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La única actitud posible en el camino hacia la muerte

Asno

Sergitxu/Flickr/CC

Carlos Padilla Esteban - publicado el 09/04/17

Súbete a un pollino

Este domingo preparamos el corazón para entrar en la Semana Santa. Nuestra semana sagrada. Esa semana en la que acompañamos a Jesús en su pasión, en su resurrección.

Comienza todo con la entrada en Jerusalén: “Cuando se acercaban a Jerusalén y llegaron a Betfagé, junto al monte de los Olivos, Jesús mandó dos discípulos, diciéndoles: – Id a la aldea de enfrente, encontraréis en seguida una borrica atada con su pollino, desatadlos y traédmelos. Si alguien os dice algo, contestadle que el Señor los necesita y los devolverá pronto”.

Una borrica y un pollino. Así comienza el camino. Llega a su ciudad, donde iba de niño con María y José. Ha llorado al verla de lejos. ¡Cuántos recuerdos en el templo! Llega a sus muros. Es valiente. Intuye lo que va a suceder.

Sabe de la rabia de algunos hombres. Han decidido matarlo después de la resurrección de Lázaro. A Él y a Lázaro. Tal vez ya no querían más cambios en sus vidas cómodas.

¡Cuántas veces me pasa a mí! Me instalo en mi forma de mirar a Dios, de mirar la vida y no puedo abrirme a otra distinta. Aunque sea verdadera. Me siento inseguro, pierdo parte de mi poder, de la parcela que yo controlo.

Prefiero mantenerme lejos. Eso hicieron algunos fariseos. Porque de cerca Jesús les hubiera mirado al corazón. Quizás no se hubieran podido resistir a su amor personal. De lejos, en cambio, es fácil juzgar y encasillar.

Hoy Jesús entra en su ciudad atravesando la puerta santa revestido de pobreza. Entra en la humildad de una borrica, de un pollino. No se puede entrar de otra manera al comenzar el camino hacia la muerte.

Jesús ha vivido ya la gloria de la fama. Ha experimentado cómo tantos seguían sus pasos y escuchaban sus palabras. Pero ahora sabe que es una semana sagrada, dolorosa, llena de esperanza. Va a necesitar ir muchos días a Betania para cargar el corazón. Tal vez por eso necesitó Jesús resucitar a Lázaro, para descansar también en él en medio de su dolor.

Hoy Jesús entra aclamado por el pueblo. Lo hace en la humildad de un pollino. Y hace realidad las palabras del profeta: “Esto ocurrió para que se cumpliese lo que dijo el profeta: – Decid a la hija de Sión: – Mira a tu rey, que viene a ti, humilde, montado en un asno, en un pollino, hijo de acémila”.

La pobreza del rey de reyes. Un anuncio mesiánico. Un mesías humilde. Es la pobreza del abajamiento que tanto nos desconcierta. No en un caballo altivo. No es un rey poderoso. Jesús no tiene poder. No lleva un ejército. No le siguen hombres armados. Sólo un puñado de hombres pobres y fieles.

Y Él montado en un pollino, en una borrica. Es la pobreza que siempre me desconcierta. La humanidad de Dios que tal vez yo no espero. Es todo tan diferente a lo que el corazón sueña… Deseo las cosas bellas. Anhelo los paisajes preciosos.

Me gustan los honores y el reconocimiento. Quiero tener poder e influencia. Busco que me sigan y aplaudan. La humildad del pollino me resulta demasiado violenta o tal vez demasiado pacífica. No impone, no despierta el miedo. Me parece demasiado chocante para un día de fiesta. ¿No es acaso Jesús el rey de los judíos? ¿No es Él el hijo de Dios al que todos siguen?

Sus caminos no son nuestros caminos. El camino de Jesús es el de la humildad, el de la pobreza y creo que no siempre es el mío. Porque el mío a veces es el del orgullo, el de la vanidad.

Leía el otro día sobre san Ignacio: “Ahí se estrella su ideal de perfección. Ahí va de cabeza su orgullo. Hasta este momento todavía Íñigo no ha caído en la cuenta de que lo que Dios le pide no es que sea un Íñigo irreal, puro y magnífico; lo único que Dios quiere es que Íñigo, con sus fuerzas y flaquezas, se deje enamorar, seducir por el Cristo pobre y humilde que le está esperando, y que se convierta en testigo y transmisor de ese amor[1].

A veces pretendo caminar altivo el camino de la cruz. Me creo capaz de vivir una santidad heroica digna de elogio. Quiero recorrer mi propia vida sin errores ni defectos.

Como esa persona que me confesaba hace poco que tardó muchos años en darse cuenta de que ella tenía defectos y debilidades. Siendo niña había aprendido a esconder sus flaquezas. No podía permitirse la duda, las lágrimas, la pena, el error, la debilidad o el fracaso.

Y así sólo era capaz de ver los defectos y pobrezas del prójimo, de su esposo, de su familia, pero no los propios. Hasta tal punto que dudaba si realmente en ella había algún defecto escondido. Y si lo había, todo era posible, seguro que no era importante, tal vez nimio. No tendría relevancia en comparación con los defectos que ella toleraba en el prójimo.

Cuesta mucho aceptar que tengo debilidades. Revestirme de pobreza. Entrar montado en un pollino. Son gestos desprovistos de grandeza. El que se muestra débil ante los demás es porque es débil. No es una pose. Y yo no quiero ser débil. No me gusta la dependencia. Busco la autonomía. Ser libre, ser yo el que hago y deshago.

Y por eso me cuesta esa imagen débil de Jesús. Subido a un pollino, aclamado por los que lo ven entrar. Pero no tiene poder. ¿Cómo va a vencer con su fuerza? ¡Cuántas dudas albergaría ya el corazón de Judas! ¡Cuántas dudas alberga ya mi corazón!

Una persona me pregunta: No entiendo muy bien de qué me sirve rezar. Al final siempre sucede lo que Dios quiere”. Quise explicarle que la oración cambia mi corazón. Me transformo en el poder de la oración. Pido, doy gracias, alabo. Y Jesús viene a caminar conmigo.

No elimina el sufrimiento que no deseo. Me sostiene con su amor infinito, tan humano, tan divino. Se abaja a mi cruz para ayudarme a llevar el peso de mi madero. Es verdad que a veces me gustaría ver más su poder. Como a Judas. Como a esa persona llena de dudas.

Puede ser que su impotencia me haga más frágil. Su indefensión aumente mi debilidad. Puede ser que en su humildad no me sienta protegido.

Pero Jesús quiere sólo mostrarme el camino. Me anima a hacer lo mismo. Dejo de lado mis pretensiones humanas. Dejo de lado mi búsqueda de poder. Me subo a su pollino indefenso.

[1] José María Rodríguez Olaizola, Ignacio de Loyola, Nunca solo

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