“Ningún dictador puede hacer nada contra un hombre silencioso. No se le puede arrebatar el silencio de un hombre”.
Así se expresa Robert Sarah, el cardenal de Guinea-Conakri, en su libro The Power of Silence: Against the Dictatorship of Noise [El poder del silencio: contra la dictadura del ruido].
Una vez tuve un amigo que evitaba el silencio a toda costa. En cuanto entraba en una habitación, encendía algún aparato. Con el tiempo me di cuenta de que tenía miedo: miedo de estar a solas sin escuchar otra cosa además de sus propios pensamientos.
En ocasiones yo también he notado esa misma tendencia en mí, para desconectar del constante caudal de los medios. Me facilita mucho el evitar que mi cabeza piense en las cosas importantes… o que rece sobre ellas.
Me pongo en modo zombi y me veo esos programas sobre subastas o sobre las peculiares vidas de la gente como si tuviera todo el tiempo del mundo y me convenzo a mí misma de que en realidad no me estoy perdiendo nada.
Es cierto que no hay nada malo en tener un poco de relajación. Es necesaria. Pero si no conseguimos ese desapego del mundo y no mantenemos a Dios en nuestro centro, podemos llegar a crear fácilmente una distancia o una barrera contra las inspiraciones de Dios. Él nos dice que Él nunca fuerza Su entrada en nuestro interior. Él permanece y llama a nuestra puerta. Depende de nosotros el abrirla.
El cardenal Sarah declara que ese ruido “se ha convertido en algo parecido a una droga de la que son dependientes nuestros contemporáneos”.
“Con su apariencia festiva, el ruido es un torbellino que impide a uno mirarse a la cara y confrontar el vacío interior. Es una mentira diabólica. El despertar solo puede ser brutal”.
La propuesta del cardenal es “redescubrir el auténtico orden de las prioridades” colocando a “Dios de vuelta al centro de nuestras preocupaciones, en el centro de nuestras acciones y de nuestra vida: el único lugar que le correspondería ocupar a Él”.
He descubierto que mi rato semanal de adoración eucarística me mantiene anclada en el silencio.
Hacía mucho que me había dado cuenta que una parroquia cercana a mí ofrecía adoración de la Eucaristía los viernes durante todo el día, pero nunca había ido. Fui por primera vez hará unos dos años, suponiendo que podría convertirse en un hábito ocasional como mucho.
Lo que experimenté al principio fue muy diferente a otras veces que había estado en la iglesia, simplemente porque nunca había estado en una si no había misa. Con la adoración, no hay lecturas ni sermones ni música (¡tampoco colecta!). Únicamente ese hermoso recipiente dorado -la custodia- con la Eucaristía sobre el altar. Y personas en silenciosa oración. En paz.
Pronto descubrí que quería volver. No pasó mucho tiempo hasta que empecé a ir todos los viernes, incluso cuando solo disponía de 15 o 20 minutos. Me sorprendió la variedad de personas que se sentían llamadas a la adoración. Esperaba ver a mujeres mayores, pero también había desde parejas jóvenes a empresarios de chaqueta, tipos con pendientes y tatuajes, adolescentes… Algunos se paraban para cinco minutos. Otros se quedaban una hora. Todos atraídos a Cristo en sencilla adoración.
Lo que aconseja el cardenal Sarah no es otro programa reformista, sino el redescubrimiento del sentido de Dios acercándonos a Él en silencio, la única forma que hay de acercarse a Dios.
Ahora espero con ilusión los viernes.