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En un mar de mensajes, ¿cómo detenerme en el que me importa de verdad?

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Carlos Padilla Esteban - publicado el 27/01/19

Pierdo la paz sin fijar la mirada en quien de verdad importa

En Jesús se manifiesta la salvación para los judíos: “Y, enrollando el libro, lo devolvió al que le ayudaba y se sentó. Toda la sinagoga tenía los ojos fijos en Él. Y Él se puso a decirles: –Hoy se cumple esta Escritura que acabáis de oír”. Lo que anunció el profeta se hace realidad en Él.

Leía el otro día: “Dios presente en un cuerpo humano está escondido en el silencio de Dios. Su palabra terrenal se halla habitada por la palabra silenciosa de Dios. Toda la vida de Jesús está envuelta en el silencio y el misterio”[1].

Jesús manifiesta en su carne que Dios está presente. Es uno más entre los hombres. Pero al hombre le cuesta aceptar esa realidad. No lo reconoce. Lo niega. Tanto amor hecho carne es rechazado. No lo puede comprender.

En Nazaret, donde Jesús había vivido, se manifiesta a los suyos. Y los suyos no lo reconocen. Los que lo habían visto crecer no lo distinguen.

La escritura se hace carne en Él. Jesús es el elegido, el hijo predilecto, el salvador soñado, el mesías anhelado.

Jesús es Dios en la carne de los hombres. Esa paradoja es difícil de aceptar. Jesús ha sido ungido por el Espíritu. Ha sido enviado. Pero es el hijo del carpintero. Un joven como otros. Difícil saber en qué es especial. Uno más.

Hoy Jesús también quiere venir a mí a mostrarme su poder. Su presencia salvadora. Lo hace en la carne humana de los que están conmigo. Lo hace en los que están cerca amándome. Lo hace de forma discreta en los que me quieren en mis límites y me aceptan en mis debilidades.

Y yo a veces no distingo su presencia.

Hoy parece que todos los ojos están fijos en Él. Están atentos. Buscan palabras de esperanza. Quieren descubrir el sentido de sus vidas. El camino más rápido a la felicidad. Todos los ojos fijos en Jesús. Fijan su mirada en Él.

¡Cuántas cosas me pierdo cada día por no fijar los ojos en la realidad que me rodea! Vivo perdido mirando otras cosas. Vivo buscándome, pero no me encuentro. Pierdo la paz sin fijar la mirada en quien de verdad importa.

Hoy todo el pueblo escucha la palabra de Dios. Los oídos están atentos y los ojos están fijos en Esdrás. “En aquellos días, el sacerdote Esdras trajo el libro de la Ley ante la asamblea, compuesta de hombres, mujeres y todos los que tenían uso de razón. Desde el amanecer hasta el mediodía, estuvo leyendo el libro a los hombres, a las mujeres y a los que tenían uso de razón. Toda la gente seguía con atención la lectura de la Ley».

Todos quieren saber la verdad. Están ávidos de palabras de vida eterna. Y cuando escuchan palabras de salvación adoran a Dios: “Después se inclinaron y adoraron al Señor, rostro en tierra”.

Esdrás proclama la palabra de Dios como lo hace Jesús: “Fue a Nazaret, donde se había criado, entró en la sinagoga, como era su costumbre los sábados, y se puso en pie para hacer la lectura. Le entregaron el libro del profeta Isaías y, desenrollándolo, encontró el pasaje donde estaba escrito: – El Espíritu del Señor está sobre mí, porque Él me ha ungido”.

Lee la palabra de Dios en medio de su pueblo. Todos están atentos. Con los ojos fijos en sus palabras. Ávidos de noticias.

Yo también quiero saber lo que está ocurriendo en cada instante. Lo quiero saber todo. Es tanta la información que recibo cada día. Tanto lo que puedo saber al instante.

Me pierdo. Tengo los ojos fijos en las redes sociales para no perderme nada. No quiero quedarme fuera de lo que pasa hoy, ahora.

Quiero ser portador de la última noticia. Quiero saberlo todo y antes que los demás. Estar informado es un bien en sí mismo. Es poder.

Me obsesiono por no perderme los detalles y acabo dando importancia a lo que no la tiene. Como si la vida se jugara en miles de pequeños retazos de historias. Como si todo fuera igual de importante.

La opinión de un desconocido en las redes sociales. Lo que le pasa a alguien que no conozco. Lo que vive o sufre aquel a quien amo y camina conmigo. Como si todas las noticias tuvieran el mismo peso.

Las que ya han ocurrido y las que son sólo rumores. Las que no me afectan en absoluto y las que sí tienen consecuencias en mi vida. Es como si todas tuvieran el mismo valor y requirieran de mí toda la atención.

No es verdad.

Son pocas las noticias que en realidad me importan y me afectan. Son las que tienen que ver con mi vida. Con las personas a las que amo y me importan. Tienen que ver con mi futuro. Con mis planes.

Importan las noticias que me afectan directamente. No las otras que no tienen nada que ver conmigo. ¿Por qué vivo tan ávido de noticias, volcado en el mundo queriendo controlarlo todo?

Me supera el mundo y todo lo que pasa a mi alrededor. Va todo demasiado rápido. Una noticia sigue a la otra. Y no me da tiempo a asimilar nada de lo que pasa. Espero en mi corazón siempre una buena noticia. Pero a veces equivoco el lugar donde la busco.

Leía el otro día: El reino de Dios sólo puede ser anunciado desde el contacto directo y estrecho con las gentes más necesitadas de respiro y liberación. La buena noticia de Dios no puede provenir del espléndido palacio de Antipas en Tiberíades; tampoco de las suntuosas villas de Séforis ni del lujoso barrio residencial de las elites sacerdotales de Jerusalén”[2].

La buena noticia no viene de esos lugares donde la busco. ¿Cuál es esa buena noticia? La que me dice que Dios me ha salvado. La que me habla de una esperanza que con frecuencia me falta. La que me lleva a vivir con más paz y calma porque sé que todo está en las manos de Dios.

Me gusta pensar que las palabras de Dios son las que van a llenar mi corazón como he repetido en el salmo: “Tus palabras, Señor, son espíritu y vida. La ley del Señor es perfecta y es descanso del alma; el precepto del Señor es fiel e instruye al ignorante”.

Sé que la palabra de Dios es vivificante. No me deja indiferente, me salva. Llena mi corazón de paz. Y llena de fuego mi alma. Es la palabra que crea y transforma mi vida. En eso confío.

Hay personas especialistas en contarme malas noticias. Me dicen lo que me puede salir mal. Me cuentan lo mal que les ha ido a otros por hacer lo mismo que yo hago.

Es como si quisieran amargarme la vida. O quitarme la sonrisa de los labios. No sé si no quieren estar ellos alegres o simplemente no desean que yo lo esté. Y con ello pretenden amargarme, no alegrarme. Me dicen lo malo que puede sucederme, nunca lo bueno. Hablan mal de otros. Los critican.

Parece mal visto contar buenas noticias. Es casi como caer en el buenismo. Decir sólo cosas buenas parece falso.

La vida no es así, me recuerdan algunos. Muere mucha gente. Otros fracasan. Muchos son infieles. Hay tantas injusticias. A la mayoría se les muere algún ser querido. Casi nunca salen las cosas como pienso.

Me recuerdan que por mucho que me empeñe es difícil que llegue a la meta. Me dicen que no voy a alcanzar la cumbre que sueño. Y que la vida no es como me la pintan.

Me animan a no ser tan infantil. Me recuerdan que tengo que aprender a ver debajo del agua y no sólo ver lo bueno de los demás. Claramente siempre hay un mal visible.

Jesús no es así. Él trae una buena noticia. Ve lo bueno y me anima a creer en Él, en mí mismo, en los demás. Quiero alegrar la vida a otros con buenas noticias. No quiero amargar, quiero alegrar los corazones.

[1] Cardenal Robert Sarah, La fuerza del silencio, 75

[2] José Antonio Pagola, Jesús, aproximación histórica

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