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Había una vez una chica que nunca se había mirado en el espejo. En su casa, tales objetos no existían y cuando iba a casa de otras personas y se los encontraba en el ascensor o en el baño ajeno, ya procuraba no levantar la vista y girar la cabeza en cuanto podía.
Esta chica había llegado lejos en su trabajo. Desde pequeña había sido buena en los estudios y su disposición al trabajo era encomiable. No le fue difícil terminar el colegio con una buena nota media y acceder a la Universidad para sacarse brillantemente una carrera. Varias empresas le hicieron ofertas de trabajo sin tener el título todavía y ella fue de las privilegiadas que pudo elegir dónde y de qué trabajar.
En su barrio y en su familia todos la admiraban. Era la envidia de sus amigas. Alguna casada envidiaba su vida independiente que le permitía viajar y escalar profesionalmente sin oposición familiar. Alguna otra amiga, en el paro o con trabajos humildes, envidiaba su poder adquisitivo, su coche, la ropa que llevaba y la casa en la que vivía. Algunas, solteras y sin pareja, envidiaban su cuerpo bien curtido en el gimnasio, su cuidada piel, su cabello de peluquería y la atención que siempre despertaba en el sexo masculino.
Esta chica, en cambio, guardaba un secreto que la atormentaba cada noche cuando, en soledad y silencio, sin maquillajes ni prendas caras, se metía en la cama con un nudo en el estómago. Era su secreto mejor guardado, que guardaba en su corazón, y que removía sus entrañas día sí y día también. Cuando las entrañas le dolían y los pinchazos en el corazón eran especialmente virulentos, ella rezaba. Le pedía a Dios fuerza, fuerza para poder, para ser valiente y seguir luchando cada mañana para ser mejor…
Una mañana, en la oficina, esta chica salió muy estresada de una reunión en la que había gritado, despreciado y hundido a parte de sus empleados, a los que había tachado de ineptos, ineficaces, incultos e inútiles por no haber alcanzado los objetivos del trimestre exigidos. Presa de un ataque de pánico, con el corazón palpitando a gran velocidad y la sensación de muerte inminente, entró en el baño a refrescarse y a buscar oxígeno y sosiego. Tal era su turbación que olvidó por completo la existencia de un espejo con el que, sin querer, se topó de frente. Quedó paralizada y sin palabras. Nunca se había visto a sí misma. Nunca se había mirado a los ojos, cara a cara. Nunca se había enfrentado a la implacable respuesta de un espejo. Tan poco le gustó lo que vio que no pudo mover ni un músculo. Fue así como descubrió su mirada triste, bajo el maquillaje; su necesidad de cariño, bajo el escote insinuante; sus pasos vacilantes y faltos de autoestima, bajo una imagen segura y radiante; su soberbia ira, su encendida exigencia…
Y, sin más, se echó a llorar. (Continuará)