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La fuerza de un cordero

ZURBARAN, AGNUS DEI

Public Domain

Carlos Padilla Esteban - publicado el 15/01/17

Había que eliminar todo pecado, limpiarse, lavarse,... pero ahora llega Jesús y es Él quien quita el pecado

Hoy me conmueven las palabras de Juan Bautista:

“Este es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo. Aquel sobre quien veas bajar el Espíritu y posarse sobre Él, ese es el que ha de bautizar con Espíritu Santo. Y yo lo he visto, y he dado testimonio de que este es el Hijo de Dios”.

Se lo cuenta a todos. Lo ha encontrado. Lo señala para que otros lo sigan. Para que se vayan detrás de

Él. Señala a Jesús para apartarse él. Pone a Jesús en primer lugar para desaparecer él. Juan lo ha visto y ha creído.

Me impresionan mucho sus palabras: “Yo lo he visto”. ¡Cuánta fe y cuánto amor! ¡Qué hombre más fiel! Su última misión es hablar a los suyos de Jesús.

Jesús, el único Mesías

Jesús es el único que tiene palabras de vida eterna. Por eso ya no puede dejar de anunciar a Jesús vivo entre los hombres.

Juan había recibido en su corazón la voz de Dios que le había dicho que el Mesías sería señalado por el Espíritu Santo.

Es un anuncio misterioso. ¿Cómo lo vería? ¿Cómo sabría que era Él? Juan creyó, lo vio y luego anunció toda su vida ese momento.

Fue tal como le habían dicho. Su fe de niño se hizo realidad. Pero Jesús supera el anuncio. Siempre es más de lo que espero. Siempre me desborda.

A Juan también le pasó. Juan lo llama el cordero de Dios que quita el pecado del mundo.

El cordero de Dios

Jesús es manso. Es el cordero inocente que carga con mis pecados. El cordero que morirá indefenso.

Es el cordero de Dios que ama, que no expulsa a los pecadores sino que convive con ellos, que los ama, los acoge.

No se va del mundo, para vivir en soledad o con algunos hombres más puros. Él camina y vive como un más, sanando corazones y cuerpos heridos. Ese cordero puro y fiel se entregará por mí.

Me impresiona mucho su promesa. Es el cordero que quitará del mundo mi propio pecado que me escandaliza. Lo hará todo de nuevo. Viene a amar y a quitar el pecado con su vida.

Aquel que lo cambia todo

Juan hasta ahora hablaba de conversión. Como el paso necesario para que llegase el Señor. Había que eliminar todo pecado, limpiarse, lavarse.

Ahora llega Jesús y es Él quien quita el pecado del mundo, de todos, de cualquiera. Lo hace amando, lo hará muriendo en la cruz.

No pide condiciones. No pide conversión previa, ni habla de un bautismo para seguirlo. Sólo me pide tomar mi vida y mi cruz e ir detrás de Él.

Es la gratuidad de Dios. No hace falta ser perfecto, sólo abrir el corazón y creer que es posible.

Salva rompiéndose

En cada misa repito en alto estas mismas palabras de Juan: “Este es el cordero de Dios que quita el pecado del mundo. Lo hago mostrando a Jesús roto entre mis manos.

Se acaba de partir Jesús por mí, por todos. Así es como quita el pecado del mundo, rompiéndose, entregándose del todo. Es un momento de adoración, de reconocimiento.

Me gusta repetir esas palabras en cada misa. Y mirarlo a Él roto entre mis manos. Y adorarlo.

Manso, callado, partido. Por ese cordero de Dios merece la pena dejarlo todo atrás y seguir sus pasos.

Yo me fío porque lo he visto y he creído. Me he fiado. Los discípulos de Juan también se fiaron de Juan y se fueron con Jesús. Sólo por su palabra. Merecía la pena hacerlo. Lo sigo.

Un Dios que ama

Pero luego lo pienso y me queda grande la misión de ese cordero. Es un hombre que no grita, que ama, que vive como uno más, entre todos. Que sana, que camina y sueña.

Es un hombre que habla de un amor desconocido. Es Dios que me ama sin castigar. Que me perdona sin medida. Ese Dios se ha hecho hombre y está conmigo.

Pero yo veo que el pecado sigue existiendo a mi alrededor, en mí. Sé que Jesús es el cordero de la paz, pero sigue habiendo guerras. Y yo no logro sembrar la paz.

Sé que es el cordero fiel y fuerte. Pero sigue habiendo debilidad e infidelidad a mi alrededor, en mi vida.

Y yo me siento incapaz de cambiar tantas cosas. Es el cordero inocente que no grita, que calla. Y me conmueve esa inocencia y esa indefensión como camino para mí.

Dice Mahatma Gandhi: “La no-violencia no es para los débiles, sino para los fuertes. Hay que tener mucha fe y mucha fuerza para dejarse matar”.

Me atrae más la fuerza. No tanto la debilidad. Me siento débil, pecador. Me siento incapaz de esa no-violencia ante la injusticia.

Dejarme matar es un acto heroico. Es todo demasiado grande para un corazón tan débil.

Humilde Juan Bautista

Juan es un hombre fuerte que anuncia al hombre inocente. Juan tampoco se defiende. Como el Cordero de Dios. Él tampoco huye de la cárcel que le acaba quitando la vida.

Él anuncia la verdad de forma tan libre… Y luego sigue anunciando la vida desde la cárcel. Sigue siendo fiel. Sigue siendo testigo.

Es verdad que la fidelidad brilla más que la caída. Es verdad que el fuego del martirio me anima a mí a ser fiel en medio de mis propias pruebas. Eso no lo dudo.

Pero creo que soy incapaz de juzgar el corazón de los hombres. Me toca arrodillarme cada día ante el misterio del que viene buscando el perdón.

A veces en mi vanidad juzgo y me siento algo. Pero hoy quiero aprender de Juan. De su humildad. De su vocación de camino.

¿Dios, impotente?

Quiero mirar con respeto ese marco sagrado de la conciencia en el que se debate la lucha por hacer carne el más leve deseo de Dios en cada hombre. ¡Quién soy yo para juzgar a nadie!

No quiero saberlo todo ni creerme en posesión de la verdad más absoluta. Dando juicios que nadie pueda rebatir. Erigiéndome en el paradigma ante el que cualquier opinión contraria claudica.

No lo pretendo. Pero a veces mis afirmaciones pueden ser demasiado duras y categóricas.

Miro a Juan en el río Jordán. Miro su fe señalando a un hombre entre los hombres. Dios oculto en la apariencia de hombre.

Dios impotente en medio de una fila de hombres pecadores. Y Juan siendo testigo.

¿Soy yo testigo de un amor más grande? Me gustaría siempre vivir en referencia a Jesús. Me gustaría señalar a Jesús y ponerlo en el centro de mi vida.

Pero tantas veces me predico a mí, me pongo delante, no desaparezco. Me coloco yo en el centro. Me agarro a ese orgullo de querer ser otro Cristo.

Le pido a Dios ese don de Juan de señalar a las personas hacia Él, no hacia mí. Ser puente y camino, nada más.

Quiero despojarme de mis deseos, de mis orgullos. Y simplemente estar con Jesús. Y tratar de descubrir su voluntad. Aunque me caiga.

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