Muchas veces tengo la sensación de que soy demasiado exigente con mis hijos. Intento que tengan sus habitaciones recogidas, que ayuden en casa, que se responsabilicen de sus tareas, que colaboren en el buen funcionamiento del hogar, que hagan lo que, en definitiva, ya pueden hacer. Creo firmemente que ser padre o madre no nos condena a un servilismo absurdo que no ayuda a unos ni a otros. Si en casa somos cinco, los cinco tenemos que hacer cosas en la medida de nuestras posibilidades.
Pero intuyo que voy contracorriente y creo entender los motivos. Es mucho más fácil no hacer nada. Es decir, ¿para qué voy a pasarme el día detrás de ellos recordándoles las mismas cosas que ayer? ¿Para qué discutir otra vez si el baño no está recogido tras la ducha? ¿Para qué enfadarme y corregirles cada vez que protestan por lo que hay de comer, o por la película que hemos decidido ver, o por el plan que hemos decidido llevar a cabo? ¿Para qué pedirles que sean exigentes con su orden y disciplina personal? ¿Para qué pegar un grito? ¿Para qué echar la bronca? ¿Para qué? Con lo bien que se vive dejando que cada uno sea libre y crezca como las “amapolas”…
Ser padre o madre y tomarse en serio la educación no es, de ninguna manera, fácil. Es más, es difícil y, a veces, muy poco gratificante. Pero si quiero a mis hijos y tengo claro los valores con los que me gustaría que se manejaran por la vida, no me queda otra que enseñar, corregir, debatir, discutir, enderezar, obligar a veces, imponer otras, consensuar otras… Está bien leer libros sobre cómo hacerlo mejor pero, al final, hay un punto de desagrado que nadie te quita. Ni a ti ni a ellos. Porque ellos no van a comprobar los beneficios de este esfuerzo hasta dentro de unos años. Así ha pasado siempre. Hoy, ellos protestan, discrepan, se enfadan, incluso se entristecen … No creo que pueda ser de otra manera.
Yo soy padre, no soy policía. Esto es verdad. Ni encargado de tienda. Ni responsable logístico. Pero tengo que enseñar y educar. No hay más. En este camino no todo es de color de rosa y no se nos evitan las dudas ni las decepciones ni a unos ni a otros. Aunque… ¡qué alegría en el corazón cuando uno ve que el trabajo ha valido la pena!
La base de todo, al final, está en el por qué. Yo les enseño y les educo porque les quiero. Y porque quiero que sean buenas personas. Y porque quiero que sepan convivir con otros. Y porque quiero que se puedan defender en un mundo que yo ni siquiera conozco porque vendrá dentro de 10 o 15 años. Y porque quiero que se conozcan, que se quieran, que sigan su camino, que sean agradecidos, que controlen su vida, que piensen por sí mismos, que no estén a merced de nadie, que asuman las consecuencias de sus actos…
Hoy volveremos a discutir en casa por cosas por las que ya hemos discutido y que ya hemos explicado y que ya hemos acordado. Lo sé. Pero hay que seguir. No tengo miedo porque sé que ellos saben que nuestro amor hacia ellos es incondicional y que el amor, por definición, se esfuerza en procurar el bien de lo amado. Y poco a poco, iremos abriendo la ventana hasta que ellos ya estén dispuestos a volar solos.
Un abrazo fraterno – @scasanovam