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Nirmala (nombre ficticio) vivía en una aldea de la India. Su marido, alcohólico, no trabajaba y ella hacía lo que podía por sacar adelante a sus hijos hasta que, por una falsa promesa de trabajo, se trasladó a una ciudad más grande. Allí la convencieron para vender un riñón.
Aceptó y se hizo pasar por familiar del receptor pero, poco antes de llevarse a cabo el procedimiento de donación y trasplante, las autoridades descubrieron que se trataba en realidad de la compraventa de un órgano. Donante, receptor, sanitarios y facilitadores fueron detenidos.
Sin embargo, a los pocos días estaban todos libres salvo Nirmala. El receptor, por la falta del tratamiento de diálisis, falleció. La donante es ahora la única que se enfrenta a la justicia.
«Esto no ha sucedido en los años 80 o 90, sino hace unos meses, y se trata de un caso que creo que nos da muchas lecciones a todos. Mientras los profesionales sanitarios han conseguido salir indemnes sin castigo, los más vulnerables –donante y receptor–, están totalmente desprotegidos».
Quien lo cuenta es la doctora española Beatriz Domínguez-Gil, copresidenta del grupo custodio de la declaración de Estambul, al que llegan casos como el de esta mujer india.
En 2008, en la ciudad turca, más de 150 representantes de organismos médicos y científicos de todo el mundo y representantes políticos suscribieron esta declaración profesional que establece unas recomendaciones para combatir el tráfico de órganos y el turismo de trasplantes.
El acuerdo ha impulsado cambios en las legislaciones de muchos países, que han reforzado los controles.
España es pionera en incorporar el delito de compraventa de órganos y turismo de trasplante en su Código Penal. También es una superpotencia en cuanto a donaciones, pero en otros países la situación cambia bastante.
La esperanza de vida crece en los países desarrollados a la par que avanzan los éxitos en los trasplantes y escasean, por tanto, los órganos disponibles. A más demanda se requiere más oferta. Así se ha abierto la puerta a un oscuro mercado en el que los seres humanos son despiezados como si fueran ganado.
Petición expresa del Papa
El Papa, que ya en 2014 se reunió en el Vaticano con la directiva de este grupo custodio, está muy al tanto de esta realidad. Recibió información detallada sobre esta nueva forma de esclavitud moderna y calificó como «inmoral cualquier iniciativa sustentada en la comercialización de órganos, tejidos y células y alejada de la donación como acto de amor al prójimo y de responsabilidad social».
Prueba de que este drama sigue entre sus prioridades es que, por primera vez, el Vaticano se ha ocupado de ello en un congreso exclusivamente dedicado al tráfico de órganos y el turismo de trasplantes.
Francisco solicitó al canciller de la Pontificia Academia de las Ciencias, monseñor Marcelo Sánchez Sorondo, que se llevara a cabo este encuentro y lo hizo con un sencillo mensaje: «Marcelo, la trata de órganos puede tratarse en conexión con la trata de personas. Muchas gracias».
La trata de personas es una tragedia que atormenta al Papa Francisco, y no es para menos. El tráfico de seres humanos rivaliza, como uno de los negocios sucios más lucrativos que existen, con el tráfico de drogas y el tráfico de armas.
Es difícilmente cuantificable su impacto económico pero se estima que ronda los 32.000 millones de dólares al año. De este pastel podrido, una buena porción corresponde a las ganancias del tráfico de órganos. Tráfico de personas y tráfico de órganos son a menudo las dos caras de una misma moneda.
«Cualquier persona que haya caído en una red de tráfico humano es susceptible de ser víctima del tráfico de órganos», cuenta a Alfa y Omega Mussie Zerai, sacerdote eritreo nominado al premio Nobel de la Paz en el año 2015.
Él es el ángel de la guarda de miles de refugiados desde que en 2003 una persona escribió en una cárcel libia su número de teléfono con el mensaje: «Llamar aquí para cualquier emergencia».
Desde entonces ha recibido miles de llamadas que han salvado miles de vidas. De otros casos solo sabe de su triste destino: «Denunciamos en 2009 lo que sucedía en el Sinaí. Más de 3.000 refugiados fueron asesinados para quitarles los órganos: córnea, pulmones, hígado, riñones… Los traficantes les ofrecían pagar sus viajes con un órgano. Preparaban camionetas como rudimentarias clínicas donde llevaban a cabo las intervenciones y, cuando estaban dormidos por completo, les extirpaban todos los órganos».
Luego fueron a compradores en países del Golfo, Israel o incluso Estados Unidos. Hoy en día, esa red está desmantelada, aunque Egipto continúa siendo un paraíso del tráfico de órganos. Estos son casos extremos, pero también componen el amplio abanico de miseria y desesperación que empuja a muchas personas pobres a vender partes de su cuerpo al mejor postor. Otras, también en situación límite, compran: tienen tal vez dinero suficiente pero sus horas están contadas.