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No tengas miedo de amar

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Miguel Pastorino - publicado el 13/04/17

¿Por qué esta paradoja de querer amar y al mismo tiempo huir del amor?

Sabemos por experiencia que lo que nos hace más felices es amar y ser amados. Incluso cuando no nos sentimos amados, buscamos incontables compensaciones para sentirnos especiales para los demás y para sentirnos “útiles” a otros.

La sed de amor y el deseo de amar nos empujan siempre a vivir de cara a los demás. Sin embargo muchos tienen miedo de amar y prefieren encerrarse en la seguridad de sus propios muros interiores, en una soledad que asfixia el corazón poco a poco.

¿Por qué tenemos miedo de amar? ¿Por qué esta paradoja de querer amar y al mismo tiempo huir del amor?


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La experiencia del amor en nuestra vida suele ser ambigua: parece ser al mismo tiempo la fuente de mayor alegría y del mayor dolor. Escribía la Madre Teresa de Calcuta que cuanto más grande es el amor, más grande es el dolor.

Y es cierto, que amar nos deja vulnerables, nos expone, y quien es más amado, es quien es más capaz de herirnos.

Jesucristo mismo revela a la humanidad un Dios vulnerable, un Dios que es amor y que se pone en manos de aquellos que le aman, exponiéndose a su rechazo: el Dios crucificado es el Dios que es todo amor y donación.  Quien ama se expone, se regala, se entrega libremente.

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IVASHstudio/Shutterstock

Fuerza en la debilidad

Cuando sufrimos por amor tenemos la tentación frecuente de levantar muros para protegernos, pero al mismo tiempo nos encerramos en la propia trampa de una falsa seguridad, porque el corazón sigue allí. No se puede dejar de lado el corazón, aunque se lo pueda pasar por alto.

Se ha hablado mucho en forma despectiva de sentimientos sin importancia que hay que dejar de lado, pero en lo más profundo de cada persona sigue allí un mundo interior sediento de amor.




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Cuando llegan las situaciones límite, una enfermedad, la soledad, la vejez, la agonía y la muerte de los que amamos, experimentamos la fragilidad de la vida y de nuestro propio ser. En esos momentos cobra todo su relieve nuestra vulnerabilidad, a la que tanto tememos.

Los grandes maestros de la espiritualidad cristiana, empezando por el mismo san Pablo, han descubierto que la verdadera fuerza radica en la propia debilidad, allí encuentran la verdadera fuerza del amor que no teme a la fragilidad, sino que la acepta, la abraza y eso le hace capaz de abrirse a los otros sin temor.

En su debilidad encuentran a Dios que se manifiesta en su poder, amor que hace nuevas todas las cosas. Jean Vanier, fundador de la comunidad “El Arca”, escribió en 1980:

“Las personas que sufren me han revelado que la necesidad más profunda del hombre es la necesidad de amar y de ser amado… Nuestro mundo superactivo opta decididamente por la eficacia porque tiene miedo del corazón. Ha perdido la confianza en el amor… Me han revelado que ese mundo justo se hace poco a poco, a base de gestos cotidianos de amor. No se trata de hacer grandes cosas, sino de hacer cosas pequeñas con un amor cada vez más grande que extraiga su fuerza del corazón de Dios”.
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¿Amor gratuito?

Sin lugar a dudas amar nos hace felices, pero para ello es preciso tener coraje para salir de uno mismo y donarse. En una cultura marcada por una mentalidad de mercado, parece que todo es a cambio de algo, que todo es una mera transacción, y nos acostumbramos a pensar que si nos aman es por algo, a cambio de algo, esperando algo y así nos sentimos obligados a corresponder a cualquier gesto de amor.

Cuando Jesús enseñaba que había que “ser como niños”, podríamos pensar en la capacidad que tienen para dejarse amar gratuitamente sin pensar que deben algo, solo se alegran de que alguien les regale.

Pero cuando somos adultos, si alguien nos regala, en lugar de alegrarnos, ya estamos pensando cómo devolver el gesto, perdiendo el sentido de la gratuidad del amor. Ya los regalos no son regalos, sino compromisos sociales de atención recíproca.

¿No deberíamos recuperar el sentido de la gratuidad, del regalo, del amor verdadero?  




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Que el amor sea gratis por naturaleza, significa que es a cambio de nada. Nos es tan difícil creerlo y entenderlo, que cuando alguien hace algo por nosotros, enseguida nos preguntamos: “¿qué hice yo para merecer esto?” o “¿qué buscará esta persona al tener este gesto conmigo?”, sembrando en nuestro interior la desconfianza ante la pura gratuidad.

¿Es posible que nos amen porque sí? ¿Podemos amar sin esperar nada a cambio, por la simple alegría de amar y hacer feliz a otros?

El testimonio de tantos santos que lo han hecho, nos muestra que no solo es posible, sino que es el camino más seguro para ser feliz.




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En un mundo dominado por miedos de toda clase, el amor es el único capaz de dar coraje, de echar fuera el miedo, de crear vida donde no la hay, de sanar heridas, de hacer un mundo más humano, donde la felicidad es posible si no renunciamos a lo único que nos puede hacer vivir de verdad.

El mismo Herman Hesse escribió que “la felicidad es amor, no otra cosa. El que sabe amar es feliz”. En una cultura que promueve el egoísmo crónico, el mayor desafío es, como expresaba Charles de Foucauld, “ser amor en un mundo que no sabe amar”.


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