprensión de la benevolencia de esta causa fundamental, y nos descubrimos como el orgullo de un padre.

Sin Dios, como creador y sustentador del orden cósmico, los seres humanos seguimos siendo, quizá, los únicos en nuestro ser, que caminamos todavía a tientas por un objetivo final.

Al respecto son muy  relevantes las alabanzas del Salmo 8, llenas de asombro:

Cuando contemplo tus cielos,
obra de tus dedos,
la luna y las estrellas que allí fijaste,
me pregunto:
«¿Qué es el hombre, para que en él pienses?
¿Qué es el ser humano, para que lo tomes en cuenta?»

Pues lo hiciste poco menos que un dios,
y lo coronaste de gloria y de honra:
lo entronizaste sobre la obra de tus manos,
todo lo sometiste a su dominio.

En 1983 el novelista Walker Percy, influido por la articulación de Guardini sobre sobre el desplazamiento cósmico del hombre moderno, publicó un libro de auto-ayuda, una parodia titulada Perdido en el Cosmos.

En este, Percy intentó ayudar al hombre moderno a tomar conciencia de su situación, alguien como el náufrago Robinson Crusoe, un ser que sabe muchas cosas prodigiosas sobre el universo físico, pero casi nada sobre sí mismo.

Uno de los capítulos se titula “¿Por qué Carl Sagan está tan ansioso de establecer una comunicación con un ETI (Inteligencia Extraterrestre)?”.

Percy considera que Sagan está simplemente solo. Pero ¿por qué? “Sagan está solo”, escribe Percy, “porque cuando todo en el Cosmos, incluyendo el hombre, se reduce a la esfera de inmanencia, la materia en interacción, no hay nadie con quien hablar, excepto otras inteligencias trascendentales de otros mundos”.

Aun si la vida inteligente existe allá afuera, nuestro contacto resultará, en última instancia, infructuoso y desolado, similar al contacto que tenemos con nuestro vecino más cercano, que después de todo, es sólo un extraño para nosotros, como cualquier extraterrestre de Star Trek.

Permaneceremos perdidos en el cosmos hasta que entendamos esto, una vez más, como un kosmos, un “orden” que implica necesariamente un ser que con amor lo ordena de esa manera.

Daniel McInerny es escritor, periodista, filósofo y miembro del Consejo Editorial de Aleteia. Puede comunicarse con él a través de su correo electrónico danielmcinerny@gmail.com y su cuenta en Twitter: @thecomicmuse.

 

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