Estoy convencido de que muchas monjas en este país no hacen repostería porque les encante el dulce, sino porque no sólo les sirve para trabajar y tener algunos ingresos en el convento sino también porque, amasando, se encuentran con Dios.
En casa también he comprobado que hacer repostería con nuestros hijos es una actividad que, no sólo consigue que la familia disfrute de un momento de tranquilidad y entretenimiento, sino que, a la vez, hace crecer en los niños la convicción de que entre sus manos puede gestarse algo nuevo, algo propio, algo con sabor, con olor, con textura… y eso no deja de ser, en definitiva, una maravillosa experiencia vital que conviene ir teniendo desde la corta edad.
En una sociedad donde reina cierto histerismo tecnológico, creo que es bueno potenciar en la familia las actividades que cumplen dos requisitos: sirven para unir a la familia y hacerla compartir tiempo y, además, requieren trabajo manual, artesano. La cocina cumple estos dos requisitos y, si me apuráis, uno igual de importante para el desarrollo espiritual y creyente de todos: es una actividad integral, donde cuerpo y espíritu son realmente una sola cosa, como así debe ser, y donde la trascendencia de crear, de imaginar, de dar forma, de modelar, de amasar, de esperar, de hornear, de cocer, de atender, de remover… se junta con la corporeidad que rezuma por los cinco sentidos y que mancha, sabe, huele, suena y se ofrece ante nuestros ojos como un auténtico fruto del paraíso.
La cocina es un lugar de la casa ciertamente propicio para orar. La atención que requiere el propio proceso nos invita a recogernos, a mirarnos y a ir más allá, a encontrarnos con Otro. Jesús supo muy bien lo fácil que es llegar al corazón de las personas en lugares cotidianos donde se recoge agua, se prepara la mesa, se come, se cena y donde la vida se disfruta y se recibe, se derrama y se ofrece. No es casualidad que Jesús compartiera pozo, mesa, banquete, panes y peces con muchos a los que quiso descubrir la aromática misericordia de Dios Padre. No es casualidad.
Harina, agua, hojaldre, yogur, huevos, sal, azúcar… ingredientes a los que cada uno pondrá nombre y apellidos y con los que cada uno debe preparar su propia vida. Amasar, mezclar, integrar con fuerza, rebañando los bordes y las esquinas, con las manos a poder ser, pringándose y dejando que el propio hacer se apropie de uno. Calentar el horno y esperar a que dé fruto. Y mientras, pensar lo maravillosa que es la norma básica de todo cocinero: cocinar para otros, darlo todo sin condiciones, ser feliz con la felicidad del que va a probar bocado.
Un abrazo fraterno – @scasanovam