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Cuando la rutina mata, una pregunta: ¿dónde está Dios?

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Carlos Padilla Esteban - publicado el 27/03/17

Jesús utiliza mi fragilidad para sanar mi herida

El otro día leí un poema de Martha Medeiros: “Muere lentamente quien se transforma en esclavo del hábito, repitiendo todos los días los mismos trayectos, quien no cambia de marca. No arriesga vestir un color nuevo y no le habla a quien no conoce. Muere lentamente quien evita una pasión, quien prefiere el negro sobre blanco y los puntos sobre las íes a un remolino de emociones, justamente las que rescatan el brillo de los ojos, sonrisas de los bostezos, corazones a los tropiezos y sentimientos. Muere lentamente quien no voltea la mesa cuando está infeliz en el trabajo, quien no arriesga lo cierto por lo incierto para ir detrás de un sueño, quien no se permite por lo menos una vez en la vida, huir de los consejos sensatos. Muere lentamente quien no viaja, quien no lee, quien no oye música, quien no encuentra gracia en sí mismo. Evitemos la muerte en suaves cuotas, recordando siempre que estar vivo exige un esfuerzo mucho mayor que el simple hecho de respirar”.

La vida es más grande que sólo repetir rutinas. No quiero tenerle miedo a la vida, a ver más, a ahondar más.

A veces me resigno. Pienso que no puedo hacer más. “¿Dónde está Él?”. Hoy, como ayer, muchos hombres preguntan por Jesús. Pero no todos quieren verlo. “¿Dónde está Él?”. Esa también es mi pregunta. Quiero verlo. Quiero ver aunque ni siquiera sé expresarlo.

Sé que con frecuencia estoy sentado al borde del camino. Viviendo a medias mi vida. Jesús pasa en esta Cuaresma y me mira. Me toca. Me levanta. Me enseña a caminar. Rompe mi muro de aislamiento.

Definitivamente prefiero la luz a la oscuridad. La alegría a la pena. La paz a la ira. Lo prefiero. Si tengo que elegir, elijo ver, elijo amar, elijo entregarme, elijo arriesgarme.

Pero luego, no sé cómo, el mundo se me mete dentro y me dejo llevar por la rabia. O vivo infeliz en mis sombras. O me conformo con una vida mediocre. Y me oculto en la oscuridad de mi pecado. ¡Me siento tan frágil tan pequeño, tan ciego! No logro ver lo que es mejor para mí.

Quiero tener siempre paz, siempre luz, siempre esperanza. Me gustaría responder con alegría ante las afrentas. Reaccionar sin violencia cuando me atacan. Decidir lo más sabio cuando no veo.

Pero soy realista. Sé que la pena que hoy tengo forma parte de la luz de mi mañana. Y mis ojos ciegos son parte de la vista que tendré. Me duelen mi oscuridad y mi ceguera. Me gustaría que siempre hubiera luz dentro de mi corazón. Allí donde desciendo a ver qué encuentro.

Jesús me dice: “Mientras estoy en el mundo, soy la luz del mundo”. En medio de mi noche Él es la luz. En medio de mi dolor y mi angustia cuando todo se vuelve oscuro y se llena de sombras, Jesús me sana. A veces desconfío de sus métodos. No me gusta entender que mi pecado pueda sacar de mí la esperanza. Que mi rabia pueda dejar paso a la paz. Y mi tristeza a la alegría. Pero confío.

El barro y mi pecado son del mundo. La luz y la misericordia son de Dios. Jesús utiliza mi fragilidad para sanar mi herida. Utiliza el barro para devolverme la vista. Se sirve de mis sombras para crear la luz en mi interior. Son las paradojas del amor de Dios.

Me ama de tal manera que vuelve bello lo feo que yo veo en mí. En su mirada tengo luz. En sus ojos soy maravilloso. En mi impotencia puedo lo imposible. Ya no soy ciego, veo.

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