Aplaudo la decisión de los padres de querer compartir con el resto del mundo una reunión tan emotiva y feliz (…). Pero una parte de mí pensó, ¿por qué debería yo ser testigo de este momento tan íntimo? (…)
¿Por qué creemos que tenemos que compartirlo todo con desconocidos? Llámenme cascarrabias, pero creo que hay ciertas cosas que deberían quedarse en privado. Las pedidas de mano, por ejemplo; los castings, por ejemplo. (Sé que probablemente estoy en minoría con esta última, pero es que no puedo entenderlo: ¿quién quiere de verdad hacer una audición delante de millones de personas? El rechazo es suficientemente duro sin tener que compartirlo con el resto del mundo).
Nuestra tendencia a compartir en exceso se ha visto acrecentada por la popularidad de los botones de “grabar” en nuestras aplicaciones móviles, por el auge de la telerrealidad y de programas que dan grandes premios económicos a vídeos divertidos. Hoy en día vemos un número sin precedentes de acontecimientos de la vida ordinaria que se desarrollan en tiempo real, justo delante de nuestros ojos. Combine eso con nuestra tendencia tan humana de dar prioridad a la fama por encima de la sustancia, a la riqueza por encima de la simplicidad, y así es como se mercantilizan los momentos del día a día.
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