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Olvida el miedo a perder lo tuyo

Chica con globos

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Carlos Padilla Esteban - publicado el 03/02/17

¿Cómo puedo disfrutar de la belleza si mi única preocupación es protegerme?

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¿Estoy dando todo lo que puedo dar? ¿O puedo dar más? Miro a Jesús. Miro su rostro que me mira quieto. Su voz callada. Con ese silencio que me turba. Lo miro y temo quedarme vacío. Temo olvidarme de su paso. De su presencia. De su voz.

Viene para quedarse conmigo. Y yo no me lo tomo en serio. Sigo de largo. O vuelvo a sentirme como ese hijo mayor que todo lo juzga.

Una persona rezaba: “Sabes que no he sido tan generosa en mi entrega, que también allí me he buscado. Admiro y envidio a san Agustín, a san Francisco, a santa María Magdalena, a san Pablo. No sólo por saberse tan amados y por su gran santidad, sino porque una vez rescatados nunca miraron atrás, siempre corrieron hacia delante. Una vida antes, otra después. Pero yo una vez salvada, vuelvo una y otra vez sobre lo mismo. Por eso siempre me identifico con el pecador. He descubierto un nuevo pecado, me he sentido como el hermano mayor. Además de por sentirme mal por eso, quería agradecerte, Jesús, porque me has hecho crecer, viéndome allí plantada. Me has salvado de nuevo. Sé que lo olvidaré, que volveré a caer. Pero al menos ahora te doy gracias”.

Me gustaría tener esa honestidad para mirar así mi vida. Es la tentación de sentirme como ese hermano mayor que juzga, que nunca está contento, que siempre espera más reconocimiento, más premios, más halagos. Como si la vida consistiera en un sinfín de aplausos. En una cascada de felicitaciones.

Me da miedo buscarme cada día. Sentir que alguien me debe algo. Y que no son justas muchas de las cosas que me suceden.

Decía el papa Francisco: “¿Cómo puedo acogerme a Cristo si sólo pienso en mí mismo? ¿Cómo puedo disfrutar de la belleza de la Iglesia, si mi única preocupación es salvarme, protegerme y salir indemne de cada circunstancia? ¿Cómo puedo entusiasmarme con la aventura de la construcción del Reino de Dios si cada entusiasmo queda frenado por el miedo a perder alguna cosa mía?”.

Miedo a perder. Miedo a no recibir. El deseo de salir siempre bien parado. El anhelo de no sufrir nunca ningún daño.

Jesús sufre indefensión, soledad, olvido, abandono, despreocupación. Y yo quiero ser cuidado, recordado, salvado. Y siento como ese hermano mayor tan olvidado que no soy tomado en serio.

Pienso entonces que Jesús no nace para mí. Nace para otros. Para los que triunfan y destacan. Para los que progresan en la vida. Y necesito de nuevo la conversión. Para no pensar tanto en mí, en mi seguridad.

Yo me protejo y huyo. Huyo de los enredos, del trabajo, de la vida. Huyo del peligro. De la incomprensión. Del desamor. Busco la seguridad y la protección. Donde no puedan hacerme daño. A veces mi cristianismo ha perdido fuerza. Se ha aguado con el paso del tiempo.

Olvido que Jesús tomó mi alma en sus manos para hacerla nueva, para hacerme niño. Y ya no recuerdo lo que puede hacer conmigo si le dejo hacer. Ya no creo en su protección. No me fío de sus palabras y promesas. Como si dudara de todo.

Y recuerdo las palabras que leía: “Nuestro tránsito por la vida, con su sufrimiento y con la muerte, no es más que un camino de retorno a Dios. En lo más profundo de nuestra alma sentimos que no somos más que peregrinos. Algo dentro de nosotros nos dice que Dios mismo es nuestro hogar. Nos asegura que Dios nos espera como el padre espera al hijo pródigo”[1].

Estoy de paso. No necesito asegurarlo todo en esta vida tan frágil. No conozco mi último día. Pero tengo que vivir sin miedo cada día, el que tengo delante. Sin juzgar a nadie. Dando con alegría lo que me han dado de forma gratuita. Abriendo mis manos sin miedo. Sosteniendo a muchos.

Dios viene a sacarme de mi comodidad, de mi mundo, para hacerme alimento para otros, hogar para muchos. Ese Dios todopoderoso se ha hecho pobre e impotente como yo. Se ha puesto en mi lugar, en mis zapatos. Ha sentido mis miedos, sufrido mis vacíos, amado mi vida, acariciado mis deseos.

Jesús me hace empatía para otros. Sólo Él me hace capaz de un amor imposible que da la vida por otros sin miedo, sin buscarse. Así quiero vivir yo. Con esa generosidad imposible. Sin temer la pérdida, sin sufrir por los vacíos.

[1] Francisco Jalics, El camino de la contemplación

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