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La pelota de trapo y el niño Dios “embustero”

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© Marko Vombergar

Ary Waldir Ramos Díaz - publicado el 25/12/16

Cuento de navidad colombiano

Joselito despertó de sobresalto la mañana del 25 de diciembre; a sus siete años presumía que el “niño Dios” es un embuste, una mentira de adultos. Así decía su abuelo, que todo lo sabía. Él, perspicaz, considera que la tradición tomó las semblanzas de la tez oscura de su mamá y los ojos grandes de la vieja Josefa, su abuela, que este año está en el hospital; ella, a su saber infantil, es la que esconde en la noche del 24 el regalito del niño Dios que aparece mañanero el día siguiente.

Papá Juaco, el abuelo, estaba ya sentado en el borde de la cama en la penumbra de la habitación embargada del sopor del calor caribeño. Las cortinas corroídas se abrieron de repente:

-“Joselito , la mamá anoche no llegó, estamos averiguando qué pasó” –dijo sin rodeos Berta García, la vecina que de vez en cuando viene a “echar un ojo” al anciano y al niño abandonados -sin querer- a su suerte mientras la mamá de Joselito, doña Julia atraviesa Santa Marta para ir al ‘Rodadero’ –el balneario de la ciudad- para trasladarse a la casona de un rico médico samario, donde se gana la vida cuidando de dos niños que la llaman ‘tata Ju’ y donde la limpieza es orden de tres pisos de grandes escaleras coloniales y salas amplias entre muebles europeos y sillas de fino bambú en cada balcón de la villa.

El pequeño no le respondió a Berta; sabía que a ella los nervios le afloraban cuando la contradecía o cuando pedía caprichos. Silencioso, mientras se vestía recordó que su padre hizo una vez igual: un día desapareció dejando una muda sudada en la silla de metal y mimbre puesta al lado de la cama matrimonial. Ni una palabra.

Papá Juaco, sordo del oído izquierdo apenas se percató de la presencia de la vecina:

-Joselito, anoche me soñé con las hallacas de la abuela -y de repente un bolero sonó y un gran salón se abrió en la mente del viejo que recordó la navidad del 45’ cuando Josefa Soledad, la niña más bonita del barrio Mamatoco aceptó bailar con él mientras le susurraba una propuesta de matrimonio clandestina.

-Caro viejo, cada vez más sordo’ – interrumpió el sueño a ojos abiertos la vecina Berta-. Le traje las hallacas don Juaco pa’ que desayuneeee -gritó la matrona alta dos metros.

Cuando Berta abrió las hojas de plátano,  el aire se impregnó de guiso y la masa de maíz del plato coloreada con onoto se abría con el tenedor levantando una nubecita de vapor para abrir más el apetito. La hallaca es un plato de la expresión más visible del mestizaje en la costa norte de Colombia y de Venezuela.

El niño estaba asaltado por el pensamiento de que su mamá se hubiera hartado de tanto sacrificio y hubiera escapado de las calles polvorientas de Mamatoco para perseguir su sueño juvenil de ser azafata y volar por el mundo…

Luego de imaginar a su mamá de uniforme de Avianca, la aerolínea nacional , pensó que era lo mejor para ella y hasta se alegraba por ella. No le dolía ser un peso para su sueño, pero sí tener que dormir solo en su cama y no tener más sus largos rizos negros para acariciar antes de pegar los ojos. Una lágrima díscola se mezcló con el vapor que iba a sus mejillas mientras con desgano comía la hallaca.

-Hay mijo comete todo, porque la hicimos con cariño -expresó Berta al notar la inapetencia del niño.

Y para distraerlo le preguntó:

-Ajá, Joselito ¿qué te trajo el niño Dios?

Él la miró y de nuevo no quiso contradecirla con lo primero que le se le vino a la mente: “El niño Dios no existe, es un embuste”, pensó, pero la miró y se encogió de hombros mirando hacia el pesebre donde las ovejitas y los pastorcitos de plástico estaban sin el esmalte de una vez y corrían sin la mínima sombra de acompañar un regalo.

Joselito pensó en su abuela que un día se presentó en su casa con las figuritas carcomidas por el tiempo del nacimiento del Belén diciendo que al cabo de 20 años, vistiéndolo todos los años -ese mismo antiguo pesebre– les daría el don de una casa para él y para sus papás. Berta dijo de sobresalto:

-¡Ay, pero el niñito no ha nacido en este pesebre! ¿Dónde está?

Joselito la miró y otra vez pensó: “todavía con ese embuste, vaya vieja crédula. Don Juaco escuchó de rebajo las palabras “niño Dios” salir de los labios bembudos de Berta -“armario García”, como la apodaba el barrio- que señalaba con el dedo hacia el pesebre.

El viejo ex decano de la marina comenzó su horda de argumentos contra lo que consideraba la farsa más grande de la historia de la humanidad.

-¡Ay, pero si el niñito nació anoche, don Juaco! -expresó Berta, haciéndole un giño con el ojo para que no rompiera la inocencia infantil de Joselito.

Papá Juaco la miró atónito y le respondió al interpretar el ruido que le entraba en las orejas:

-Pero si el meñique te rompiste anoche, qué carajos haces acá.

Joselito dijo:

-¡No abuelo, el niñito nació anoche, dijo la señora armario, ay, perdón… doña Berta, viejo!

El anciano eso sí lo escuchó y crujió de las carcajadas al rememorar cómo Berta García se había ganado ese sobrenombre – la mujer armario- cuando en una fiesta de barrio se desmayó por su presión baja y cayó en encima del diminuto Luis Palacios, el profesor de escuela que, vestido como palomo blanco, se vio caer la negra alta dos metros sobre sí mientras se sofocaba y pedía que le quitaran tamaño armario de mujer de encima mientras se llenaba de tierra el elegante atuendo.

De repente, tocaron a la puerta de madera:

-Doña Berta, doña Berta, la llaman, es por doña Julia.

Joselito pensó en seguida que su mamá había dejado un recado a la vecina que tenía teléfono sobre su adiós definitivo y su viaje a Bogotá, la capital, o de larga distancia a algún país del norte donde ella aprendería a manejar con soltura las bandejas donde las azafatas llevan colores y papel a los niños y a los adultos servían sandía fresca y otras delicadezas del paladar a quienes viajan en esos pájaros de acero, como le contó Papá Juaco.

Luego lo interrumpió un pensamiento: “¿Quién cuidaría de su abuela en el hospital, ahora que su mamá había cumplido su sueño de volar por los surcos de los aires?”. Y la tristeza lo invadió al pensar en los ojos idos y grandes de la abuela Josefa inmersos en la fragilidad de la soledad de la enfermedad.

Berta dejó la puerta abierta de par en par con afán. Las llamadas después de la lluvia de diciembre solían cortarse con facilidad, era mejor hablar rápido y conciso por esas líneas telefónicas mal puestas. “¡Si yo fuera alcaldesa!”, pensó Berta, ex enfermera.

El niño fue corriendo a rescatar un pedazo del corazón de su abuela en los brazos de su Papá Juaco pues cada vez era más consciente de que su mamá no volvería.

El abuelo apenas sintió la presencia huesuda de sus clavículas aladas y su diminuto cuerpo lo abrazó y recordó cuando Julita aún se sentaba en sus rodillas a escuchar historias guajiras en Navidad y cantar villancicos. El abuelo lo estrecho a sí y le dijo:

-Joselito, eres una gota cristalina del reflejo de tu mamá. ¡Cuánto te quiero hijo! Pero, ¿qué pasa? No estés triste…

Joselito no quería alzar la voz para penetrar con su voz de flauta en los oídos de su abuelo sordo que podía ponerse mal al no saber que su Julia, su hija, no había llegado a casa a dormir en Nochebuena para ir a perseguir un sueño.

Joselito no quería hacerlo morir de pena moral y solo gritó:

-Es sólo Navidad, viejo.

Papá Juaco sonrió y lo estrechó en sus brazos sin dejar de pensar en Julita.

-Bueno, ¿ya te conté la historia del indio Guajiro que atravesó el desierto para salvar su honor? A tú mamá le gustaba esa historia -expresó el abuelo abriendo sus ojos grises con un inicio de catarata. Joselito para no alarmar al anciano abuelo, alargó una sonrisa y confirmó moviendo la cabeza.

Berta García regresó a la casita construida con ladrillos quemados al carbón, pintada de alegría y cerró la puerta mientras con los ojos lúcidos y un pálido inusual desteñía su expresión del rostro, de piel sanguínea y morena.

-Joselito, tu mamá… no vendrá tampoco esta noche a dormir….

El niño la miró con resignación: “Era como pensaba”, dijo para sí.

Berta, para distraer al infante, lo puso a buscar la pequeña estatua del niño Dios que faltaba para ponerla en el pesebre que estaba colocado en un ángulo de la pequeña sala vestida de viejas cortinas limpias y coloradas en la disposición en arco de tres mecedoras móviles para sentarse fuera y refrescarse del calor canicular y una mesita de centro convertida en una tarima para admirar las luces agotadas del nacimiento.

Mientras Joselito hurgaba después de horas, hasta en la última caja que encontró bajo la cama matrimonial de sus padres, se oyó la bisagra oxidada de la puerta de casa abrirse poco a poco. Josélito se asomó para ver una sombra bordada de contraluz entrar por la puerta de la casita.

-¡Mamá! -gritó, saltó de felicidad y corrió hacía sus brazos casi con los ojos cerrados. Al abrirlos, no vio a su mamá con el elegante uniforme de azafata, sino con un vestido de flores con el que se había despedido el 24 de diciembre de mañanita para ir a trabajar a la casa del doctor Vives.

-¡Mi amor, feliz navidad! -Y ambos se estrecharon en un abrazo interminable-. Discúlpame, mijo, la abuelita no estuvo bien anoche y tuve que quedarme con ella en el hospital, ¿pero ya desayunaste?.

El chico se desvinculó de sus brazos y la miró a los ojos, eran los ojos hermosos de la abuela Josefa.

-Sí -respondió con la alegría más inmensa y el calor en el corazón de no sentirse abandonado.

-Mira lo que te trajo el niño Dios: la pelota de trapo que tanto querías, nene. ¡Feliz Navidad!.

Y luego volvió a abrazar con tanto ahínco a su mamá como para recordarlo para siempre en caso de que sirviera… Esta vez fue Julia a desvincularse y a sacar del bolsillo del vestido de flores algo. Era una figura pequeña.

-Joselito, pon al niño Dios en el pesebre, anoche él hizo compañía también a la abuela en el hospital y ahora ella está mejor, la traeré pronto a casa.

Joselito tomó a la figurita en sus pequeñas manos, la besó y mustió: -¡No eres tan embustero!

– Fin –

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