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El insospechado poder de la tristeza

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Carlos Padilla Esteban - publicado el 16/12/16

Tus emociones son un tesoro, no las reprimas

Creo que a veces mi tristeza puede alegrar el corazón del que está triste. Parece paradójico, pero no lo es. Mi corazón triste se vuelve más empático con su tristeza y sabe acoger mejor al que sufre.

Cuando sufro me hago más capaz de ponerme en el lugar del otro. Comprendo sus sentimientos, su impotencia, su dolor. Me hago más pequeño con mi tristeza y me quedo a la altura del que sufre. No me distancio, me acerco. Y sé escuchar con una mirada humilde, sin dar consejos, simplemente quedándome al lado del triste, en silencio.

Siento que a veces la alegría excesiva del alegre no me alegra. Me incomoda su posición elevada desde su bienestar. Como si a él todo le fuera bien en esta vida.

Mi tristeza, cuando estoy triste, acerca, no aleja a los demás. A lo mejor tengo que evitar dar consejos cuando estoy alegre. Y no decir frases típicas que no animan ni consuelan.

Decía el papa Francisco: “Oremos al Señor para que nos dé estas tres gracias: la gracia de reconocer la desolación espiritual, la gracia de rezar cuando nosotros nos encontremos sometidos a este estado de desolación espiritual, y también la gracia de saber acompañar a las personas que sufren momentos feos de tristeza y de desolación espiritual”.

Cuando sufra tristeza o desolación espiritual, no me quedaré encerrado, ni turbado por mi dolor. Saldré de mí para dar alegría, aunque yo mismo no la tenga. Y acompañaré a aquellos que sufren, aun cuando yo también sufra.

Y cuando esté muy alegre no desplegaré todas mis efusividades. Porque a lo mejor no alegro al triste. Pero sí caminaré a su lado con mi alegría silenciosa. Sonreiré y daré luz en medio de la niebla.

Sé que es el sentido de mi vida, caminar con mi tristeza y mi alegría, sin guardarme nada, buscando la felicidad de los que me rodean. Aunque esté triste. Aunque esté alegre. Sé que los dos estados de ánimo forman parte de mi equipaje del alma. Llegan y pasan.

En los dos momentos me encuentro con Dios. En los dos momentos Dios se encuentra conmigo. Oculto en lágrimas a veces. Silencioso en mis risas otras veces. Son estados de ánimo pasajeros que marcan mi camino. Determinan mis gestos.

De uno al otro paso con rapidez a veces, lentamente otras veces. Vivo también momentos más neutros, tal vez tranquilos, ni tristes, ni alegres. Ni frío, ni calor. Pero no me asusto ante las emociones que corren por mi alma. Son parte de mí y las acojo como un tesoro que llevo guardado.

Tengo pasiones que me hacen vivir. No quiero reprimir lo que surge en mi alma. Quiero amar con hondura, vincularme, entregarme. Es parte de mi vida. Sufrir dejando mi alma hecha jirones.

Pero sé también que quiero aprender a amar con un amor que sea maduro. Sin atarme, sin ser esclavo. Sin esperar lo que no hay. Y sin pretender lo que no existe.

Decía la sicóloga Carmen Serrat: “No esperes que los demás llenen tu vida. Hacerlo sólo es el inicio del camino de la frustración y el desencanto. Has de hacerlo tú y del mismo modo podrás ser una fuente de amor y de inspiración para los demás. Cultiva tu paz interior y tu felicidad. Nadie puede dar lo que no tiene y ninguna relación te dará lo que no eres capaz de darte a ti mismo”.

Lo tengo claro, si no sé amarme a mí mismo, difícilmente voy a amar a los demás. Si no tengo mis afectos algo ordenados, será imposible saber hacia dónde caminar.

Quiero mirar en mi alma, en lo más profundo. Quiero saber lo que pasa por dentro. Comprender mis emociones. Entender de dónde vienen. Saber decidir en medio de mis tristezas y alegrías. No dejarme gobernar por mis estados de ánimo.

Repartir sonrisas lleno de dolor. Mostrarme sereno lleno de alegría. Y saber muy bien que nadie me va a hacer completamente feliz. Ni va a colmar todas mis ansias de infinito.

Miro a Dios cuando estoy turbado y alegre. Lo miro en este tiempo de espera del Adviento. Miro a Dios que me mira en mi alma y me conoce, y me comprende. Sabe cómo estoy, cómo me siento. Se abaja para estar a la altura de mis ojos turbados, de mis ánimos cambiantes.

Quiero vivir con serenidad la vida por la que camino. Sabiendo que puedo dar mucho más de lo que doy si salgo de mí. Si dejo mi comodidad y ese vano empeño mío de buscarme a mí mismo continuamente.

Me descentro una vez más, para no estar anclado en mi centro. Y pongo ahí a este niño que nace. Ese Dios hecho carne. Ese Dios-conmigo que viene a cuidarme. Para que sea Él el que me dé paz cuando esté turbado y guíe mis pasos cuando no me entienda a mí mismo. Y logre sacar siempre luz de mí en mis noches de invierno.

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