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Qué nos dice nuestro dolor

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Zyta Rudzka - publicado el 23/04/17

Cuando sufrimos, nuestro cuerpo nos habla, pero hay que saber escucharlo. Dolores persistentes, recurrentes, enfermedades psicosomáticas… ¿Y si aprendiéramos a escucharnos un poco?

En ocasiones hay ciertas tragedias o conflictos que no somos capaces de superar. Entonces, nuestro cuerpo decide manifestarse. ¿Y cuál es su único lenguaje? El dolor, que rápidamente se transforma en tortura. Es como el último aviso para darnos cuenta de que es momento de cuidar de nuestro cuerpo… y de nuestra alma.

El ejemplo de Claire

Claire quiere tomar a su hija en brazos, pero hete aquí, su cuerpo no está de acuerdo: un dolor punzante aparece de repente atravesándole desde la espalda a la mandíbula. ¡Ay! No hay elección, hay que tumbarse, el abrazo del bebé tendrá que esperar. Después de algunos días con analgésicos, de poca eficacia, el dolor se agrava; es momento de acudir a un experto. Así comienzan las peregrinaciones de médico en médico.

La resonancia no encuentra ninguna causa particular, menos mal. Todos los exámenes son tranquilizadores. Y sin embargo, el dolor persiste, se agrava. Fisioterapeutas, masajes, un ritmo de vida más lento, alimentación sana, ¡nada funciona! El dolor está ahí, compañero fiel de un día a día roto.

Luego, surge un problema nuevo. Resulta que el hijo de Claire, un pequeño sano de cuatro años, ha desarrollado tics… ¿El sufrimiento se transmite a las generaciones futuras? La familia, preocupada, decide entonces consultar a un psicólogo infantil.

Un sufrimiento psicológico oculto

El análisis del historial familiar desvela más que todos los exámenes técnicos de imágenes médicas.

En efecto, este famoso dolor de espalda se encuentra varias veces en el árbol genealógico de Claire, no es una novedad. Y como sucede a menudo, el sufrimiento psicológico está ahí, bien escondido, pero igual de persistente.

Claire no quiere que yo piense que su matrimonio la decepciona y, sin embargo, sus palabras terminan por traicionarla. “Fundar una familia era mi prioridad”, se defiende. “Siempre he soñado con tener una vida de familia, un marido, hijos… Ahora, esos deseos están cumplidos, ¡pero las cosas no funcionan! Estoy de mal humor, duermo mal. Pierre es un buen marido, un buen padre. Pero, francamente, pensaba que participaría más, que me ayudaría más en las tareas cotidianas.

Los niños son encantadores, pero tengo problemas para controlarlos… Hay días que siento que los detesto. Soy cruel, ingrata. No paro de lamentarme, aunque todas mis amigas me envidian. ¡Nunca estoy contenta! Sinceramente, lo tengo todo, pero no soy feliz. ¡Y ahora, encima, esta espalda que me tortura!”.

Un bienestar aparente

El bienestar no garantiza la ausencia de problemas. Más bien lo garantizaría la voluntad y la fuerza de superarlos. Y eso es precisamente lo que falta en la vida de Claire. La joven imaginaba que su existencia sería como en un cuento de hadas: vivirían felices y tendrían muchos hijos, cada uno más guapo y bueno que el anterior. Pero, ¿qué sentido tiene esta creencia?

Es evidente que el hecho de fundar una familia no garantiza ni la felicidad ni la ausencia de infortunios. Con familia o sin ella, constantemente se nos presentan nuevas necesidades y nuevos deseos. Las exigencias cambian, aumentan, así que el desencanto nos acompaña toda nuestra vida y es un sentimiento normal. Es más, hay que considerarlo como una ayuda, ya que es señal de que evolucionamos, de que progresamos. No hay nada de vergonzoso en eso.

Tener en cuenta los sentimientos

Al contrario de lo que hace Claire, que se prohíbe claramente sentir algunas obviedades, hay que prestar atención a nuestras frustraciones. Lo psicológico y lo somático ─es decir el cuerpo─ forman un todo. Dicho de otra forma, cualquier engaño impuesto por nuestra mente corre el riesgo de encontrar una vía de escape que preferiríamos evitar: el dolor, inexplicable y, a primera vista, incurable.

La manera en que negociamos con nuestros sentimientos influye así en nuestra condición física. ¿Sabías que casi el 80% experimentamos, al menos una vez a la semana, manifestaciones de orden psicosomático? Dolores musculares dispersos, dolores abdominales, diarrea, estreñimiento, enrojecimientos, tinnitus, migrañas, artritis… por mencionar solo algunos.

Sin olvidar, claro está, ¡el estrés! Este vil compañero interfiere con el metabolismo de las grasas y acelera la aparición de insuficiencia cardiaca. En pocas palabras, la manifestación de dolor es una buena razón para insistir en ser sinceros con nosotros mismos y afrontar nuestros sentimientos. Pero no es la única razón.

El dolor es un mensaje

Un mensaje codificado que haríamos bien en descifrar, sobre todo cuando los médicos parezcan incapaces de ofrecer un diagnóstico y de aliviarnos. Pero ¿cómo establecer el vínculo entre nuestros dolores y nuestras angustias y penas?

Comencemos por aceptar: echar un vistazo a nuestros malos recuerdos. Enterramos muchos conflictos sin solucionar para evitar tener que plantarles cara. Si crees que revolver en cierta caja no es necesario, recuerda sencillamente que la historia, por antigua que sea, no está necesariamente resuelta. Lo que vives es importante, pero las emociones que te impides sentir también lo son.

¿Qué pensamientos escondes con temor mientras lees estas palabras? ¿De qué sientes vergüenza?

Claramente la negación no es la solución, pero puede ser la pista que nos permita encontrar las conexiones psicosomáticas que nos hacen sufrir, sin olvidar que continuar minimizando el problema únicamente servirá para derrochar nuestra energía inútilmente y para evitarnos realizar proyectos formidables.

Permitir que este sufrimiento físico se instale, que perdure, que aumente, solo podrá tener un impacto negativo sobre nuestro organismo, nuestros sistemas vitales y el buen funcionamiento de nuestros órganos.

La descodificación pasa por el análisis del órgano que se queja como eco del origen del sufrimiento. Los síntomas psicosomáticos no aparecen porque tengamos problemas, sino porque no queremos afrontarlos. Negar, minimizar, abandonar, cualquier forma de fingir que todo se resolverá por arte de magia, es la mejor manera de garantizar la continuación de un impacto negativo sobre la calidad de nuestra vida.

Los síntomas psicosomáticos

Las personas o los acontecimientos que nos negamos a afrontar son ilimitados: nosotros mismos, nuestra madre, nuestro jefe, nuestro médico, Dios… Así que la lista de enfermedades psicosomáticas tampoco tiene fin. Por otro lado, constantemente surgen nuevas teorías sobre el origen de una u otra dolencia somática.

Tomemos el ejemplo del síndrome del colon irritable: esta anomalía en el funcionamiento del tubo digestivo puede ser la consecuencia de una focalización mental sobre nuestras experiencias negativas. Una polarización así termina por entrañar una visión simplificada y negra del mundo para el sujeto, que acumula y reprime su cólera y su irritación, transformadas finalmente en espasmos y dolores, por cierto, muy innecesarios.

El eccema demuestra también la relación entre la enfermedad y el psiquismo: descrito a menudo como una automutilación, ataca cuando el individuo es incapaz de perdonar, lo cual se traduce en placas, picazón, enrojecimiento… Evidentemente, no hay normas fijas, pero, en resumidas cuentas, cuidar de nuestro psiquismo es cuidar de nuestro cuerpo.

¿Cómo vivir mejor?

¡Viviendo conscientemente! Estemos en sintonía con lo que sentimos, nada de autocrítica ni de censura. No tengamos miedo de percibir y de expresar nuestros deseos, aprendamos a conocernos, a aceptarnos. Aprendamos a querernos más, a tener más amor por nosotros mismos.

Pensemos en trabajar sobre nosotros como un proyecto, es algo esperanzador. Una caza para desenredar los conflictos no resueltos y, así, permitirnos ser más conscientes de nosotros mismos.

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